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Javier Vaca

Matar la Ley del Padre. La historia de un desobediente en Argentina

Historias desobedientes: 1

En una nota anterior, publicada en el número 235 de esta revista, de junio de 2024, se hacía una introducción al significado del colectivo Historias Desobedientes. A partir de este número, de septiembre, iniciamos la publicación de una serie de testimonios de desobedientes. El primero es el de Javier Vaca.

* * *

Fines de la década de los ochenta. Un joven está frente a la televisión en su casa de Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina. Sentado en el living, junto a su padre, miran el noticiero (programa de noticias) y escuchan con atención lo que cuenta el presentador: «En Funes, una localidad cercana a la ciudad, se encontró lo que se cree habría funcionado como un centro clandestino de detención y tortura durante la última dictadura militar». El periodista detalla la ubicación del lugar y agrega que «se llevará a cabo una investigación para estar seguros y saber qué fue lo que pasó».

«No van a encontrar nada ahí, porque quemamos todo». Solo eso dice el padre, sin desviar la mirada de la pantalla, cuando la noticia termina.

Ahí fue cuando empecé a darme cuenta del rol que había tenido mi padre en la ciudad de Rosario durante la dictadura. Pasaron los años. Inconscientemente guardé silencio por muchos años. No es algo que se pueda procesar fácilmente, lleva tiempo. Yo viví con un genocida.

Todos me conocen por Javier, aunque mi primer nombre es Omar. Soy hijo de Omar Jesús Vaca, suboficial del Ejército, integrante del Destacamento de Inteligencia 121 en Rosario, entre los años 1968 y 1986, a las órdenes del ex teniente coronel Pascual Oscar Guerrieri. Guerrieri fue condenado en el año 2010 a prisión perpetua, por haber cometido crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura cívico-militar, en la causa conocida como Guerrieri I por crímenes de lesa humanidad cometidos, entre otros centros clandestinos de detención, en la Quinta de Funes.

En el año 1984, ya en democracia, gran parte del material que había reunido la CONADEP (Comisión Nacional de Desaparición de Personas) delegación Santa Fe, para presentar ante el presidente Raúl Alfonsín, desapareció en un famoso robo que tuvo lugar en los Tribunales Provinciales de Rosario, donde se conservaban los papeles y antecedentes. Eso, tal vez, explique también la ausencia del nombre de Omar Vaca de cualquier registro que lo relacione con el accionar clandestino de aquellos años.

El vínculo hijo/padre empezó a complejizarse cuando empecé a estudiar Ciencias Políticas. Él hubiera preferido un médico, un abogado, algo que no tuviera que ver con la política. Mi mamá, que siempre intercedía en los conflictos familiares, me ayudó mucho en ese sentido. Los primeros encontronazos (enfrentamientos) los tuvimos cuando empecé a militar en el socialismo, en la Universidad Nacional de Rosario. Un día, durante un almuerzo, me dijo: «Me pasé toda mi vida persiguiendo a comunistas y socialistas y ahora tengo un hijo socialista». Yo le respondí: «Ese es tu castigo». Y ahí dejamos de hablarnos por seis meses.

Cada vez que discutíamos por cuestiones políticas, él repetía que tenía treinta años de doctrina de seguridad nacional en la cabeza y que yo no lo iba a convencer de otra cosa. «No me arrepiento de nada» decía siempre. Y es verdad. Para él, todo lo que pasó había estado bien. Cuando mostraba su veta militar era terrible, ahí sí era terrible.

El Destacamento de Inteligencia 121 de Rosario fue el centro de operaciones de cientos de desapariciones, torturas, asesinatos y hasta robos de bebés en todo el litoral argentino durante la dictadura. A pesar de que los juzgados y condenados son una minoría de quienes trabajaban allí en ese momento, todos fueron necesarios para el funcionamiento de semejante máquina del terror y, por lo tanto, cualquiera de esas acciones es considerada un crimen de lesa humanidad: desde aquel que detenía o secuestraba a alguien, hasta el que le abría la puerta del calabozo. Y, por supuesto, quienes hacían la inteligencia para saber a quién llevarse, como mi padre.

La «familia castrense» es una familia de lo más tradicional que pueda imaginarse: la figura de un pater familias fuerte, autoritario, con poder de decisión absoluto, una esposa absolutamente subordinada y unos hijos que son tratados de manera muy diferente, según sean hombres o mujeres. «Tus hermanas son dos idiotas» solía escuchar de chico. Siempre fue muy claro, incluso cuando crecí, que yo era el preferido, tanto del padre como de la madre, el destinado a convertirme en el hombre de la casa, rol que nunca quise aceptar.

Los malos tratos se los llevaban mis hermanas, siempre. Yo me lo tomaba a broma, pero ahora me pregunto cuál era mi responsabilidad, ahora veo qué cosa tan terrible fue crecer así. Mi vieja, por otro lado: yo también le echo la culpa, porque es partícipe necesaria, responsable de haber guardado el secreto de lo que mi papá hacía. Era todo común en mi casa, ese tipo de cosas, como que ella llevara en la cartera un revolver 38; yo lo sabía y lo veía. Mi vieja me quería. Y creo que en sus últimos años se arrepintió y empezó a contar algunas cositas. Pero nunca voluntariamente, siempre con tirabuzón.

«Los hijos no son nunca responsables por las acciones de los padres» es una frase que se suele repetir a menudo, en las circunstancias más diversas. En el caso de los hijos e hijas de genocidas que decidimos renegar públicamente del accionar delictivo de nuestros padres, el significado cobra una nueva dimensión: rebelarse contra los mandatos parentales nunca es fácil, pero hacerlo en un gesto que implique, además, un posicionamiento ante una sociedad que no deja de necesitar y reclamar memoria, verdad y justicia, es sin duda mucho más notorio, mucho más significativo. Y, desde ya, mucho más duro.

Qué suerte tan desgraciada me tocó de tener un padre genocida. Mi viejo no era malo conmigo, por eso es espantoso llegar a pensar, llegar a darte cuenta de que el tipo que te crio con amor podía secuestrar una criatura, torturar, y después decir «te quiero, hijo» y llevarme a jugar al fútbol. Nosotros, los hijos de genocidas que luchamos por memoria, verdad y justicia, no sé si estamos todos locos o somos los más cuerdos.

En el año 2017, un recurso de la Corte Suprema de Justicia, conocido como 2×1, habilitó la reducción de la pena de muchos condenados por crímenes de lesa humanidad. Ese fue el momento en el que empezó a gestarse el colectivo «Historias Desobedientes», conformado por hijos e hijas de represores que reniegan del accionar de sus padres y apoyan la causa de DDHH y la lucha por memoria, verdad y justicia. En muchos casos, los que iban a quedar libres con el 2 x 1 (medida sobre la que, finalmente, gracias al reclamo popular, la Corte dio marcha atrás) eran nuestros padres, padres de quienes integran el colectivo.

Yo me acerqué al grupo en 2018. Hacía ya tiempo que lo venía pensando, preocupado. Después de la muerte de mi viejo, sentía que tenía algo para contar. Y no sabía a dónde recurrir. Esto no es algo que te hace ruido una vez y ya está: lo llevas contigo todo tiempo. Es un proceso difícil comprender que tu papá o tu abuelo participaron en la dictadura, secuestrando o torturando gente. Los crímenes que mi viejo cometió no son crímenes cualquiera.

Luego de haberme enterado de la existencia de Historias Desobedientes, por medio de un programa de televisión, busqué en su página web y mandé un mail. Después de algunos intercambios, me reuní finalmente con Analía Kalinec, una de las referentes del colectivo, en diciembre de 2018. La reunión fue en Aeroparque, en una charla de un par de horas, mientras esperaba el avión para regresar a Santa Cruz, en la Patagonia, donde vivo actualmente. La fecha del encuentro es imborrable y significativa: al día siguiente de esa primera charla, en la que compartí con alguien mi historia, lo que tenía para contar, mi mamá murió.

Historias Desobedientes es para mí un espacio que me abre la puerta para contar mi verdad. No es un grupo de autoayuda, sin bien es bueno encontrase. Es por sobre todo, un grupo de accionar político. Porque tenemos una responsabilidad social y una mirada política sobre los delitos de lesa humanidad y sobre las políticas de Estado que deben respetarse. A pesar de que en el gobierno de Milei y Victoria Villaruel se están implantando políticas muy parecidas a la última dictadura militar: negar las desapariciones, las torturas, los asesinatos y el robo de bebés. Hoy están sucediendo visitas de legisladores del partido gobernante a genocidas para ver cómo los sacan de la cárcel. No es sólo hablar del pasado, cuando el pasado se hace presente de la mano de los asesinos.

Hay que reconstruir la memoria. Es una necesidad y un deber: nuestros viejos le hicieron daño a mucha gente. Tal vez hay alguien que tiene esto clavado en la garganta y no sabe que existe este colectivo. Y, además, no queremos ser cómplices de ese silencio: hay que hablar, para poder ayudar a tantas familias que quedaron esperando a sus seres queridos, que quedaron esperando una respuesta. Eso es hacer justicia y ser responsable.

El colectivo Historias Desobedientes es un grupo que no tenía antecedentes a nivel mundial. Luego de su aparición en Argentina, se replicó en otros lugares: Chile, Uruguay, Paraguay, Brasil, España y recientemente en Alemania. Los recuerdos, las fotos o documentos que puedan llegar a tener en sus casas, se consideran fundamentales para acceder a información sobre la que los responsables aún siguen guardando secreto.

«Matar al padre» era la figura metafórica para significar el momento en que maduramos y dejamos de idealizar a nuestros progenitores. En mi caso, las reverberaciones de la frase no terminan de hacer eco, ni terminarán hasta que la verdad aparezca. No queremos guardar silencio, necesitamos hablar, necesitamos juntarnos. Los crímenes que se cometieron fueron terribles. Esto no se termina, ni siquiera con nuestros padres muertos.

23 /

8 /

2024

La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley.

Karl Marx
La Guerra Civil en Francia (1871)

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