¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joaquín Urías
El problema de la inmigración
Las cifras son claras. El racismo también. Los extranjeros no molestan. Somos conscientes de que son necesarios para nuestra economía. Lo que molesta es que sean musulmanes o negros
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Nadie con un mínimo de decencia intelectual puede negar que la inmigración ilegal hacia nuestro país, especialmente la que viene desde África, es un problema de primera magnitud. Como sociedad tenemos un problema y es absurdo tratar de negarlo. Es posible, sin embargo, que discrepemos a propósito de cuál es el verdadero problema en relación con la inmigración.
El primer gran problema de la inmigración es que da pie a una manipulación mediática nunca antes experimentada. Se han creado toda una serie de falsas certezas sobre los inmigrantes que exacerba los bajos instintos de una España cada vez más cargada de odio. La percepción social sobre estas personas impulsa sentimientos en los que está ausente la más mínima sensación de humanidad. La realidad y los datos desmienten la mayor parte de las asunciones que nuestra ciudadanía tiene por indiscutibles.
Cuando se habla de inmigración ilegal, posiblemente vengan a nuestra cabeza las imágenes impactantes de barcas y cayucos cargados de personas negras llegando a las islas Canarias. Sin duda se trata de algo noticioso, pero es solo una parte muy reducida de la realidad y esa visión parcial contribuye trágicamente a desarrollar nuestros prejuicios.
En realidad, la inmensa mayoría de inmigrantes sin documentos que llegan a España no lo hacen por la costa, sino por el aeropuerto de Barajas. Y el país de donde más personas llegan no es ninguno africano, sino que es Venezuela, junto a Colombia y Honduras. Viven en España más ucranianos que subsaharianos, pero seguramente el color de su piel los hace menos destacables. Los prejuicios nos llevan a sobreestimar lo llamativo y a despreciar los datos. La gran mayoría de extranjeros que viven en España, y que resultan esenciales para nuestra economía y nuestro crecimiento demográfico, lo hacen con todos los papeles en regla. No llegan ni al diez por ciento quienes permanecen aquí de manera ilegal. Y es una cifra que no deja de bajar. La cifra de personas en situación irregular actual es menos de un tercio de la que había en 2015.
Los mitos xenófobos han conseguido crear miedos que carecen de toda base. Es un tópico disparatado creer que los inmigrantes sin papeles son negros y musulmanes que pueden acabar con nuestra cultura. Lo cierto es que la mayor parte de las personas en situación irregular habla español y es cristiana. Menos del diez por ciento de los inmigrantes indocumentados han llegado de África o el Magreb. Es decir, por cada ocho latinos que reside sin papeles en España, hay solo un africano o magrebí. Lo que sucede es que las personas de América central o del sur comparten con nosotros religión e idioma. Por eso apenas molestan, porque no son tan diferentes. Padecen también xenofobia, pero en general no representan la idea del migrante amenazador. Hay algún berraco ignorante que se indigna al oír el acento latino (e incluso el canario, que no es capaz de identificar como auténtico español), pero no integran el imaginario del inmigrante al que se teme. El miedo y el odio se ceban en otros, de modo que el rechazo a quienes llegan de fuera tiene importantes componentes clasistas y racistas.
La deshumanización más evidente es el desprecio a los menores no acompañados. La ultraderecha ha convertido a estos niños y adolescentes en el objetivo de sus políticas y los acusa sin ningún dato de que van a violar a nuestras mujeres. Y no se refieren a los casi 1.800 menores no acompañados provenientes de Ucrania que acogemos en nuestra tierra, sino –especialmente– a los pocos centenares de chicos negros que han ido llegando a las islas Canarias tras peligrosas travesías por el océano.
Porque el odio se ceba en musulmanes y africanos. Un paseo por la red social X, por el Telegram de Alvise o por las cuentas de Forocoches permite recopilar miles de mensajes alarmistas acerca de que los marroquíes vienen a violar a nuestras mujeres, que la mayoría de los delitos los cometen africanos o que nuestros políticos hacen la ola a los musulmanes que viven en España. Es todo falso. Los números demuestran que nada de esto es verdad. El porcentaje de delitos cometidos por musulmanes o africanos no es mayor que el de la población española del mismo sexo o edad. Si se manipulan las cifras ocultando datos de género y edad y se incluye a todas las personas nacidas fuera de España es posible construir titulares sobre una supuesta tasa de delincuencia de los extranjeros superior a la española. Es falsa. Resulta curioso que en esas estadísticas se incluyen los delitos cometidos por turistas borrachos y todo tipo de residentes extranjeros. Los manipuladores racistas parecen olvidar que tenemos medio millón de ingleses e italianos y trescientos mil alemanes viviendo permanentemente en nuestro país. Entre los llamados inmigrantes hay que contar a esos millones de europeos. Y entre los delitos de autor extranjero, los que cometen los millones de turistas que llegan cada año. Las cifras están manipuladas pero han conseguido crear alarma social y hasta personas de buena fe acaban convencidas de que es peligroso acoger en nuestro país a tantas personas venidas de fuera. Se guían por instintos primarios sin darse cuenta de que sus conclusiones son a menudo absurdas. ¿Quizás deberíamos prohibir el turismo para bajar las tasas de delincuencia?
Casualmente, los mismos que dicen que la violencia no tiene género creen que sí tiene raza. Entre la derecha española —incluyendo personas formadas y con cierta cultura como jueces y fiscales— ha triunfado la idea de que los delitos los cometen por igual hombres y mujeres, pero los extranjeros delinquen más. Es el mundo al revés. Las estadísticas oficiales demuestran que los hombres delinquen cinco veces más que las mujeres, pero nuestros derechistas de barra de bar se niegan en rotundo a cualquier medida que aspire a prevenir especialmente delitos cometidos por personas de género masculino. Están en contra de educar a los hombres. Mucho más de castigarlos de un modo más grave que a las mujeres. Ni se plantean otras medidas. Sin embargo, cualquier estadística manipulada que dé a entender que los extranjeros —vengan de donde vengan— delinquen más les sirve para exigir inmediatamente la deportación de “todos los negros y los moros”.
Los prejuicios no nos dejan ver la realidad. Muchos españoles, por ejemplo, siguen convencidos de que los inmigrantes sin papeles son hombres jóvenes. Los números demuestran, inapelables, que las mujeres son mayoritarias en la población inmigrante irregular de nuestro país. Pero a quién le importa la realidad, si puedes descargar tus frustraciones como ciudadano en los inmigrantes más débiles. Es más fácil culpar al vulnerable, al diferente, que aceptar la realidad de que quienes crean la pobreza y la frustración son en realidad quienes te explotan. Los causantes de la pobreza y la desigualdad son, con frecuencia, aquellas personas que aparecen como modelos sociales y a las que quienes odian a los extranjeros, aspiran a parecerse. El racismo y la xenofobia sirven de válvula social para dirigir el odio contra los débiles en vez de contra quienes se aprovechan de nosotros.
Las cifras son claras. El racismo también. En realidad no molestan los extranjeros en sí mismos. Somos conscientes de que son necesarios para nuestra economía, ya sea como trabajadores, ya como turistas. Lo que molesta es que sean musulmanes o negros. El racismo se sustenta en el odio al diferente. Quienes dicen que están solo contra la inmigración ilegal casualmente solo se acuerdan de eso frente a personas de otra raza. Jamás frente a los británicos que viven sin permiso en nuestras costas y raramente frente a las mujeres sudamericanas que cuidan a nuestros mayores. El mismo odio que llevó hace décadas a perseguir a gitanos o judíos se ceba ahora en los niños migrantes, deshumanizando a unos pocos chavales de fuera para volcar sobre ellos toda nuestra maldad reprimida. Por eso tenemos un problema con la inmigración, porque nos está volviendo una sociedad basada en bulos, en la que crece el racismo y donde los derechos humanos han dejado de ser el faro que nos guía.
El segundo problema es mucho más grave: hay miles de personas muriendo por llegar a nuestra tierra. Cada día del año pasado murieron cuatro personas camino de nuestro país. Once personas al día intentando llegar a Europa. Eso son miles de familias rotas. Madres que no podrán enterrar a sus hijos. Familias hundidas en el mar. Cuerpos humanos convertidos en comida para peces. Una tragedia inasumible para cualquier persona decente porque es la negación misma de la humanidad: no mueren por gusto. Ni siquiera estrictamente por necesidad. Mueren por el hambre o la guerra, que los llevan a huir de su lugar de nacimiento, pero también por decisiones que tomamos nosotros como sociedad, al cerrarles la posibilidad de viajar por vías seguras y legales.
Desgraciadamente, en estos momentos en España no es posible siquiera abrir el debate de cómo salvar algunas de esas vidas. A base de mentiras, gran parte de nuestra ciudadanía se ha vuelto xenófoba y racista. Ha perdido toda empatía por otros seres humanos y ha caído en la trampa de creer que se está produciendo una invasión que no existe más que en su imaginación.
[Fuente: Ctxt]
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2024