La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Entre dos elecciones
Vivimos en un continuo ciclo electoral. Cada vez más parecido a las ligas deportivas que se repiten anualmente, y en las que lo único que importa es el resultado de cada equipo. Lo expresaba bien el escritor Javier Pérez Andújar: «Tantos discursos de televisión nos han hecho creer que la democracia consiste en elegir una canción que nos suene bien, y no en mostrar confianza en un proyecto político; en designar un ganador y no en encargarle a un político una responsabilidad de alto grado» («Salir del fango dando botes (y votando)»). Los análisis electorales suelen dedicarse sólo a los resultados, a los trasvases de votos y mucho menos a analizar las corrientes de fondo, las razones del cambio. Es más difícil, pero más necesario, especialmente para cualquier fuerza que quiera transformar el mundo, evitar la deriva reaccionaria que nos conduce a una verdadera catástrofe social.
Catalunya
Las elecciones catalanas eran importantes, en primer lugar, por la propia Catalunya, pero también porque es innegable el peso de la «cuestión catalana» en la política nacional. El resultado convencional de las elecciones es simple: ha ganado el PSC, se hunde el bloque independentista y se afianza la derecha españolista. Se habla del fin del procés. El procés, de hecho, ya estaba muerto desde 2017, cuando fue patente que, más allá de la retórica y de llevar a cabo un simulacro de referéndum, no había nada más. Que sus líderes sabían que no iban a ir muy lejos era evidente desde el momento que ni siquiera se atrevieron a arriar la bandera de España el día que decretaron la independencia. Ni, por supuesto, hubo ninguna resistencia en la Administración catalana, copada por militantes procesistas, cuando se aplicó el artículo 155 de la constitución. De no haber sido por la brutal intervención de la derecha judicial (alimentado por el Partido Popular y jaleado por la derecha mediática), que convirtió una protesta masiva en un intento de golpe de Estado, de aplicar torticeros procesos y aplicar penas insólitas, el procés habría declinado mucho antes. Porque de no mediar esta persecución judicial, se hubiera evidenciado la falta de estrategia y la poca voluntad de los líderes de llevar a cabo lo que habían prometido a sus bases.
Esta es, sin embargo, una primera lectura simplista, que no se agota en sí misma. Pese a su desgaste, la caída del bloque independentista ha sido de poco más de 5000 votos si se suman los obtenidos por Junts per Catalunya, ERC, CUP, Aliança per Catalunya (AxC) y Alhora (escisión de Junts per Catalunya). No parece que el resultado final sea el producto de un trasvase de votos de este bloque hacia los partidos no independentistas. Más bien, todo apunta a que no se ha activado todo el electorado potencial y que, con la aparición de nuevas fuerzas, especialmente AxC, se ha debilitado la capacidad de traducir votos por escaños en favor de Junts per Catalunya. Hay, sin embargo, un claro movimiento en el interior del bloque, con una clara caída de la izquierda (ERC y CUP), la recuperación de la antigua Convergència, y la emanación del «Vox catalán».
El PSC gana nítidamente con un 28% de los votos, y se acerca a la que fue su cota máxima, en época del tripartit, del 31%. Ha resurgido de las cenizas gracias a tener una marca consolidada, un aparato engrasado, y contar con bastante apoyo de parte de las élites económicas. Su electorado tradicional se evaporó cuando la crisis activó una respuesta más radical, y el procés generó una huida hacia Ciudadanos. Pero cuando ha llegado el reflujo, ha recuperado a buena parte del electorado perdido, sobre todo entre las capas medias urbanas. La derecha españolista (PP, Vox, Ciudadanos) alcanza un 19,7%, mejora respecto a 2021 (donde sumó un 17%) y, también aquí, se produce una reestructuración con la agonía final de Ciudadanos que beneficia al PP. Es obvio que el aumento de participación electoral (no excesivo si se tiene en cuenta que las anteriores elecciones fueron en plena pandemia) se ha decantado por PSC y la derecha. Una vez más, la activación de cada bloque resulta esencial, y en este caso el desencanto del independentismo, sus propias luchas internas, les ha favorecido. Que el procés como tal ha acabado es obvio. Pero esto no permite pensar que el tema catalán ha sido completamente absorbido. Mantiene toda una base social que puede reactivarse, de formas diversas, cuando cambien las circunstancias. Y, por desgracia, la derecha española es un fabricante de procesos que activan al independentismo. Lo crucial será ver qué formas puede adoptar una nueva activación, una vez se ha mostrado la inanidad de la independencia sin coste que prometieron los Mas y los Junqueras.
Los Comuns han salvado los muebles, pero sus resultados indican problemas. Ha perdido 13.550 votos, un 7,5% del total. Muestra que tiene un suelo relativamente estable capaz de mantenerse incluso en una mala coyuntura. Y esta lo era por diversas razones: un proceso electoral que al final se planteó como un duelo Illa-Puigdemont, con un efecto polarizador hacia las formaciones pequeñas, todo el coste del proceso de Sumar, la ruptura con Podemos y las peleas en el nuevo proyecto, el hecho de que los propios Comuns hayan perdido el tiempo proponiendo pactos (especialmente en la ciudad de Barcelona) y no hayan definido bien una línea política en el nuevo contexto, errores propios de campaña (a toro pasado resulta obvio que lo del Hard Rock no era un tema con enganche)… Más preocupante que todo esto (muchas cuestiones son rectificables) está el hecho de la limitada influencia territorial: los Comuns concentran su voto en el área metropolitana de Barcelona, y están prácticamente desaparecidos en el resto del territorio. Es un problema organizativo y de proyecto. Muchas de las propuestas serias de los Comuns resultan chocantes a mucha gente: el mundo rural ve con recelo, como una cosa urbana, las políticas ecológicas; en sectores de la clase obrera (donde un porcentaje creciente de población proviene del exterior), florece un racismo de baja intensidad; o, simplemente, la derrota política de las luchas obreras del pasado ha generado una clase obrera desmoralizada, sin un proyecto utópico al que agarrarse. Catalunya es, además, un país complicado, pues toda la política está sujeta a un doble clivaje: el de izquierda-derecha y el nacional. Por eso, somos un territorio especial donde tienen presencia parlamentaria dos fuerzas que se llaman de izquierda alternativa (Comuns y la CUP) y dos fuerzas de extrema derecha (Vox y Aliança Catalana). Y con esta situación es complicado construir un proyecto que arraigue bien en todo el territorio. Y tampoco vale sentarse en la nostalgia de un PSUC que en 1980 obtuvo un 18,7% de los votos. Ni siquiera en que En Comú Podem fue primera fuerza en las elecciones generales de 2015 y segunda fuerza en 2023. Porque en Catalunya cada elección es diferente y porque el contexto actual es distinto.
Y Europa
Las elecciones europeas siempre tienen bajos niveles de participación. Por eso, la activación del electorado es básica. Y, ahí, la derecha siempre cuenta con mejores bazas: un electorado de orden, más obediente; unos sectores de rentas elevadas que tienen una mejor visión de lo que significa Europa; una historia de políticas europeas donde demasiadas veces los intereses y delirios de las élites económicas se imponen… La derecha aspira a tener una mayor movilización que, en el mejor de los casos, quedaría como una simbólica victoria sobre el pérfido gobierno de coalición (para seguir alimentado la presión) y, en el peor, puede convertirse en el acceso al poder europeo de la extrema derecha, coaligada con una derecha tradicional cada vez más escorada hacia políticas reaccionarias. Sólo una reacción social como la del pasado julio puede permitir revertir la situación. Eso puede que funcione en España, donde la propia derecha mantiene un clima de acoso que ayuda a polarizar el ambiente. Pero, vista la trayectoria electoral reciente, no parece que en el resto de Europa este efecto «rebote» vaya a producirse, y todo apunta a que el próximo Parlamento europeo y la nueva Comisión estarán mucho más escoradas a la derecha. Peligran los derechos sociales, las libertades, las políticas ambientales. Aumentará la militarización y podemos volver a una nueva fase de recortes. Nunca hay nada definitivo, pero la barbarie avanza y no viene precisamente de fuera.
Para la izquierda nacional, las cosas pintan mal. El enfrentamiento entre Sumar y Podemos va a dividir un voto menguante, y parece que el único objetivo va a ser sobrevivir y quedar mejor que el rival. Las grandes expectativas que se abrieron hace algunos años han quedado sepultadas por el intensivo esfuerzo de algunos líderes en desanimar a la tropa. No todo el mundo tiene la misma responsabilidad, pero, a estas alturas, ya no tiene mucho sentido evaluar el comportamiento de cada cual. Lo urgente debería ser ver cómo se recomponen las cosas y se construye algo verdaderamente integrador. Aunque sería un error pensar que un mero reagrupamiento conduciría mecánicamente a una nueva fase de éxitos. Hay muchos elementos del contexto y la estructura actual que conspiran contra la izquierda. El ciclo que arrancó tras el 15-M, y que culminó en los éxitos electorales de 2015, constituyó una coyuntura muy particular que sobrestimó las posibilidades reales de transformación. Y quizás ayudó a generar unas esperanzas que al demostrarse imposibles generaron frustración. También aquí se ha producido un desencanto de algo que nunca fue.
La oleada derechista
La oleada que ahora puede transformar la política europea ha tenido una larga gestación. Hace años el Front National francés parecía una excepción. Hace más tiempo, el primer candidato ultra a las elecciones estadounidenses, Barry Goldwater, fue barrido electoralmente por el demócrata Lyndon B. Johnson. Ahora los ultras ya dominan algunos estados europeos, y en casi todas partes están en condiciones de marcar la agenda política. Y no se trata de un simple proceso de polarización social, sino que en casi todas partes la izquierda (incluida gran parte del centro socialdemócrata) está en declive, excepto en ciertos momentos puntuales.
La forma más convencional con la que la izquierda aborda la cuestión es atribuyendo la derechización a los efectos de las políticas neoliberales, a la crisis del empleo, la precarización. Esto puede ser parte de la cuestión, pero no lo explica todo. En términos de condiciones laborales, el desempleo y la precariedad afectan más a la población inmigrante que al resto. Y las mejoras en el empleo de los últimos años tampoco han servido para que cambien las cosas. Y nunca hemos sido capaces de generar grandes movilizaciones en propuestas que nos parecen razonables (las grandes movilizaciones han sido sobre todo defensivas, frente a recortes brutales de derechos). A veces, la izquierda sigue demasiado varada en una nostalgia de los buenos tiempos, de grandes fábricas (fundamentalmente masculinas) que en países como el nuestro siempre fueron minoritarias. Reconstruir un proyecto a largo plazo exige en primer lugar entender las profundas transformaciones sociales de un largo período, con una población asalariada mucho más diversificada socialmente que antes (algo inevitable como producto de los propios cambios del capitalismo, de la extensión de la educación y el estado de bienestar, con la incorporación masiva de mujeres y personas extranjeras al empleo). Con una transformación profunda de las formas de socialización que impactan en los comportamientos individuales. Con la presencia de múltiples y sofisticadas formas de manipulación social que influyen poderosamente en las conciencias. Y, también, por la pérdida de un horizonte de transformación social que ayude a reconstruir un sentido de colectividad y de alternativa. En este sentido, el hundimiento del viejo (e inaceptable por muchas razones) modelo soviético, en lugar de provocar una revisión a fondo de los proyectos de cambio para detectar fallos, provocó una desbandada que se tradujo en la formulación de muchas propuestas concretas, más o menos fértiles, pero desconectadas de un proyecto común. La crisis ecológica en ciernes impide pensar en una vuelta al pasado industrialista. Exige la reformulación de un proceso alternativo que permita servir de referencia a unas transformaciones que, si se producen en los cauces actuales, pueden acabar en nuevos modelos de desigualdad y explotación.
Pero tenemos que ser conscientes de que este necesario proceso de reflexión, propuesta, y organización, deberá realizarse en el contexto represivo de la hegemonía derechista. Se nos cae el mundo encima y tenemos que empezar por sentar formas organizativas que ayuden a la vez a la resistencia y a la innovación. Cuanto antes tomemos consciencia de que este es el reto, y cuanto menos tiempo dediquemos a las rencillas por el pequeño poder, antes empezaremos a encontrar respuestas.
28 /
5 /
2024