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Isabel Alonso Dávila

Cuando el arte de las mujeres hiere y denuncia

Dos bastidores con marcos de ligera madera, de pino seguramente. La altura es la de una persona de estatura mediana: un metro y sesenta y siete centímetros exactamente. Los dos bastidores se hallan unidos, por uno de sus lados largos, por tres bisagras de seis tornillos cada una. Los bastidores enmarcan una tela metálica, una malla de alambre fino, formada por hexágonos encajados, que me conduce exactamente a la rememoración del gallinero que había en casa de mi abuela, tras la cuadra de las vacas, en el corral.

Los dos bastidores están semiabiertos. Forman un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, por lo que se convierten en un libro que encierra algo secreto y que nos invita a adentrarnos en su abertura para poder observar los objetos que se hallan allí colgados, simétricamente.

El lado izquierdo del bastidor, convertido ahora en la página izquierda del libro que empezamos a leer: a través de unas ligeras cuerdas de color rojo, en filas de diez por diez, y ocupando casi toda la tela de alambre, están suspendidas las partes de abajo de unas latas de conserva, de forma oval. Diez por diez igual a cien. Cada una de las cien contiene una tela roja, algo aterciopelada, y colocada por la artista de manera que construya una red bastante simétrica de arrugas verticales y con un gránulo más saliente en el centro de la parte superior. El color rojo nos hace pensar en la sangre y la hoja de afeitar de doble filo que aparece, colocada sobre cada una de las telas, nos confirma esta intuición, que ya ha empezado a convertirse en un profundo desagrado, en una herida, no física, pero que se ha instalado de alguna manera en nuestro cuerpo, desde el que nuestra vulva nos está enviando señales de horror. Envolviendo cada lata, un cordón de pasamanería, también de color rojo, y con unas pequeñas borlas, rompe la línea desnuda de la lata para construir una sinuosidad más propia de la naturaleza. Y ahora que ya hemos leído la página izquierda, hemos sangrado y nos hemos herido, acongojadas, nos volvemos hacia la página derecha.

El lado derecho del bastidor es más simple. Y más frío. Tiene mucho menos rojo, porque solo consta de lo que les faltaba a las latas del lado izquierdo: las tapas, que solemos arrancar ensartando nuestro dedo índice en la argolla, cuando tienen un sistema de abrefácil, o que nos obligan a buscar un abrelatas en caso contrario. En principio, este lado parece más tranquilizador. Pero, cuando lo pensamos bien, nos damos cuenta de que, si cerráramos el bastidor, las tapas coincidirían con las latas rellenas de tela roja y cuchillas de afeitar que hay en el lado izquierdo. Y, así, el secreto que estábamos empezando a desvelar quedaría oculto de nuevo. Y es cuando nos damos cuenta de la importancia que tiene haber abierto las latas y mostrar, con crudeza, lo que escondían en su interior. De las sensaciones y sentimientos que nos había producido observar el lado izquierdo del bastidor, nos hemos ido a la racionalidad que nos muestra el lado derecho. Y ahora, ya, nos podemos enfrentar con la información que se nos ofrece sobre la obra en la cartela situada a la izquierda.

En primer lugar, el título: Cartografía de los Cuerpos que Habito. Y el título nos lleva a pensar que nos hemos enfrentado a la construcción de un mapa, referido a cuerpos, que la artista, al utilizar la primera persona, ha decidido habitar. Ella es Adriana López Ave. Buscando en la red, nos enteramos de que es licenciada en Ciencias de la Educación por la Complutense, especialista en Estudios de Género, que ha participado en el libro colectivo Amor, razón y violencia[1] y que reside en Salamanca.

Adriana, para sacarnos definitivamente de dudas, nos explica, a través de la cartela, que «Cartografía de los Cuerpos que Habito quiere dar visibilidad a la Mutilación Genital Femenina (MGF) como práctica que violenta el cuerpo femenino, sustentada en ritos iniciáticos utilizados para reprimir y anular la sexualidad femenina». Y justo en esas estábamos cuando observábamos su obra y ahora todavía entendemos mejor que el rojo de su obra estaba haciendo referencia a una inundación mundial de sangre de las mujeres. Bueno, más que de las mujeres de las niñas. Porque nos recuerda también Adriana López Ave que la MGF se practica sobre todo en niñas que se encuentran entre la edad infantil y los quince años y que se estima que afecta, al menos, a doscientos millones de niñas y mujeres de una treintena de países.

Si ponemos en un navegador «testimonios sobre la mutilación genital femenina» podremos oír las voces de mujeres que sufrieron la MGF y, por mucho que duela, tenemos que hacerlo. Porque, si no lo hacemos, su invisibilidad retardará aún más el proceso de abolición de esta práctica sangrienta que viola el derecho de las mujeres a su propia sexualidad mutilando sus cuerpos. Adriana termina de aclararnos aún más el sentido de su obra al final de la cartela: «La violencia de género es el objetivo, la sangre derramada por millones de niñas, a través de la MGF constituye el origen de la pieza Cartografía de los Cuerpos que Habito. Mujeres invisibles, acalladas, desangradas, clítoris enlatados, construidos a través de los cientos de cuerpos que habitamos, armando discursos y mensajes. Y sobre ellos las cuchillas a punto de actuar en la cartografía de los cuerpos femeninos».

He podido ver esta obra en la exposición colectiva «Arte y feminismos. Pender de un hilo»,[2] en el Archivo Provincial de Ávila, donde ha estado este mes de agosto, junto a las obras de otras diez artistas más, once en total. Todas ellas socias de MAV (Mujeres en las Artes Visuales).[3]

Y la visión de esta obra, y también de esta exposición, ha producido también en mi cabeza otras reflexiones. Una es recurrente y la comparto con frecuencia con mi amiga Nani Hidalgo, que me la ha recordado en esta ocasión cuando yo le explicaba cuánto me había conmocionado la obra de Adriana López Ave. Estas reflexiones toman a menudo la forma de preguntas. Aquí van: si denunciamos la mutilación genital femenina, ¿qué deberíamos hacer con las operaciones de cirugía estética a las que se someten muchas personas, mayoritariamente mujeres, en los países ricos, de determinadas clases sociales y también las mujeres privilegiadas económicamente de los países pobres? ¿Cómo puede ser que no percibamos algo de horror en esas mujeres, que vemos diariamente en las pantallas? ¿De qué lugares surge ese deseo de automutilación y transformación de su cuerpo? Algunas de estas mujeres rozan, o casi, la irrealidad, totalmente construidas por el bisturí, que ha transformado su cara, sus pechos, sus glúteos, y quizás lugares más recónditos de sus cuerpos, hasta llegar al esperpento en algunos casos. Hay actuaciones de cirugía plástica muy conocidas, transformaciones más visibles. Pero hace poco descubrí, con horror, que también se hacían cirugías plásticas de los labios menores. Según podemos ver en la web, para «reducirlos». Se llama «labioplastia reductora», y en otra entrada se nos explica que «se trata de un procedimiento quirúrgico orientado a mejorar la apariencia estética de la zona vaginal». También se anuncian intervenciones para el «rejuvenecimiento vaginal», la vaginoplastia, etc. ¿Tenemos algo que decir las y los feministas respecto a estas prácticas? Porque, si la defensa más habitual de estas prácticas se basa en el concepto de libertad individual, tendríamos que preguntarnos cómo se construye ese deseo, desde qué ámbitos de la sociedad de consumo.

La otra reflexión ha venido dada por la noticia que hemos conocido a finales de agosto sobre Afganistán: acaban de mutilar la voz de las mujeres. Europa Laica ha hecho público un comunicado sobre el tema el 26 de agosto, recogido el mismo día en La Vanguardia, que ha titulado así: «Es aberrante, Afganistán prohíbe hablar alto a las mujeres por “razones” religiosas».[4] En él nos explican que «el Emirato Islámico de Afganistán ha promulgado una ley “para la propagación de la virtud y la prevención del vicio”» que, entre otras cosas «prescribe para las mujeres: además de ocultar rostro y cuerpo, como ya era habitual, ahora se prohíbe el sonido público de su voz; no podrán cantar, recitar, hablar en alto, ni hacerlo delante de micrófonos».

Estas mutilaciones, físicas y simbólicas, deberían tener los días contados. Y, para conseguirlo, tendríamos que dedicar una gran parte de nuestros esfuerzos a que esa cuenta atrás sea lo más breve posible.

  1. https://www.catarata.org/libro/amor-razon-violencia_46318/
  2. https://mav.org.es/exposicion-colectiva-obras-socias-de-mav-en-arte-y-feminismos-pender-de-un-hilo/
  3. https://mav.org.es/quienes-somos-2/
  4. https://laicismo.org/europa-laica-es-aberrante-afganistanprohibe-hablar-alto-a-las-mujeres-porrazones-religiosas/297275

 

30 /

8 /

2024

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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