¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Lo personal y lo político
La salida a la luz del caso Errejón es demoledora para el proyecto Sumar, en particular, y para la izquierda en general. La revelación de actitudes personales impresentables siempre castiga más a la izquierda, tanto en los casos de corrupción económica como en los de comportamientos machistas. Básicamente porque muestran una disonancia total entre lo que defiende su proyecto político ―la defensa del bien común, el feminismo, el igualitarismo― y el comportamiento real de sus líderes. La derecha nunca ha impugnado en serio el patriarcado, y defiende la búsqueda del lucro como una actitud positiva; sus corruptelas son fácilmente perdonadas por su electorado. Para una organización de izquierdas, el impacto es mucho mayor porque no sólo refleja la existencia de líderes incongruentes, sino que implican al conjunto de la organización que ha tenido un fallo de selección y control de sus líderes.
Que haya personas que se corrompen entra dentro de lo probable. El poder corruptor de muchos empresarios es brutal, y siempre habrá quien se deje atrapar en sus redes. Al fin y al cabo, la corrupción privada es sólo una de las manifestaciones de algo más general: la cooptación de los políticos para imponer los intereses privados de algún grupo o sector empresarial por encima de lo colectivo. La corrupción es, al fin y al cabo, la expresión más cutre de esto que reconocemos como hegemonía capitalista. Que algunos roben saltándose las normas, evadiendo impuestos, es grave. Pero es peccata minuta cuando se compara con lo que representó el salvamento bancario, las privatizaciones de servicios públicos, el bloqueo de las medias para frenar el cambio climático, la incapacidad de domeñar la especulación inmobiliaria, la persistencia de los paraísos fiscales para destacar algunos crímenes económicos de alto nivel… Pero, para avanzar en políticas que atajen estos problemas, hace falta arrojo e integridad. En este terreno, la izquierda transformadora ha estado bastante libre de este tipo de comportamientos. Pero ello quizá esté relacionado con su limitada cuota de poder. Y no puede descartarse que, si ésta se ampliara, proliferaran los aspirantes a militantes más proclives a escuchar los cantos de sirenos de algún corruptor. Por eso es necesario cuidar la selección, y contar con buenos instrumentos para detectar problemas en su fase inicial.
El machismo ha sido una lacra mucho más transversal en la izquierda. Muchas mujeres militantes lo han padecido de formas diversas: desde el acoso sexual hasta la marginación. La vieja cultura de izquierdas era muy de macho alfa. Especialmente agudizada en líderes carismáticos que pretendían construir su propio harén. Fue la organización de las mujeres en el seno de partidos y sindicatos, la eclosión del feminismo, la ampliación del espacio de lo político, la que obligó a replantear muchas cuestiones y a cuestionar la cultura patriarcal dominante. Aunque el discurso feminista forma parte del núcleo de las políticas de la izquierda transformadora, su capacidad para alterar los comportamientos de los hombres siempre va por detrás del discurso. Mònica Oltra ha sido una víctima colateral del comportamiento de su ex marido (y del oportunista lawfare al que ha estado sometida). Y, ahora, el comportamiento de Errejón puede afectar al conjunto de la organización. El machismo es una trituradora de personas y, para la izquierda, un arma de destrucción masiva.
La nueva izquierda, la que surgió en el movimiento antiglobalización y se consolidó con el 15-M ―y cristalizó en Podemos y Sumar― pretendía haber superado los vicios de la vieja izquierda. Siempre he pensado que, más bien, se trataba de dejar atrás unas organizaciones y una tradición de perdedores. Pero la propia construcción de esta nueva izquierda estaba totalmente abierta a experimentar alguno de los problemas que pretendía erradicar. Más que una organización sólida, con formación de cuadros y militantes, lo que se configuró fue, en gran medida, un impactante club de fans alrededor de unas estrellas que habían utilizado eficazmente los medios de comunicación a su disposición. Asistir a uno de los mítines de Pablo Iglesias era lo más parecido a participar en un concierto de rock. Un modelo organizativo poco formalizado y una base militante de aluvión (que se evaporó con bastante rapidez) eran el peor escenario para educar unos egos desaforados. Y que confundían lo personal con su liderazgo. Prueba de ello es la vergonzosa votación a la que Pablo Iglesias sometió a su gente para que aprobaran que se podía comprar una mansión en un barrio pijo (visto el acoso que padeció, mejor le habría ido yéndose a vivir a una zona más discreta). Lo de Errejón es aún peor, pero es otra variante de este modelo de liderazgo que se sitúa por encima de los mortales de a pie. Si la nueva política tiene la necesidad de educar egos y generar una verdadera política democrática e inclusiva, la nueva política con su magnificación de líderes carismáticos ha fallado estrepitosamente. En su descargo, sólo vale situar que la política no se hace en el vacío, ni la gente sale de la nada. El proceso educativo, tan competitivo, y la presión de los medios y las plataformas, generan sin duda personalidades egocéntricas, eternas buscadoras de feedback gratificante, temerosas de sus potenciales rivales. Por eso, la única forma de eludir estas presiones disruptivas es la búsqueda de modelos organizativos y culturas de comportamiento capaces de contrarrestarlas.
Ninguna organización es inmune frente a comportamientos indeseables de alguno de sus miembros. Los códigos de conducta, las prácticas cotidianas, ayudan a generar comportamientos compartidos. Y los reglamentos deben diseñarse, precisamente, para resolver de la mejor manera los conflictos. Pensar que con una buena codificación y unos buenos principios ideológicos todo está resuelto es ingenuo. Somos personas falibles y no siempre, o casi nunca, nos comportamos de la mejor manera. Tampoco podemos pensar que existe una sociedad capaz de crear una nueva humanidad perfecta. Los intentos de construirla casi siempre se traducen en un proyecto que asocia la perfección a las ideas y prejuicios de su diseñador. Y ello genera, casi siempre, mucho sufrimiento a disidentes de todo tipo, como es palpable en gran parte de las sociedades soviéticas (o como experimentamos muchos de nosotros en una sociedad católico-nacionalista). De lo que se trata es de fijar límites en aquello que tiene trascendencia colectiva y en hacer funcionar los canales organizativos cuando alguien traspasa límites inadmisibles. Y enseñar a la gente a asumir sus responsabilidades y no presentarse como un mero títere sin agencia, como ha hecho el ex líder de Más Madrid.
Y ahora nos toca, con humildad, repensar el proyecto y tratar de salvar lo mejor del mismo. Algo que requiere, en todos los implicados, valor, compromiso moral y claridad de ideas. Empezando por no convertir el problema en una batalla por sacarse responsabilidades. Porque, más allá de los fallos, lo que debe importar es aprender de ellos y configurar, en la medida de lo posible, una propuesta orientada a evitar que estos problemas dinamiten las políticas de cambio.
28 /
10 /
2024