La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Antón
Encrucijada para las izquierdas
El Partido Socialista y el conjunto de las fuerzas progresistas y plurinacionales están en una encrucijada para afrontar la persistente deslegitimación social de las derechas y diversos poderes fácticos, a través de medios ilegítimos: la guerra jurídica, o lawfare, y la instrumentalización mediática de la mentira y la descalificación pública. El presidente Pedro Sánchez lo ha expuesto claramente, con la ayuda de una fuerte dramatización sobre la posibilidad de su dimisión y la generación de un vértigo político-emocional por la incertidumbre del vacío gubernamental y la inseguridad de la respuesta institucional progresista.
Se ha puesto en primer plano un problema grave de la democracia española: la extraordinaria capacidad de determinados poderes ocultos para condicionar, con mecanismos no democráticos, la gobernabilidad y, por tanto, la soberanía popular y la democracia. De pronto, ha adquirido una relevancia masiva la degradación de este sistema democrático y la influencia de operadores iliberales para forzar el cambio de representantes elegidos democráticamente y frenar los avances sociales y de progreso. Tiene un sentido político claro: debilitar el bloque democrático y plurinacional, junto con el gobierno de coalición progresista, y reforzar los sectores derechistas, que tratan de cerrar el ciclo de progreso y abrir una dinámica regresiva y autoritaria.
Esta estrategia trumpista de las derechas tiene sus precedentes ante el fracaso electoral del Partido Popular en el año 2004, por su implicación en la guerra de Irak y, precisamente, frente a un fuerte movimiento pacifista y democrático, que permitió la victoria del socialista Rodríguez Zapatero con un plan regeneracionista y democratizador en su primera legislatura.
Pero ha sido con el comienzo de esta etapa social e institucional de progreso cuando se refuerza esa estrategia reaccionaria, sus objetivos y los instrumentos alegales e ilegales para imponerla. Primero, frente al ciclo (2010/2024) de la protesta cívica por la justicia social y mayor democracia. Después contra la emergencia de un amplio espacio electoral e institucional a la izquierda del Partido Socialista, representado por Unidas Podemos y sus convergencias, que exigía un cambio de progreso. En aquel contexto de 2014/2015/2016, se abrió la expectativa de convertir en poder gubernamental y políticas públicas la representatividad progresista mayoritaria para abordar esos dos grandes ejes de democratización y reforma social de progreso, y es cuando los grandes poderes del Estado consolidan esa estrategia antipluralista para combatirla.
El objetivo principal, junto con la neutralización del independentismo, era la deslegitimación de la dirigencia de Podemos, para debilitar su capacidad articuladora y de influencia transformadora para condicionar un gobierno de coalición progresista, que operase ese plan de progreso con reformas sociales igualitarias —sociolaborales, distributivas, protectoras, feministas— y democráticas —incluida la territorial—.
El Partido Socialista, tras cuatro años de forcejeos políticos y electorales, terminó por aceptar un programa reformador básico y compartido, aunque con mayor primacía respecto de su socio gubernamental, que iba sufriendo un gradual desgaste representativo, precisamente por ese proceso persistente de deslegitimación pública, junto con la insolidaridad entre las fuerzas progresistas.
Contra el pronóstico de las derechas, y a pesar del debilitamiento de Unidas Podemos —y el Partido Socialista— el 28-M y el limitado resultado de la coalición de Sumar el 23-J, se ha podido reeditar otro Gobierno de coalición progresista, aunque con un menor peso de las fuerzas de izquierda. Al mismo tiempo, Junts per Catalunya tiene un papel más determinante, que culmina en la aprobación de la investidura de Sánchez con el reajuste —hacer de la necesidad virtud— de un programa democrático mínimo: ampliar la regulación de la plurinacionalidad, con el paso imprescindible de la amnistía a los afectados por el procés catalán.
Las derechas destapan la caja de los truenos: se destruye España, Gobierno ilegítimo, el Estado de derecho se hunde… Pero la realidad democrática se sigue imponiendo: permanecen en la oposición parlamentaria y no pueden gobernar ni forzar su programa involucionista… aunque sí utilizar todos los resortes para deslegitimar e intentar acabar con el gobierno legal y legítimo y su orientación reformadora. El fin justifica los medios; es la degradación ética de las derechas.
La catarsis socialista
La particularidad ahora es que, una vez debilitado Podemos y neutralizado el posible ascenso de Sumar, el obstáculo principal para las derechas y las cloacas del Estado es el propio Partido Socialista. Así, aunque de forma preventiva, hace ya una década que preparan los chantajes familiares necesarios al presidente Pedro Sánchez para forzarle a una mayor moderación política, con la aceptación de la hegemonía del Partido Popular, y ahora los redoblan; se incrementa la crispación y operan con toda la máquina del fango.
No obstante, fracasa toda la operación derechista para obligarle a dimitir y abrir el camino para el acceso gubernamental conservador e imprimir su giro regresivo, centralizador y de colonización institucional, particularmente con la instrumentalización de los dos poderes más operativos hoy: el judicial y el mediático.
La catarsis promovida por el presidente del Ejecutivo ha tenido un efecto positivo: ha manifestado la profundidad y gravedad del déficit democrático de nuestro sistema político, que atenta al corazón mismo de la gobernanza y la ética pública. Existen una clase política de derechas y unos grupos de poder fáctico que desprecian los valores y los procedimientos básicos de la democracia, y utilizan el ventajismo político ilegítimo como medio de deslegitimación del adversario —enemigo— y garantía de su acceso al poder y su control.
La actitud reaccionaria derechista, ante un limitado proceso reformador, social y democrático, les caracteriza por su escasa cultura democrática y su apego férreo a los mayores privilegios de poder. Necesitan una nueva transición regeneradora que les obligue a admitir una alternancia progresista y adecuarse al dictado de la ciudadanía; pero parece que ese reciclaje democrático no va a ser voluntario, sino forzado por la voluntad popular de mantenerlos en la oposición parlamentaria. Solo los frena la firmeza cívica de la mayoría social, expresada libremente.
Además, ese bloque de derechas extremas tiene el lastre del desprestigio institucional, con efectos duraderos, que les impide tener suficiente credibilidad democrática y hacerse acreedor de gobernar una sociedad abierta en un marco europeo que, aunque con fuertes tendencias autoritarias, todavía reniega del autoritarismo neofranquista español, de carácter abiertamente regresivo y antipluralista.
Ese diagnóstico básico sobre la necesaria regeneración democrática se ha generalizado entre las fuerzas progresistas, y parece que es masivo entre su electorado. Pero no ha permeado la consistencia iliberal de las derechas que, plenas de cinismo, reinciden en su deslegitimación gubernamental a toda costa. No hay tregua sino crispación acelerada, derivada de su impotencia institucional para derribar al Gobierno de coalición e impedir la senda democrática de avance de derechos.
El avance social y democrático
Lejos de la legítima pugna político-ideológica entre el agrupamiento democrático-plurinacional y el conservador-reaccionario, este último bloque, cuando no le son suficientes los procedimientos democráticos y consensuales para acceder y controlar el poder institucional, utiliza todos los resortes del poder fáctico a su alcance —económico, institucional, judicial, mediático…— para dirimir con ventaja su apropiación de la gestión estatal. Se dirigen hacia el acoso jurídico y mediático, con las cloacas correspondientes.
O sea, consideran que el poder institucional les pertenece, y cuando su control no es refrendado por la democracia representativa, empiezan a dejar de ser demócratas, a relativizar el mismo proceso electivo y decisorio. Lo sustituyen por la deslegitimación pública continuada desde sus dominantes aparatos mediáticos y el acoso con todos los instrumentos fácticos a su alcance, que han acumulado desde hace décadas. El riesgo del golpe blando es evidente, sobre todo cuando el grueso de los poderosos ven en riesgo sus privilegios.
El dilema estratégico para las fuerzas progresistas es contemporizar con los poderes del Estado —aparatos de seguridad, jurídicos y burocráticos— o confrontar en democracia eliminando los ventajismos de poder. Para ello es necesaria la regulación pública de los grandes poderes privados —económicos y mediáticos— o sea, garantizar su imparcialidad respecto de la deliberación y la decisión democrática de la ciudadanía y sus órganos representativos.
En un marco democrático liberal es legítima la expresión y la defensa, incluida la movilización cívica, de los distintos intereses y demandas de la sociedad civil, a menudo opuestos e incompatibles. La democracia, con sus grandes valores de libertad, igualdad y solidaridad, sirve para encauzar esa diversidad y conflictividad con mecanismos decisorios transparentes y participativos que operan para priorizar colectivamente la gestión pública. La democratización, junto con el avance social, es la vía para garantizar el progreso y vencer a las derechas y su dinámica autoritaria y regresiva.
El dilema de Sánchez
El presidente Pedro Sánchez, tras su reflexión sobre la existencia de lawfare hacia su entorno familiar, con la conciencia de la degradación democrática y su confirmación de seguir liderando el país, se enfrenta a un importante dilema: qué hacer para evitar el acoso judicial, mediático y político del amenazante bloque conservador y garantizar su plan reformador progresista con su hegemonía institucional.
Lo más inmediato conseguido con su gesto ha sido priorizar un foco, la regeneración democrática, ante el relativo bloqueo de la reforma social, clave para el programa de la coalición, y la forzada amnistía, imprescindible para la investidura y la primera andadura de la legislatura. Ambos temas están forzados por sus dobles socios parlamentarios con sus respectivas bases sociales, y condicionado por profundos problemas estructurales que deben afrontarse: la relevante desigualdad y precariedad social con el débil Estado de bienestar, y la democratización del Estado con la articulación de la plurinacionalidad.
Por un lado, está Sumar (y Podemos) con la persistencia de un espacio sociopolítico y electoral, todavía relevante y necesario para asegurar la gobernabilidad y la legitimidad progresista, en la medida que se garantizan los avances de las condiciones vitales de las mayorías ciudadanas. Y por mucho que haya una estrategia socialista para seguir absorbiendo parte de ese electorado y debilitar su representación política para disminuir su capacidad de condicionamiento de su débil estrategia reformadora, no puede bloquear esa agenda social, incluida la feminista y la medioambiental, sin una pérdida de legitimidad pública.
Por otro lado, se encuentra la necesaria regulación de la crisis territorial y el modelo de Estado, con el empuje nacionalista —catalán, vasco y gallego…— y con importantes déficits fiscales y de servicios públicos del conjunto de Comunidades Autónomas —con la principal carencia en la sanidad pública, la educación y la vivienda—; y todo ello a la espera de la articulación de la Generalitat catalana y los propios intereses de Junts per Catalunya respecto de la gobernabilidad española.
Existe una gran fragilidad del llamado bloque democrático y plurinacional, compensada por el temor a una opción peor derivada de la apuesta derechista. Con esta operación de dramatización de la conciencia del poderío antidemocrático de las derechas y la amenaza de vacío de poder, el presidente del Ejecutivo ha conseguido relativizar las consecuencias del bloqueo y el desgaste en esas dos agendas básicas, la social-igualitaria y la plurinacional-territorial, para incorporar la agenda democratizadora como remedio para la estabilización de su primacía gobernante.
Pero, al igual que en los otros dos campos, con la lógica pragmática del sanchismo de hacer de la necesidad (reformas forzadas) virtud (permanencia en el poder), el plan para su abordaje sigue el mismo esquema de estos años: el mínimo esfuerzo transformador, que le enfrenta a distintos grupos de poder y privilegio, con la máxima ventaja de legitimación social y garantía de poder institucional.
La inconsistencia estratégica socialista
Estamos en el máximo pragmatismo coyuntural de la dirigencia socialista, con grandes expectativas sobre diagnósticos certeros, pero sin demasiados planes estratégicos, firmeza de alianzas, valores éticos duraderos o procesos reformadores de país. La coherencia sanchista la aporta la gestión del poder institucional desde cierto progresismo, más o menos socioliberal, y un necesario acuerdo plural con su izquierda y el nacionalismo periférico. Eso sí, dentro de un alto grado de realismo y dependencia respecto de los grandes grupos de poder económico, europeos y mundiales con su correspondiente adaptabilidad, así como de los núcleos de poder institucional, específicamente, la judicatura, las fuerzas de seguridad, los aparatos mediáticos y la alta burocracia gestora.
Pero, ese realismo particular socialista, a veces se convierte en irrealismo respecto de las necesidades y demandas de las mayorías sociales y le generan errores estratégicos —y teóricos y éticos—, así como desafección de sus bases sociales. Es lo que ha ocurrido en muchos países con la socialdemocracia, y aquí en toda la década pasada, hasta que se ha renovado el sanchismo, con su giro hacia la izquierda y la democracia… que tanto odia las derechas.
O sea, la dirección del Partido Socialista tiene un carácter doble: su vinculación a una significativa representatividad cívica, que se resiente cuando gira hacia el centro, la degradación democrática o el neoliberalismo atlantista, y su conexión con (parte) el poder establecido, en distintas estructuras sociales, estatales e internacionales, como posibilismo y adecuación a los límites derivados de sus compromisos de estabilización institucional.
El plan regenerador de Sánchez parece que va a seguir el mismo criterio. Ha conseguido un afianzamiento de su legitimidad social, ganado mayor preponderancia pública respecto de su izquierda (y veremos en relación con los nacionalistas), y producido cierto desconcierto en las derechas. Pero el segundo paso, las reformas para implementar, todavía difuso, depende de su cálculo sobre la minoración del riesgo de conflicto real con esos grupos de poder y privilegios estructurales, aun con la sobreactuación confrontativa de las derechas políticas. Su propuesta inicial es delegar en la propia sociedad y el Parlamento la concreción del plan, es decir, reclamar apoyo a su liderazgo —mejorando sus resultados en las elecciones catalanas y europeas— para ejecutar el supuesto consenso social e institucional mayoritario, con el menor desgaste posible.
Pero deja sin aclarar el alcance regenerador y, por tanto, sin comprometerse, al menos a dos medidas imprescindibles como base inicial para combatir el lawfare: la renovación del Consejo del Poder Judicial junto con la democratización y operatividad de la justicia, y la regulación del control y el ejercicio difamatorio de los pseudomedios de comunicación de las derechas extremas, así como de su combinación con elementos de la judicatura y las cloacas policiales.
Sin definir una trayectoria democratizadora sustantiva, la incertidumbre cívica resultante es la inseguridad de que permanezcan activos esos grupos de poder y sigan cuestionando de forma ilegítima la estabilidad gubernamental, junto con la moderación de sus reformas sociales y democráticas.
Con esa estrategia de fondo continuista, todos los recursos de poder más relevantes de las derechas quedarían indemnes, con leves reformas del poder judicial y mediático, buscando contemporización y complicidad con concesiones significativas… pero a costa de un deslizamiento hacia el centro y mayor énfasis en su primacía dirigente.
La consecuencia, como se va notando, sería el debilitamiento de Sumar/Podemos, de su credibilidad transformadora y la cohesión y amplitud de su base social, así como de la izquierda nacionalista, con el agrietamiento de la alianza conjunta de todos ellos. Y el continuismo socioeconómico del ala socialista buscaría los apoyos (y los vetos) de la derecha nacionalista de PNV y Junts per Catalunya, para neutralizar las exigencias por su izquierda o los movimientos sindicales y sociales. Todo ello no permite asegurar la victoria electoral progresista en las próximas elecciones generales, objetivo central de las derechas.
El refuerzo del bloque democrático y plurinacional
Por tanto, ese pragmatismo socialista inmediatista, centrado en una leve regeneración democrática, no asegura un refuerzo consistente del bloque democrático y plurinacional. El tacticismo cortoplacista del sanchismo puede, esta vez, ser insuficiente para liderar los auténticos desafíos estratégicos de las fuerzas progresistas en España, en los tres ejes principales: la democratización, la reforma social y la regulación territorial.
La prioridad de su horizonte es mantener la alternancia hegemonista frente a las derechas, pero con autonomía frente a su izquierda y los nacionalismos y una orientación estratégica continuista. El equilibrio táctico de un nuevo bipartidismo corregido será difícil de sostener sin un proyecto claro de cambio de progreso y una estrategia coherente del frágil agrupamiento democrático y plurinacional. El avance de las derechas, con todo su armazón fáctico, será difícil de detener.
La firmeza democrática y transformadora del conjunto de fuerzas sociopolíticas progresistas, más allá del simple posibilismo de la aritmética parlamentaria y el acomodamiento a la pérdida de impulso reformador, es lo que puede permitir mejorar la dinámica política y los equilibrios legitimadores frente a la ofensiva derechista, y evitar cierta frustración respecto del cambio de progreso. Supone reforzar la apuesta por un desplazamiento hacia la izquierda de la base social más centrista o democrática votante hoy de las derechas y una reactivación de las bases sociales de izquierda —y centroizquierda— ante un panorama incierto. Se trata de la generación de una experiencia colectiva de avance de derechos y mejores condiciones vitales, con cambios culturales y relacionales igualitarios y solidarios.
Pero, esa estrategia reformadora, todavía no es consistente para la dirigencia socialista, cuya respuesta a la catarsis sobre el déficit democrático del sistema político es insuficiente. No obstante, sí existe una aspiración o una expectativa masiva por la democracia y la reforma social, en parte defensiva ante el temor involucionista. Su relato y su representación institucional está en disputa, y la consolidación de esa dinámica democratizadora y de avance social es decisiva para la izquierda alternativa, el ensanchamiento y la colaboración de su espacio político y el reequilibrio representativo respecto del Partido Socialista (y la izquierda nacionalista).
La alianza democrática necesitaría un pegamento más fuerte, con la lealtad sobre el proyecto conjunto de país y el apoyo solidario basado en acuerdos duraderos y a largo plazo, siempre respetando la pluralidad y el talante participativo y unitario. Se trata de consolidar y ampliar un campo sociopolítico progresista que dé soporte y garantía para la victoria electoral de ese bloque en las próximas elecciones generales (y locales y autonómicas), neutralizando la ofensiva derechista y continuando la senda de progreso en la próxima década.
A tenor de los pocos estudios demoscópicos recientes —veremos los resultados de las elecciones catalanas y, sobre todo, de las europeas—, el Partido Socialista se ha reforzado electoralmente, en particular por su izquierda a costa de Sumar, que ha tenido que incrementar su diferenciación política más social y su perfil propio más crítico para resguardar su electorado… cosa habitual en la experiencia anterior de Unidas Podemos, calificada de ‘ruidosa’.
Por otra parte, parece que Podemos resiste con un mínimo electorado que no absorbe Sumar y le permite sobrevivir y condicionar las políticas públicas y la articulación de Sumar (y al propio PSOE), que debe cuidar también su flanco izquierdo. El futuro, necesariamente, debería pasar, ante los grandes retos existentes, por una nueva reagrupación con bases objetivas y democráticas, la reafirmación transformadora y la renovación orgánica más unitaria y superando las desconfianzas, prepotencias y sectarismos; al menos como hipótesis a medio plazo —el siguiente ciclo electoral— frente al riesgo de la irrelevancia.
En todo caso, el refuerzo del bloque democrático y plurinacional y, particularmente, el propio Partido Socialista, necesitarían del acicate de una izquierda transformadora revitalizada y unitaria, con suficiente credibilidad, cuestión imperiosa para desempeñar un papel significativo. E, igualmente, de las izquierdas nacionalistas —en competencia también con sus derechas nacionalistas—, con el realismo del devenir estatal y europeo.
Todo ello en la medida que haya una reactivación cívica masiva que renueve, regenere y amplíe las propias izquierdas y la articulación popular como factor clave para el refuerzo de ese bloque popular progresista. En definitiva, democratización y avance social van de la mano y de su interacción y consistencia depende el futuro del país (de países).
25 /
5 /
2024