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Albert Recio Andreu

Competitividad

Cuaderno de locuras: 11

Vuelve la palabra de orden que nunca nos abandona. Habitualmente, se usa para justificar que bajen los salarios, que se reduzcan derechos laborales y aumenten las prerrogativas empresariales (en este caso, competitividad se complementa con flexibilidad, que rima). A veces, también para justificar todo tipo de rebajas de costes empresariales (por ejemplo, para que se subvencione la electricidad). O para que se reduzcan impuestos, alegando que los impuestos altos alejan las inversiones.

Ahora ha reaparecido para explicarnos que Europa está muy mal, que en la liga de las grandes empresas nos quedamos atrás. Que cada vez representamos un porcentaje menor de la producción mundial. Algo, esto último, que sería lo normal si caemos en la cuenta de que los europeos somos una minoría de la población mundial, y en un mundo igualitario no deberíamos pesar más que otros. Lo nuevo es que se reconoce que la falta de competitividad se debe a que estamos perdiendo (más bien que están perdiendo, la mayoría de los europeos y las europeas pintamos poco) la batalla tecnológica, que el tren de las nuevas tecnologías basadas en la inteligencia artificial pasa por otros lares.

Ciertamente, la tecnología siempre ha sido un elemento clave en la creación de poder económico. Las naciones y las empresas que han dispuesto de tecnologías más avanzadas han conseguido posiciones de monopolio en los mercados mundiales. De hecho, una de las cuestiones que explica el desigual desarrollo de las economías nacionales es el tipo de especialización productiva y de organización tecnológica que mantienen. Y también se sabe que gran parte del desarrollo tecnológico es acumulativo, puesto que los avances de conocimientos también lo son.

Una parte de las tensiones político-militares actuales tienen que ver con esto. La globalización se pensó como una forma de abaratar costes, deslocalizando la producción hacia países «pobres», con mano de obra barata (e instituciones adecuadas para controlar y reprimir a estos trabajadores), mientras que el núcleo del negocio y la tecnología se quedarían en los centros imperiales. El sistema organizativo de las grandes empresas mundiales (por ejemplo Apple) obedece a este esquema. De hecho, se trataba de organizar una economía-mundo donde los grandes beneficios se concentran en el centro y las periferias suministran a bajo coste. Un esquema que ha funcionado en muchos campos, por ejemplo el de la producción agraria mundial. Pero este esquema ha fallado porque alguna de las periferias, especialmente China, no se ha limitado a ser un mero «maquilador» (como México), sino que ha dedicado grandes esfuerzos a desarrollar tecnología y empresas centrales propias. Y lo que en el diseño inicial era un mero subalterno se ha convertido en un rival de primera, poniendo en peligro todo el proyecto neoimperial. Los que diseñaron el proyecto subestimaron las capacidades intelectuales del país, y la capacidad de sus dirigentes de organizar una economía de alta sofisticación (es lo que tiene el racismo, que piensa que los demás siempre son inferiores). Y, ahora que se constata su fortaleza, se adopta la otra gran vía de presión imperial: la presión militar.

Los líderes europeos empiezan a sentirse nerviosos. Saben que no tienen el control de las nuevas tecnologías, y que su posición imperial está en peligro. Pero su capacidad de autocrítica parece limitada, y se centran en explicaciones que eluden temas importantes. La principal reflexión es que el problema de Europa es su falta de centralización. Lo que ha permitido a China y Estados Unidos dominar el nuevo paradigma tecnológico es el papel de políticas públicas para impulsar una investigación global. Muchas de estas investigaciones han estado ligadas al desarrollo militar y, en el caso chino, a las políticas de control social. Pero lamentarse de que Europa está poco centralizada es hipócrita. Todo el desarrollo de la Unión Europea ha estado basado en ir incorporando estados que en muchos casos tenían el interés de convertirse en buenos mercados para las empresas de países centrales (especialmente Alemania), y en una corona de suministros de actividades que no interesaba deslocalizar muy lejos (por ejemplo buena parte de la industria de componentes automovilísticos). Nunca hubo un proyecto global, de generar una unión cooperativa que favoreciera proyectos comunes. Gran parte del diseño de las políticas comunitarias se basaron precisamente en generar una unión competitiva y poco solidaria, basada sobre todo en la visión de las élites alemanas. Lo pudimos constatar la forma como se impusieron duras políticas de austeridad que en lugar de solucionar problemas los agravaron. La cultura de la austeridad de las élites alemanas (que practicaron un duro plan de ajuste antes de la crisis de 2008) les está pasando factura de muchas formas, entre otras en los fallos cada vez más evidentes de su propia red de infraestructuras.

Tratar ahora de recuperar el terreno en todo lo que representa la tecnología digital está ya fuera de las posibilidades de la Unión Europea. Y puede que sea una estupidez intentarlo (los deportistas de alta competición en carreras de fondo —atletismo, ciclismo, esquí— suelen tratar de aguantar al rival mientras tienen fuerzas; cuando es obvio que el rival se escapa, tratar de remontar suele agravar el desastre). En lugar de competir por la cabeza es mejor optar por alternativas, aplicar un análisis crítico de las nuevas tecnologías, de sus potencialidades y sus fallos. Sobre todo, cuando se trata de una tecnología que no sólo tiene aspectos preocupantes (y que seguramente fallará en muchos casos por los propios errores de diseño, que nunca son infalibles) sino que además es incompatible con el ajuste ecológico al que estamos enfrentados: una tecnología que consume elevadas dosis de energía, agua, y materiales, es todo menos sostenible. Más bien, lo que nos puede conducir a una guerra de consecuencias brutales son las nuevas luchas por el control de materiales y la tendencia a la automatización de la propia guerra. Por eso, lo que debería hacer una sociedad que ha perdido la competencia por lo digital es preocuparse por seleccionar en que aspectos puede ser útil esta familia tecnológica y concentrar los esfuerzos de investigación e innovación en todo lo que tiene que ver con la sostenibilidad y la garantía de la calidad de vida en un contexto frugal.

La insistencia en la competitividad europea puede tener además otras derivas inquietantes. Una, ya presente, es la de demandar un esfuerzo armamentístico en el que la investigación es una de las coartadas habituales. Otra, la de justificar nuevos recortes en políticas sociales para favorecer inversiones que «nos permitan recuperar la senda perdida». También para seguir postergando los urgentes ajustes ecológicos. Unas demandas que serán avaladas por un alud de informes que ya están preparando los think tanks y la red de consultoras que siempre avalan las demandas de la gran empresa. Por ello, también, no podemos asumir que la competitividad sea un marco aceptable para discutir las políticas tecnológicas que hacen falta.

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2024

La «otredad» política se fundamenta en algo enteramente distinto [a conseguir «bazas de representación política» más o menos amplias y más o menos honradamente gestionadas]: en la construcción de ámbitos públicos voluntarios de interrelación social, abiertos y, sobre todo, capaces de autodeterminarse. […] Su germen es el asociacionismo voluntario: la entrega voluntaria de actividad y tiempo personal puestos en común con otros para realizar objetivos compartidos.

Juan-Ramón Capella
«Otra manera de hacer política», Los ciudadanos siervos (1993)

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