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Maite Arraiza

Hormonas, ciencia y política. Trascender el esencialismo heteropatriarcal

Corren tiempos de auge de los esencialismos. El reciente ascenso de la ultraderecha y los neofascismos y el resurgir, con una violencia inusitada, del esencialismo dentro de un sector feminista convergen, permeados de xenofobia y colonialidad, dando como resultado alianzas tan insólitas como preocupantes. El esencialismo sexo-genérico tiene consecuencias políticas discriminatorias y excluyentes para múltiples cuerpos y subjetividades, y uno de los elementos que lo apuntalan son las hormonas.

A las hormonas se les ha atribuido el honor de ser una de las portadoras de la esencia de la masculinidad y de la feminidad, y están en el centro de las historias que nos contamos a nosotras mismas. Hace tres meses, una compañera feminista resumió y concluyó su relato sobre una pelea que acababa de acontecer en el Casco Viejo de Iruñea con las siguientes palabras: «demasiada testosterona». En mayo de 2022, Pedro Sánchez acusaba a Santiago Abascal de realizar un alarde de testosterona cada vez que sube a la tribuna. Jordi Évole, en uno de los episodios del programa Salvados, les pregunta a Irene Montero e Inés Arrimadas si no hay mucha testosterona en la política. En el deporte, la supremacía de la testosterona llega incluso a imponer los límites del sexo-género y los de la jerarquía racial: diversas atletas, muchas de ellas africanas y pertenecientes al selecto grupo de mejores corredoras del mundo, excluidas de sus modalidades por superar los niveles endógenos de testosterona permitidos.

Y es que no es solo que la sexo-generización llegue a tal nivel de profundidad, que las hormonas mismas se han convertido en sexo-genero, es decir, la testosterona sinónimo de masculinidad y los estrógenos de feminidad, sino que el sistema heteropatriarcal se condensa en determinados discursos científicos sobre las hormonas, que al mismo tiempo lo apuntalan.

Hormonas: Discursos científicos, industria farmacéutica e imaginarios sociales

Numerosos científicos y científicas afirman que los diferentes comportamientos, habilidades y preferencias de hombres y mujeres, así como la identidad sexo-genérica, incluyendo a personas trans y cis, están determinados de por vida por la acción genética y eminentemente hormonal. De acuerdo con la teoría organizacional-activacional (O/A), la acción pre y neonatal genética y hormonal, en concreto, la testosterona, organiza un cerebro masculino en útero (efectos organizacionales), mientras que su ausencia uno femenino. A partir de la pubertad, los niveles hormonales (la testosterona circulante) activarían muchos de estos patrones cerebrales y comportamentales permanentemente fijados (efectos activacionales). De este modo, que las niñas prefieran jugar con muñecas y los niños con balones y coches, así como la notable mayor violencia, también sexual, agresividad, motivación para competir y la ventaja atlética de los hombres se deben a la testosterona (Hooven, 2021; Swaab y Bao, 2013).

Si introducimos las palabras testosterona y estrógenos en el buscador, en el caso de la testosterona nos encontramos principalmente con hombres hipermusculados, atractivos, poderosos, preparados para la competición y el éxito social; mientras que en el caso de los estrógenos priman las imágenes de su estructura química molecular y el ciclo menstrual. En esta estampa digital, contrasta asimismo la visibilidad de los hombres y su proyección hacia fuera, con la invisibilidad de las mujeres y su proyección hacia dentro.[1] Las denominadas hormonas sexuales no solo se caracterizan de forma dimórfica y dicotómica, sino que condensan la rígida jerarquía sexo-genérica y la dominación masculina. Así la denomina Carole Hooven: «King T».

La esencialización química del sexo-género es fruto de un complejo proceso histórico de molecularización de las gónadas a las hormonas, que tiene como uno de sus hitos la extracción, purificación y síntesis de las hormonas sexuales en las décadas de 1920-1930 (Fausto-Sterling, 2020; Oudshoorn, 2005). Más allá de que los primeros equipos científicos que las aislaron trabajaban ya en estrecha colaboración con las compañías farmacéuticas, los científicos seleccionaron qué hormonas serían y harían qué, dejando fuera los procesos y funciones que no tenían que ver con la reproducción y las características sexuales. En este proceso, el nuevo campo de la endocrinología sexual transformó «el concepto teórico de hormonas sexuales en realidades materiales: sustancias químicas con sexo propio» (Oudshoorn, 2005: 42, traducción propia). Las compañías farmacéuticas, además de financiar esta creación, reforzaron su existencia dimórfica mediante fármacos hormonales para hombres y para mujeres.

Desde que en 1931 sale a la venta Hombreol, se han sucedido innumerables productos hormonales altamente rentables con consecuencias trágicas a la par que emancipadoras, consumidos principalmente por mujeres cis —lo que, entre otras cuestiones, problematiza la idea de feminidad esencial y exclusivamente biológica—, en menor medida por hombres cis y empleados asimismo por personas trans.

Disputando el carácter sexo-genérico de las hormonas sexuales

Uno de los problemas con las hormonas sexuales es que en las mismas décadas en las que se aíslan encuentran ya hormonas femeninas en los testículos y hormonas masculinas en los ovarios, lo que ponía en jaque el sistema hormonal binario, dicotómico y heteronormativo, además de convertirlas en inservibles para determinar un único sexo-género en un cuerpo. Al hecho de que todos los cuerpos, independientemente de su identidad sexo-genérica, produzcan ambas hormonas, hay que sumarle que ya en la década de 1930 fueron clasificadas como esteroides, derivadas del colesterol (Fausto-Sterling, 2020; Oudshoorn, 2005). El proceso a nivel celular, a través del cual se sintetizan las distintas hormonas esteroides a partir del colesterol, la esteroidogénesis, muy habitual en todos nuestros cuerpos, también desafía el marco binario. Por ejemplo, la progesterona se transforma en andrógenos o el estradiol se sintetiza a partir de la testosterona por medio de la enzima aromatasa. Por eso, muchos culturistas que toman anabolizantes toman inhibidores de aromatasa, para evitar los efectos estrogénicos de la testosterona como el aumento de pecho.

Las hormonas esteroides, incluidas las apodadas sexuales, además de por los ovarios y testículos, son sintetizadas y secretadas por las glándulas suprarrenales y la placenta. Se sintetizan, asimismo, en una multiplicidad de tejidos como el hígado, el cerebro, el páncreas, los riñones, la piel, los vasos sanguíneos, los huesos o el tejido adiposo. En lo que respecta a su función, participan en múltiples procesos corporales, entre otros, homeostasis, desarrollo y mantenimiento óseo y de la piel, actividades neuronales, respuesta inmune y al estrés, desarrollo de características corporales y comportamentales sexo-generizadas o reproducción; y a nivel celular regulan el crecimiento, la diferenciación y la fisiología de las células, así como la muerte celular programada. Por lo tanto, las hormonas sexuales no son específicamente sexuales, ni en origen, ni en función (Fausto-Sterling, 2020). Su participación en el desarrollo de características sexo-generizadas no resulta suficiente para otorgarles el restrictivo título de sexuales; todavía menos, para caracterizarlas con sexo-género propio.

La falaz ley de la testosterona y la exclusión de mujeres en el deporte

Si bien cada vez son más quienes se suman a la propuesta de Anne Fausto-Sterling de deshacerse de esta metáfora organizadora, las hormonas femeninas y masculinas y sus relatos parecen encontrarse todavía en plena forma. Uno de los elementos que repetidamente se emplean para sostener esta narrativa son los niveles de testosterona[2] —es la superioridad masculina la que está en juego— y un campo fértil para su apuntalamiento, el deporte.

En 2015, el Comité Olímpico Internacional (COI) publica unas directrices, Reunión de Consenso del COI sobre Reasignación de Sexo e Hiperandrogenismo, que fijan por debajo de 10 nanomoles por litro (nmol/L) de sangre el nivel máximo de testosterona permitido para las deportistas trans y con lo que denominan «hiperandrogenismo», a no ser que puedan probar que tienen una resistencia tal a los andrógenos que no presentan una ventaja competitiva. La solución para las deportistas trans e intersex que sobrepasan este límite y quieran poder competir en categorías femeninas: reducir médicamente sus niveles endógenos de testosterona.

La política centrada en la testosterona ha generado muchas críticas, no solamente por ser discriminatoria para las atletas trans e intersex, sino por parte de quienes se oponen fervientemente a que, incluso reduciendo sus niveles de testosterona, las atletas trans compitan en categorías femeninas. La organización española Alianza Contra el Borrado de las Mujeres demanda juego limpio vía tuit en 2021 y denuncia que «sobra testosterona en el deporte femenino porque @Olympics y las leyes de autodeterminación del sexo permiten a varones competir contra mujeres». Incluso publica un vídeo rotulado Testosterona Alert, en el que van sucediéndose nombres e imágenes de deportistas trans, acompañadas de un medidor de testosterona.

Más allá del paradójico y reiterado hecho de deslegitimar y acusar a las mujeres trans en vez de problematizar el sistema sexo-género, en este caso, bajo el mandato de la supremacía física y deportiva absoluta de los hombres sobre las mujeres, la asunción de que la testosterona determina el rendimiento deportivo parece cuestionable. Esta es la conclusión a la que llegan Healy et al. (2014), tras analizar los niveles de testosterona en sangre de 693 atletas de élite de quince categorías deportivas después de la competición. A pesar de las diferencias en el nivel medio de testosterona entre las y los atletas, debido al solapamiento de los rangos de concentraciones y a la inexistencia de separación clara entre los niveles de testosterona de unos y otras,[3] califican de insostenible la decisión del COI de limitar la participación a las atletas de élite con un nivel normal de testosterona.

Tanto es así, que en noviembre de 2021 el COI publica un nuevo marco, Marco del COI sobre Equidad, Inclusión y No Discriminación sobre la base de la Identidad de Género y las Variaciones de Sexo, en el que se desdice del anterior. Considera que no se puede excluir a ninguna atleta de la competición por ser trans o intersex, ni por supuestas ventajas injustas científicamente no demostradas. No obstante, pese a instar a las federaciones internacionales y a otras organizaciones deportivas a tener en cuenta el marco, no es un marco regulador y el COI deja en sus manos decidir los criterios y normas a seguir.

Las respuestas no se han hecho esperar. La World Rugby prohíbe a las deportistas trans competir en categorías femeninas, igual que la Unión Ciclista Internacional (UCI), quien les permite competir en una serie de pruebas no profesionalizadas, en la irónicamente renombrada categoría Hombres/Abierto (Men/Open). Tanto la World Athletics como la World Aquatics establecen que las atletas trans solo podrán competir si no han experimentado ningún elemento de pubertad masculina antes de los doce años —y la segunda añade: y mantenido los niveles de testosterona en sangre por debajo de 2,5 nmol/L desde entonces—; es decir, prohíben a las deportistas trans competir. En el caso de las deportistas intersex que no tengan insensibilidad completa a los andrógenos, la World Athletics obliga a mantener los niveles de testosterona por debajo de los 2,5 nmol/L y la World Aquatics es todavía más restrictiva.

Hay tantas diferencias entre las disciplinas deportivas, entre las múltiples capacidades físicas —incluso dentro de ambas— profundamente influidas por el entrenamiento, y no físicas, y en las condiciones materiales y estructurales que contribuyen al rendimiento deportivo, que la idea de que la testosterona es su ingrediente principal es «francamente absurda» (Jordan-Young y Karkazis, 2019: 164). La política que excluye a las deportistas en base a supuestos e impuestos niveles de testosterona se inscribe en una larga tradición de persecución a las mujeres en el deporte. Esta política, mezcla de ciencia y mito, se inserta en una organización social del deporte binaria y patriarcal, en un mundo que claramente excede el binarismo.

Problematizando causalidades: agresividad, poder e identidad

En las últimas décadas el poder genético-hormonal cuasiabsoluto y fijador en relación a la configuración cerebral, identitaria y comportamental ha sido cuestionado. Por un lado, aunque los genes y las hormonas esteroides afectan el cerebro, lo hacen entrelazadas con multitud de factores epigenéticos, fisiológicos y ambientales, como el género y el estatus socioeconómico, que operan e interactúan de manera múltiple a nivel cerebral. Por otro, no existe tal cosa como un cerebro femenino/cerebro masculino: ni las medidas cerebrales —tanto a nivel estructural como funcional— son sexualmente dimórficas, debido al solapamiento, mayormente amplio, entre mujeres y hombres cis, lo que significa que las diferencias entre amb*s, en general, son pequeñas; ni los cerebros parecen ser internamente consistentes, sino que presentan variabilidad de características más comunes en mujeres cis, más comunes en hombres cis y comunes en amb*s. De modo que cada cerebro es un mosaico de diferencias único, particular y cambiante (Fine, 2017; Sanchis-Segura, 2020).

Este solapamiento sustancial se ha observado también en la mayoría de variables cognitivas, comportamentales y de personalidad, de manera que las diferencias grupales entre mujeres y hombres, en general, son pequeñas o triviales. Hay algunas excepciones, como la rotación mental o la agresión física, y evidencias de que estas diferencias son dependientes del aprendizaje y el contexto (Hyde, 2014).

Jordan-Young y Karkazis (2019) analizan los principales estudios criminológicos que han ayudado a establecer la idea de que la testosterona en los hombres causa o conduce a la violencia y la agresividad.[4] Constatan que, además de definir este vínculo como «débil» e «inconcluyente», estos estudios presentan gran problematicidad conceptual y metodológica y las evidencias a menudo no respaldan la hipótesis; mientras que los estudios que cumplen los criterios de excelencia han encontrado que la testosterona no tiene ningún efecto en el comportamiento ni en los sentimientos agresivos. Incluso la versión evolutiva moderna que presenta a la testosterona como cómplice en vez de como perpetradora es para las autoras un «hecho zombie»: un hecho que no muere, por mucho que nuevos estudios lo refuten y nuevos modelos lo reinterpreten.

Las hormonas no causan el comportamiento, ayudan a ajustar nuestro comportamiento a determinados contextos y situaciones, son parte de nuestra habilidad, de nuestra biología dinámica para responder al medio físico, social y cultural. Hay una relación de entrelazamiento entre las hormonas y el medio: el contexto social modula los niveles hormonales, que influyen en el comportamiento, que afecta a su vez el resultado social, que modula los niveles hormonales, etc. (Fine, 2017). Los niveles hormonales cambian influidos por una multiplicidad de factores, que incluyen el ciclo menstrual, la menopausia, la estación del año, el momento del día, la edad, las actividades y comportamientos propios y los de l*s demás, factores fisiológicos o fármacos. Esta variabilidad hormonal, además, se da en cada cuerpo: cada perfil hormonal es único y cambiante.

Vivimos en un sistema en el que los estereotipos y las normas de género lo atraviesan todo. Una de estas normas promueve la agresividad en los hombres y la penaliza en las mujeres. La noción de que la testosterona es la cómplice de la mayor agresividad masculina y la violencia cisheteropatriarcal oscurece el carácter estructural y sistémico de esta violencia, anclándola en la incapacidad de gestión de algunos hombres de sus niveles de testosterona. De esta forma, no solo obvia el modo en el que las estructuras y normas sociales son literalmente incorporadas, configurando el cerebro y el sistema endocrino, sino que dificulta su transformación. En palabras de Fine: «El gran error es confundir la persistencia del statu quo con los dictados de la testosterona» (2017: 150, traducción propia).

Los efectos sociales del género en la biología hormonal se han observado con relación a diversos comportamientos, incluidas la agresividad y el ejercicio de poder. Van Anders et al. (2015) realizaron un experimento con mujeres y hombres que tienen que ejercer poder (un tipo de competición) despidiendo un empleado, y midieron sus niveles de testosterona antes y después. Independientemente del modo en el que lo realizaron (de forma estereotípicamente masculina o femenina), el ejercicio de poder aumentaba los niveles de testosterona en mujeres, pero no en hombres.[5] Las autoras concluyen que hay una relación del género a la testosterona mediada por el comportamiento competitivo. Es decir, que es la competición, más que la masculinidad, la que modula la testosterona y que las normas de género que impulsan a los hombres a ejercer poder, y a las mujeres a evitarlo, junto a factores hereditarios, podrían explicar por qué los niveles de testosterona son más altos en hombres.

Las identidades sexo-genéricas, fenómenos culturales que se entretejen en el cuerpo, fenómenos complejos en los que participan múltiples dimensiones entrelazadas (histórica, social, cultural, biológica, política, discursiva, tecnológica), están profundamente influidas por las normas y expectativas de género. Esto no quiere decir que no podamos subvertirlas y transformarlas, también en nuestros cuerpos e identidades, pero sí que, desde que nacemos, van siendo incorporadas hasta el sistema nervioso central, almacenadas en la memoria y ligadas al desarrollo emocional a través de la interacción con las/os cuidadoras/os y otras/os, es decir, mediante el tacto, el lenguaje, el movimiento, la expresión facial, el afecto y los colores, juguetes y ropas, etc. (Fausto-Sterling, 2020). Aunque la mayoría de niñ*s afirman una identidad sexo-genérica en torno a los tres años, la identidad se desarrolla en un proceso dinámico de por vida, con más o menos estabilidad o fluidez según los casos. Mientras que en algunas personas cambia la identidad y/o la categoría para denominarla, y otras alternan, con muy diversas frecuencias, distintas identidades, a menudo la categoría identitaria permanece constante a lo largo de la vida. Pero en todos los casos acontecen cambios en la anatomía, la fisiología, la subjetividad, las experiencias e incluso la identidad.

Conclusión: entrelazamiento, multiplicidad y devenir

Deshacer el nudo hormonal esencialista y heteropatriarcal requiere repensar las hormonas a la luz de tres conceptos clave: multiplicidad, entrelazamiento y devenir. La metáfora hormonas sexuales, núcleo de este nudo, queda desarticulada cuando se evidencia la multiplicidad constitutiva de los esteroides, tanto en lo que respecta a su origen, función, efectos en los cuerpos y subjetividades como a los niveles y perfiles hormonales corporales. Esta multiplicidad desintegra no solo su conceptualización binaria, dicotómica y heteronormativa, sino su mismo carácter sexo-genérico.

Los análisis feministas han problematizado también causalidades y reconceptualizado la actuación de las hormonas esteroides en relación con diversos comportamientos, que se da a través de su entrelazamiento con el medio, en un proceso continuo y dinámico, en el que el medio físico, social y cultural, configurado relevantemente por el género, la raza, la clase, etc., modula los niveles hormonales que influyen en el comportamiento. Las hormonas esteroides, aunque relevantes, son uno de los múltiples elementos biológicos, sociales, culturales, históricos, discursivos, políticos y tecnológicos que, entrelazados, participan en el complejo proceso de co-constitución y desarrollo de las identidades sexo-genéricas. Del mismo modo, cambian y evolucionan, es decir, igual que las identidades, están en devenir.

Ya va siendo hora de que desterremos la hegemonía de la testosterona, y todo lo que ella condensa, de nuestro (in)consciente, lenguaje e imaginario colectivo, ya que blanquea, reproduce y apuntala el orden cisheteropatriarcal.

Referencias
Fausto-Sterling, Anne (2020). Cuerpos sexuados. La política de género y la construcción de la sexualidad. Santa Cruz de Tenerife: Melusina.

Fine, Cordelia (2017). Testosterone Rex: Unmaking the Myths of Our Gendered Minds. Londres: Icon Books.

Healy, Marie L.; Gibney, James; Pentecost, Claire, Wheeler, M. J. y Sonksen, Peter H. (2014). “Endocrine profiles in 693 elite athletes in the postcompetition setting” Clinical Endocrinology, 81(2), pp. 294-305.

Hooven, Carole (2021). The story of testosterone, the hormone that dominates and divides us. Nueva York: Henry Holt and Company.

Hyde, Janet S. (2014). “Gender similarities and differences”. Annual Review of Psychology, 65, pp. 373–398. California.

Jordan-Young, Rebecca M. y Karkazis, Katrina (2019). Testosterone: An unauthorized biography. Harvard University Press.

Missé, Miquel y Fernández, Sam (2018). “Desordenar el género: identidad, cuerpos, medicina y hormonas”. Barcelona: Centre de Cultura Contemporània. Recuperado de https://www.cccb.org/es/multimedia/videos/miquel-misse-y-sam-fernandez/230059

Oudshoorn, Nelly (2005). Beyond the Natural Body. An Archeology of Sex Hormones. Londres: Routledge.

Sanchis-Segura, Carla (2020). “Cerebros masculinos y femeninos. ¿Mito o realidad?” Valencia: Mètode, 107, pp. 15-22.

Swaab, Dick F. y Bao, Ai-Min (2013). “Sexual differentiation of the human brain in relation to gender-identity, sexual orientation, and neuropsychiatric disorders”. En

Donald W. Pfaff (ed.), Neuroscience in the 21st Century. From Basic to Clinical (pp. 2973–2998). Nueva York: Springer. doi:10.1007/978-1-4614-1997-6_115

Van Anders, Sari M., Steiger, Jeffrey y Goldey, Katherine L. (2015). “Effects of gendered behavior on testosterone in women and men”, Proceedings of the National Academy of Sciences, 112(45), 13805-13810. Washington: PNAS.

[Fuente: Viento Sur. Maite Arraiza es doctora en Filosofía por la UPV/EHU, investigadora posdoctoral en la Università Pegaso y activista feminista]

Notas

  1. Miquel Missé y Sam Fernández realizaron este experimento en 2018, cuando el contraste era aún más acusado. Véase https://www.cccb.org/es/multimedia/videos/miquel-misse-y-sam-fernandez/230059.
  2. Aunque los niveles de testosterona varían dependiendo de una multiplicidad de factores, y cantidades pequeñas pueden tener efectos grandes, la concentración de testosterona en circulación es, de media, notablemente mayor en hombres que en mujeres; pero el 10-15% de solapamiento entre los niveles de mujeres y hombres implica que los niveles de testosterona no son dimórficos (Fine, 2017; Jordan-Young y Karkazis, 2019).
  3. Los niveles del 16,5% de los hombres estaban por debajo del rango masculino típico, mientras que los del 13,7% de las mujeres por encima del rango femenino típico. Los del 4,7% de estas deportistas entraban dentro del rango masculino típico, y los de tres de ellas estaban en el límite superior del mismo.
  4. Analizan, fundamentalmente, cómo la testosterona ha sido empleada para esencializar la raza y la clase.
  5. Esto podría deberse, por un lado, a que los niveles de base de testosterona más bajos son más fáciles de aumentar que los altos. Por otro, la alta frecuencia competitiva –fomentada en este caso por las normas de género– podría reducir la sensibilidad a eventos competitivos cotidianos, mitigando la respuesta de la testosterona a los mismos; en los más infrecuentes sí se observa un aumento de la testosterona. Así, consideraciones evolutivas podrían constreñir la modulación social de la testosterona.

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2024

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