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Manuel Casal Lodeiro

Las verdades incómodas de la Transición Energética

Icària,

Barcelona,

2024,

313 págs.

Asier Arias

Las distancias astronómicas entre la realidad y el discurso mediático no debieran pillar a nadie por sorpresa. Tras un año de barbarie genocida, el primer ejemplo que se le viene a uno a la cabeza es el del modo en que durante los ochenta y los noventa el giro «proceso de paz» se empleaba para hacer referencia a lo que quiera que Estados Unidos estuviera haciendo respecto del conflicto árabe-israelí. El modismo tuvo así durante décadas propiedades semánticas orwellianas, haciendo referencia al bloqueo de la diplomacia y el patrocinio del expolio y la violencia sionista. La semántica de «transición energética» no es muy diferente, pero la mirada atónita de Orwell no se posa con ella sobre un pueblo abandonado al furor genocida de la jauría más indecente que haya amanecido en este planeta, sino sobre el planeta mismo −porque es el conjunto de la biosfera el que está pagando ya los platos rotos de una «transición energética» que, concebida en los términos convencionales, no cabe sino pensarla como el último sueño de la razón fósil.

Manuel Casal Lodeiro, al que tantas valiosas iniciativas de organización y divulgación debemos, desmenuza con paciencia esa semántica torcida en su último libro. Su nuevo esfuerzo de pedagogía puede recogerse en una sola frase: «la Transición Energética se está planteando rematadamente mal» (p. 257). Puede leerse como un mero eslogan, o como una ocurrencia ceniza: ojalá los argumentos sobre los que se alza la frase en cuestión nos permitieran tomárnosla con esa ligereza. El hecho de que sea necesario desplazarse hasta los márgenes más remotos del discurso aceptable para tener ocasión de valorar esos argumentos es el testimonio más contundente del carácter patológico de nuestro sentido común de época.

En una línea similar a la de Jean-Baptiste Fressoz, Casal Lodeiro comienza explicando que nunca ha habido transiciones energéticas en el pasado: las fuentes fósiles sencillamente se añadieron sucesivamente a las previas, cuyo consumo siguió aumentando. Exactamente lo mismo viene sucediendo con los «sistemas no renovables de captación temporal de flujos de energía renovable», como los denomina Pedro Prieto. Esas «transiciones» previas —incorporación de carbón, petróleo, gas— fueron procesos muy lentos, y la profunda dependencia fósil de nuestras economías supone un obstáculo infranqueable para la idea de una rápida transición a las «energías renovables». El último sueño de la razón fósil es, en fin, el de que podemos «transitar» sin que ello suponga cambios drásticos en nuestras economías industriales y nuestros modos de vida imperiales —ese sueño se da aquí la mano con otros tantos: el desacoplamiento de emisiones y crecimiento económico, la descarbonización del capitalismo industrial globalizado (cap. 3), la economía circular (cap. 4), la economía del hidrógeno (cap. 10).

Las fuentes de energía en las que debería asentarse el inmenso despliegue material que requeriría esta nueva «transición» llevan lustros adentrándose en un ineluctable proceso de declive, y las fuentes hacia las que se quiere transitar no pueden ofrecer rendimientos ni remotamente equiparables a los de aquéllas. La única «transición» que no conduce a un desastre ecosocial sin paliativos pasa por una rápida toma de conciencia de esta insuficiencia, por la asimilación de la inviabilidad de «la civilización de los combustibles fósiles» (Smil) en ausencia —en presencia decreciente— de combustibles fósiles. Esa toma de conciencia debiera materializarse en la búsqueda de los medios adecuados para afrontar la reducción del consumo de energía que trae consigo aquella insuficiencia —y dada la asimetría de responsabilidades históricas y privilegios actuales, es claro que no cabe hablar de «transición justa» sin hablar muy seriamente de colonialismo (cap. 8).

«El auténtico reto de la Transición Energética, el mayor reto de nuestras sociedades en las décadas que tenemos por delante, será cómo hacer este descenso energético de una manera democrática y justa» (p. 74). El debate en torno a la «transición» no es un debate meramente técnico, pues, sino esencialmente político, para empezar porque lo que requiere una «Transición Energética como es debido» no es otra cosa que una «transición económica en toda regla» (p. 59). En ese debate no están en juego sólo la redistribución de la riqueza o las formas de propiedad, sino de hecho el modelo básico de nuestras sociedades. Debe destacarse uno entre los muchos elementos de este debate en torno al cambio de modelo: hoy es difícil resolver la ecuación y obtener sociedades posfósiles viables en las que el sector primario y la agroecología no jueguen un papel mucho mayor del que la mayoría parecemos estar dispuestos a imaginar (pp. 86 y 209).

La transición energética, la planteemos como quiera que la planteemos, afectará profundamente a todos los sectores de las economías de las sociedades industrializadas, y la idea —ampliamente difundida y recogida de hecho en la legislación vigente sobre transición energética— de que impactará sólo en algunos sectores específicos constituye una peligrosa ilusión. Lo que tenemos por delante es una «transición civilizacional» antes que una transición energética, una transición hacia sociedades radicalmente diferentes de las actuales en el plano material y el cultural.

En el plano material, una «transición civilizacional» bien orientada pasaría por la simplificación y la relocalización socioeconómica; en el cultural, Casal Lodeiro sugiere comenzar por una «sincera pedagogía […] social acerca del fin de los combustibles fósiles» (p. 189). Pedagogía para sembrar conciencia de la excepcionalidad, la gravedad y la urgencia de nuestra situación: no es un mal punto de partida —aunque debe admitirse enseguida que nadie tiene muy claro cómo abordar esa tarea: en lo que hace a los medios políticos para las transiciones necesarias, quizá la única certeza con la que contamos sea la de la ausencia de un terreno oréctico propicio, una base adecuada en los deseos sociales actuales para posibles futuros deseables.

En la propuesta de Casal Lodeiro, tanto el señalado esfuerzo de pedagogía como el objetivo de una «transición civilizacional» bien orientada se nos presentan a la luz de la resiliencia antes que a la de la sostenibilidad (pp. 229 et seqq.): no han pasado aún cuatro decenios desde el Informe Brundtland y no hay forma ya de plantarse con seriedad ante la idea del «desarrollo sostenible». Hemos avanzado demasiado por la senda de la extralimitación: en «la era de las consecuencias», toca planificar para que las décadas que tenemos por delante resulten lo menos dolorosas posible.

Se trata, en otras palabras, de una pedagogía y un objetivo sensibles a la inviabilidad de la prolongación del capitalismo industrial globalizado; en última instancia, de la civilización industrial. La conciencia de que resulta cada día más complicado vaticinarle una vida larga o una muerte apacible a la civilización industrial empieza a salirnos al paso en los lugares más insospechados. El conocido físico italiano Carlo Rovelli cerraba hace unos años —de forma ciertamente inopinada— un ligero texto de divulgación con estas palabras: «Creo que nuestra especie no durará mucho. No parece tener la madera de las tortugas, que han seguido existiendo iguales a sí mismas durante cientos de millones de años, cientos de veces más de lo que llevamos existiendo nosotros. Pertenecemos a un género de especies de vida breve. Nuestros primos se han extinguido ya todos. Y nosotros causamos daños. Los cambios climáticos y medioambientales que hemos provocado han sido brutales, y difícilmente nos perdonarán. Para la Tierra será un pequeño parpadeo irrelevante, pero no creo que nosotros salgamos indemnes; tanto más cuanto que la opinión pública y la política prefieren ignorar los peligros que estamos corriendo y esconder la cabeza bajo el ala. Probablemente seamos la única especie de la Tierra consciente de la inevitabilidad de nuestra muerte individual: me temo que pronto habremos de convertirnos también en la especie que verá llegar conscientemente su propio final o, cuando menos, el fin de su propia civilización. Según afrontemos, más o menos bien, nuestra muerte individual, así afrontaremos la caída de nuestra civilización. No es muy distinto. Y, desde luego, no será la primera civilización que se desploma» (Siete breves lecciones de física, Barcelona: Anagrama, 2014, pp. 90-91).

Pongan este nuevo libro de Casal Lodeiro junto a los que prolongan el acostumbrado redoble tecno-optimista —en nuestro país, los de Pedro Fresco o Ignacio Mártil—, cotejen fuentes y argumentos y luego déjense caer por alguna discusión cabal en torno al principio de precaución —si siguiendo estas pautas desembocan en un mero ejercicio intelectual, vuelvan al principio e insistan hasta comprender que se trata de la más grave entre nuestras responsabilidades políticas.[1]

  1. En un artículo reciente («Growing pains: Climate change and the socialist transformation», Post-Neoliberalism, 2 de octubre de 2024), Enzo Rossi llamaba a la humildad en el debate entre «decrecentistas» y «ecomodernistas» (haciendo un uso extraño de este último término, por cierto: quiere referirse con él a socialistas partidarios del Green New Deal). «Debemos reconocer que nuestras discrepancias empíricas sobre el futuro son simplemente eso: desacuerdos, no certezas. Tanto los defensores del decrecimiento como los ecomodernistas muestran un exceso de confianza en sus predicciones, lo que genera una falsa sensación de inevitabilidad en torno a sus respectivas soluciones. Al admitir la naturaleza especulativa de nuestras prospecciones, abrimos la puerta a discusiones más colaborativas y menos divisivas». En el último par de años, debates como el que preocupa a Rossi han ocasionado algún derramamiento de tinta en determinados rincones del ecologismo español. Es una buena idea que se recojan en esos rincones estos llamamientos a la humildad; pero también que, una vez recogidos, se pregunte inmediatamente por el lugar en que ubican nuestras «discrepancias empíricas» al referido principio de precaución, y se regrese después sobre el debate en torno al colonialismo −sobre el Sur y sobre el futuro: ¿dónde obtuvo la generación actual el derecho a degradar la riqueza mineral del planeta con la misma rapidez con que degradó su riqueza fósil?

30 /

10 /

2024

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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