La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
¿Qué hacer? Reflexiones para la izquierda hoy
La aparición en España de Podemos como producto del 15-M marcó un hito. Un sector de la izquierda —no sólo en España— tomaba nota de que la oligarquía dominante llevaba un par de décadas erosionando el consenso interclasista de la postguerra establecido en 1945 y adoptado en la España posfranquista. Las clases trabajadoras y populares ni siquiera habían dado ningún pretexto para que los poderosos rompieran unilateralmente la baraja. Más bien al contrario: habían aceptado con docilidad las imposiciones neoliberales desde finales de los años setenta, los retrocesos en derechos sociales, el aumento del poder del gran capital privado con las privatizaciones, las desregulaciones y la creciente inequidad fiscal, con la pérdida de peso de lo público, etc.
La salida de la crisis financiera de 2007 con una intervención pública masiva a favor de la banca privada y la imposición de austeridad a los más pobres se vivió en algunos sectores populares radicalizados como la gota que colma el vaso. En varios países surgieron movimientos de «indignados» que, a la vez que denunciaban esos abusos del gran capital, ponían en cuestión no sólo la moderación de las políticas de la socialdemocracia, sino también la subalternidad resignada de quienes se situaban a su izquierda. Irrumpieron en la escena política con una clara voluntad de sacudir el marasmo en el cual la izquierda-a-la-izquierda-de-la-socialdemocracia se había instalado. En España Podemos mostró, con sus primeros éxitos electorales (hasta algo más del 24% de los votos), que una parte nada desdeñable de la población aplaudía ese discurso y apoyaba la voluntad de romper el monopolio del bipartidismo —como expresión del consenso interclasista dominante— y abrir una nueva etapa de pugnacidad popular, resumida en el lema de «asaltar los cielos».
Hoy en día lo que podríamos convenir en llamar la nueva izquierda se encuentra ante una crisis grave de la cual no saldrá fácilmente si no es capaz de hacer un diagnóstico acertado de la coyuntura sociopolítica. A mi juicio, no se puede hacer política alternativa o revolucionaria si no se pone la crisis ecológica en el centro mismo de la estrategia. No como «un problema» más, sino como el eje en torno al cual debe girar toda la política. Ni Podemos ni Sumar parecen haberlo comprendido.
Poner la crisis ecológica en el centro no significa ignorar la lucha de clases. Muy al contrario. Pueden preverse luchas enconadas por recursos crecientemente escasos en unas sociedades atravesadas por desigualdades extremas. El resultado no puede ser otro que el conflicto social, y seguramente en formas inéditas que requerirán imaginación innovadora.
¿Cómo se nos presentan hoy los actores en presencia? En un extremo se sitúa el gran capital, que ha acaparado —sobre todo en cuatro decenios de contrarrevolución neoliberal— un poder gigantesco a escala mundial añadiendo a su control de los sectores tradicionales de la economía el control de un conjunto de técnicas y mecanismos, especialmente la financiarización y el sector de la comunicación y la digitalización (reforzado por la inteligencia artificial). A esto hay que añadir una mayor división internacional del trabajo hasta extremos que convierten la economía mundial en un sistema interdependiente en el que no se puede mover una ficha en un lugar cualquiera del mundo sin que quede afectado el conjunto; de tal manera que los componentes del sistema (los países, las regiones…) no pueden plantearse iniciativas autónomas sin que automáticamente entre en crisis el conjunto. La lucha política popular se hace así más difícil, porque cada iniciativa local de cambio puede verse ahogada por la rigidez del conjunto. En este contexto, la lógica del capital —acaparar más y más sectores y acumular, acumular, acumular— adquiere una dinámica imparable y aumenta su peligrosidad ecológica y social en un planeta finito.
Frente a este poder se alza un movimiento alternativo ecologista y/o ecosocialista consciente del peligro existencial del momento y dotado de un proyecto que propone detener y revertir el crecimiento económico y reconstruir la vida social sobre bases nuevas, que se pueden resumir en economía estacionaria de las necesidades y adaptación de las actividades productivas humanas a las condiciones y a los límites medioambientales. Este proyecto va asociado a una transformación radical de los estilos de vida en la línea de la contención y la frugalidad: la austeridad, si se quiere llamar así, pero muy distinta de la impuesta quince años atrás. Ahora bien, este segundo actor es débil, mucho más débil que el primero. Quienes hablan de «hegemonía verde» se engañan. Confunden el hecho de que hoy no se puede negar la crisis ecológica —y todo el mundo se declara verde— con la capacidad de influir de verdad en la realidad social, que sigue siendo exclusiva de los grandes poderes productivistas y extractivistas.
Entre estos dos actores sociales, el gran capital y el ecologismo social, hay una mayoría de la población en la que se mezclan actitudes y posiciones que van desde la protesta de un sector negacionista, xenófobo, racista, inclinado a fórmulas antidemocráticas y fascistizantes, hasta gentes de inclinaciones democráticas, cada vez más sensibilizadas por los asuntos ambientales, pero poco proclives a aceptar soluciones ecosocialistas radicales porque siguen confiando en que los estilos de vida dominantes en el Occidente capitalista podrán mantenerse mediante las reformas oportunas que, con una transición energética a las renovables, permitirán seguir viviendo con facilidades y comodidades parecidas a las que hoy están al alcance de esas «clases medias» que constituyen la mayoría social.
En un panorama sociológico así, es prácticamente imposible construir a corto plazo un bloque social con un programa ecosocialista radical, que es lo que necesitamos. Esta masa intermedia puede oscilar hacia la derecha cuando se toman medidas con un componente ecologista que afecta a sus intereses inmediatos, como se ha visto en Francia con los «chalecos amarillos» y en varios países europeos con las tractoradas de campesinos hostiles a las prohibiciones de insumos químicos tóxicos en la agricultura. (Claro que se puede argumentar, con razón, que los gobiernos, cuando toman medidas ambientales restrictivas, deben actuar con habilidad, diálogo y medidas económicas compensatorias —por ejemplo, con mayor presión fiscal sobre los sectores más contaminantes y energívoros para poder apoyar con subsidios a los sectores esenciales a proteger—. El problema se puede gestionar mejor, pero existe y no se puede ignorar.) Dicho de otra manera: el gran capital productivista tiene muchas posibilidades de establecer alianzas con estos sectores intermedios —o parte de ellos—, incluso con fórmulas ultraderechistas, e impedir la formación del bloque ecosocialista, justamente porque los estilos de vida consumistas (que los ecosocialistas rechazan) son atractivos para mucha gente.
¿Qué hacer en una situación como esta? Predicar la austeridad es impopular, en todas sus formas (incluyendo la del decrecimiento). No es previsible que surjan mayorías a favor del ecosocialismo —inevitablemente asociado a alguna forma de austeridad— mientras las promesas consumistas sean verosímiles. Pero este mismo razonamiento nos indica por dónde puede aparecer un cambio en las mentalidades: si la crisis energética y de recursos, si las catástrofes climáticas y si otros efectos de la depredación ecológica se combinan para degradar las condiciones de vida en un grado suficientemente grave, el programa ecosocialista e incluso decrecentista puede ser percibido como la solución.
Esta degradación de las condiciones de vida ha empezado ya. El Instituto de Potsdam para el estudio del cambio climático (PIK) ha publicado recientemente un estudio que relaciona la emergencia climática con el PIB y concluye que la factura del cambio climático en la economía mundial ya supera los 35 billones de euros anuales, seis veces más de lo que cuesta reducir las emisiones de CO₂. «Incluso si las emisiones de CO₂ se redujeran drásticamente a partir de hoy, la economía mundial ya está comprometida con una reducción de ingresos del 19% hasta 2050 debido al cambio climático», añade el estudio. Esta conclusión expresa con cifras algo que ya sospechábamos: que los daños provocados por huracanes, inundaciones, sequías y otros fenómenos meteorológicos extremos (cosechas perdidas, edificios destruidos, infraestructuras dañadas, instalaciones aniquiladas, etc.) nos hacen más pobres. El instituto de Potsdam lo cuantifica. Incluso con un indicador tan discutible como el PIB —que más bien tiende a minusvalorar los daños físicos—, tenemos en el citado estudio una aproximación cuantitativa al proceso de empobrecimiento que se nos viene encima.
A los efectos del cambio climático deberán añadirse los costes de una reconversión económica masiva de prácticamente todos los sectores productivos para superar la crisis ecológica, con todas las incertidumbres asociadas a cambios de gran calado como los que serían necesarios para reconstruir la economía sobre bases socioecológicas saludables y, a la vez, para ir reduciendo los efectos más letales del cambio climático. Así pues, vamos sabiendo cada vez mejor que los daños ecológicos, empezando por los climáticos, tienen un precio, que habrá que pagar y que ya estamos pagando. Dicho en plata: ya nos estamos empobreciendo. Este empobrecimiento tiene muchas caras, no todas ellas ecológicas: el tema es demasiado complejo para entrar aquí en más detalles. Valga, para ilustrarlo, el ejemplo de la vivienda: las políticas privatistas y las prácticas especulativas inciden en el encarecimiento de la vivienda, suponiendo un recorte substancial de los ingresos de buena parte de la población, y por tanto un empobrecimiento. Esto refuerza la idea de que para protegerse de los males que amenazan hay que librar una lucha tanto a favor del ecologismo como contra el capitalismo.
La gente no parece ser consciente de que vamos de cabeza hacia un empobrecimiento si las cosas siguen igual que ahora; por eso es tan difícil constituir el bloque social por la sostenibilidad y la justicia social con una perspectiva ecosocialista. Las promesas consumistas son aún creíbles. Pero van a dejar de serlo, ya sea de manera gradual o brusca. No se deben descartar en modo alguno los posibles cortocircuitos bruscos causados por interrupciones del suministro de combustible, materias primas esenciales, fertilizantes, componentes industriales o incluso alimentos. Las guerras pueden contribuir a ello, y el belicismo creciente es una pésima noticia; pero no sólo las guerras. Los efectos de estos factores serían variantes del «aprendizaje por shock»: percibir de manera palpable, en carne propia, que terminó la época de las vacas gordas tiene una capacidad pedagógica insustituible.
Todo esto puede evolucionar de maneras muy distintas: más bruscas o más lentas, pero también con pesos variables de unas y otras fuerzas. Un peligro nada desdeñable es que la extrema derecha adquiera un peso dominante debido en gran parte al clima de inquietud e incertidumbre causado por la debacle climática y sus amenazas. En cualquier caso, es previsible un periodo de conflictos y turbulencias lleno de riesgos. La izquierda debe prepararse para situaciones de alta conflictividad de este tipo, debe tener presente esta posibilidad para imaginar políticas eficaces contra estos riesgos, con propuestas a la vez audaces y capaces de concitar amplios consensos. La extrema derecha no se combate con paños calientes, sino con políticas valientes que aborden de verdad la solución de los problemas de fondo.
Vivimos en precario, y no debemos ocultarlo a la gente, como pretenden muchas voces de la izquierda. Y es ahí donde conviene evaluar hacia dónde debe ir esa izquierda. Creo, ante todo, que las políticas que Podemos y Sumar han hecho desde el gobierno de coalición —el primer gobierno de la historia de España (si exceptuamos la guerra civil), en el que ha habido ministros de la izquierda radical— han sido substancialmente adecuadas. Han sido políticas reformistas de defensa de los intereses populares: aumento del salario mínimo, mejora de la estabilidad laboral, mejoras en la contratación laboral, escudos defensivos para los más necesitados durante la pandemia (ingreso mínimo vital, ERTEs y otras), etc. Podemos y Sumar han acreditado que desde el gobierno estatal se pueden lograr mejoras inmediatas, lo cual es un antídoto contra el fatalismo resignado. Y han acreditado también que son una garantía para que el PSOE acepte aplicar medidas reformistas valientes que seguramente no aplicaría sin la presión de esa izquierda. Harina de otro costal son las políticas exterior y migratoria.
Pero es peligroso quedarse en el acierto de esas medidas y dar la impresión de que se puede seguir avanzando hacia más mejoras materiales en un marco socioecológico como el actual. Y es peligroso simplemente porque no es verdad. En cambio, hay que explicar que se puede vivir mejor con menos ingresos pero sólo con cambios radicales, que se resumen en reestructurar la economía eliminando inversiones de sectores no esenciales y reorientándolas hacia la satisfacción, para todos, de las 5 necesidades básicas: 1) alimentación sana y suficiente, 2) vivienda digna, 3) atención sanitaria para todos, 4) protección frente a la vejez y las inclemencias de la vida, y 5) acceso a la escolarización y la cultura. Hay consumos de los que se puede prescindir: automóvil privado, viajes en avión, exceso de carne roja en la dieta, digitalización innecesaria o redundante… Añada cada uno a esta lista los bienes y servicios que le parezcan prescindibles.
Recapitulemos y concluyamos. El crecimiento capitalista nos encamina a un desastre económico y ecológico que sólo puede detenerse con medidas drásticas —algo así como una economía de guerra— que difícilmente serán aceptadas si las poblaciones no viven en carne propia el declive económico, sea gradualmente o de golpe. Sólo así parece viable reunir la masa crítica de voluntades que permita construir el bloque social alternativo requerido para cambiar de rumbo. La tarea es hoy prepararse para estar en condiciones de aprovechar las ocasiones de crisis o declive económico que se presenten en el futuro. La preparación tiene dos patas. La primera es hacer políticas inmediatas como las que han hecho desde el gobierno de España Podemos y Sumar. Éstas no sólo logran mejorar, poco o mucho, la vida diaria de la gente, sino que empoderan a la ciudadanía mostrando con hechos que «unidas podemos», podemos lograr resultados tangibles, y que la política es útil. La segunda pata apela a la iniciativa de la ciudadanía en la sociedad. Sea cual sea la evolución de las cosas, las salidas justas, democráticas, solidarias serán tanto más plausibles cuanto más se haya desarrollado el tejido asociativo, las asociaciones de vecinos, las actividades culturales y recreativas que fomenten la colaboración vecinal, juvenil, etc., una cohesión social, en suma, que facilite la difusión de valores y prácticas colaborativas y facilite pararle los pies al fascismo. Añádase a esto todo lo que tiene que ver con la construcción de embriones de una economía social y solidaria, como las cooperativas de todo tipo o las comunas agroecológicas. Ni que decir tiene que esta segunda pata «social» debería buscar sinergias con la pata «política»: las administraciones pueden y deben ser facilitadoras de estas iniciativas sociales y económicas. Lograr avances en esta línea, aunque sean parciales, abriría unas perspectivas que hoy son difíciles de imaginar.
Y para desarrollar con éxito ambas patas, parece necesario contar con una organización, llámese partido, movimiento o como se quiera, con implantación territorial en todas partes donde se pueda, capaz de llevar adelante un proyecto tan complicado de salvación pública como el que supone salir del hoyo en que la civilización moderna ha metido a la especie humana.
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2024