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Albert Recio Andreu

Identidades tóxicas y letales

Todas las personas tenemos elementos identificadores. Forma parte de nuestro estar en sociedad. Desde que nacemos nos identifican con nombres y apellidos que dan cuenta de nuestro origen familiar, de nuestra procedencia geográfica y de otros aspectos relacionados con cuestiones étnicas y religiosas. En Estados Unidos, por ejemplo, los patronímicos judíos se asocian a ser miembro de la comunidad; en Europa, llamarse Mohamed te clasifica automáticamente de tener origen en algún país islámico. La identidad no es un mero dato informativo, casi siempre tiene connotaciones sociales que van mucho más allá. A lo largo de nuestra vida, participamos de experiencias sociales que nos hacen adoptar otras identidades, o que refuerzan o consolidan lo que nuestras señas primarias anunciaban. No es automático, por ejemplo, que una persona con un patronímico hebreo o un apellido vasco o catalán vaya a profesar el judaísmo o se convierta en nacionalista. Va a ser su participación en sus comunidades, la forma en la que asimile las experiencias de su comunidad de origen, su propia reflexión personal, la que finalmente le lleven a adoptar una identidad acorde o no con los estereotipos con los que va asociada cada identidad.

Hasta cierto punto, adquirir una identidad es algo consustancial a la vida social, tanto con lo que cada persona considera más acorde con experiencia como respecto del efecto de las «voces» que le llegan de su entorno social. Adquirir una identidad no es un nunca una mera cuestión de elección individual, sino que tiene relación con las estructuras sociales en las que estamos sumergidos, con la fuerza de los mensajes que recibimos. En sociedades represivas, muchas identidades pueden quedar opacadas y sólo emergen como resultado de una lucha social de los que padecen esta represión. Las campañas del «black is beautiful» de los afroamericanos o, en años más recientes, del feminismo y la colectividad LGTBI, son una muestra de la emergencia de una identidad como parte de una reivindicación social. En el pasado, también la creación de una identidad obrera constituyó un elemento de la lucha social. Y el concepto de clase media ha sido sin duda una parte de la batalla emprendida por el poder capitalista para difuminar conciencia colectiva. Las identidades juegan un papel importante en cómo nos situamos ante los demás, influyen en pautas de comportamiento, generan fidelidad a unos grupos, a unas formas de actuar. En cierta medida, facilitan tomas de decisiones, pero también pueden coartar la reflexión crítica y fragmentar nuestras relaciones sociales.

Todas las organizaciones tratan de generar identidades, puesto que ello hace más fiable y controlable el comportamiento de su base social. La creación de estados-nación está asociada a la construcción de una identidad nacional que debe compartir su ciudadanía. Partidos políticos, organizaciones religiosas, clubes deportivos… todo tipo de organizaciones tratan de generar identidades compartidas, con símbolos, actividades comunes, adoctrinamiento… Hasta cierto punto es una medida necesaria para cohesionar y dar una cierta persistencia a su actividad. Incluso las empresas, un espacio de por sí conflictivo en cuanto a los intereses de directivos y trabajadores, tratan habitualmente de confinar esta contradicción y obtener un comportamiento cooperativo de sus empleados mediante la creación de una cierta identidad de equipo, de proyecto común que separe a la plantilla del resto del mundo laboral.

No todos los procesos son iguales, no todas las identidades tienen la misma fuerza, ni influyen tanto en el comportamiento de cada cual. Pero es obvio que muchos comportamientos humanos están poderosamente influidos por identidades básicas que la gente asume sin demasiado cuestionamiento. Y esto es lo que genera que la construcción de identidades sea un proceso potencialmente peligroso, en dos sentidos complementarios. Por una parte, porque la construcción de identidades fuertes es un instrumento que ayuda a las élites a influir sobre el comportamiento de la gente corriente y manipularla emocionalmente. Por otra, porque las identidades fuertes se traducen fácilmente en la generación de murallas que separa a la gente y convierten a los otros en enemigos. A menudo, las identidades forman parte de un entramado diseñado tanto para cohesionar acríticamente al grupo como para enfrentarlo al grupo considerado rival. La historia de las naciones o de las religiones abunda en muestras dramáticas de esta realidad. Pero este elemento patológico también está presente en cuestiones de menor calado, como se puede constatar en la rivalidad de los equipos deportivos, especialmente de fútbol.

En muchos de los conflictos presentes el papel de estas identidades es más que evidente. De hecho, lo que ha originado esta nota es constatar su presencia en dos situaciones de muy diverso nivel: la agresión imperialista de Israel, por un lado, y la enésima crisis de la izquierda transformadora de nuestro país, por el otro. Son situaciones de muy diverso calado, donde operan, sin duda, otros muchos factores. Pero vale la pena analizar como la intromisión de este factor contribuye a agravar la solución.

El caso de Israel es, posiblemente, el caso extremo de esta situación. Un país creado como «solución» a un largo conflicto que afectaba a una comunidad ya de por sí cohesionada en torno a una identidad religiosa, y que acababa de ser sometida a una experiencia extrema de sufrimiento. El Holocausto y los pogromos reforzaban una identidad y se utilizaban como legitimación de la migración masiva y de la expulsión de los palestinos de su territorio. Servía, en occidente, para encubrir una maniobra imperialista (situar en Oriente Medio una colonia «occidental») y una «solución» de la «cuestión judía» favoreciendo la migración a Palestina y el despojo de la población local. El Estado de Israel ha trabajado a fondo esta política identitaria, que incluye el absoluto desprecio por la identidad y los derechos de los palestinos, como cohesión local y también como arma de neutralización de las críticas del exterior. Al equiparar las críticas al sionismo con el antisemitismo, tratan de neutralizar y criminalizar cualquier crítica a sus atroces políticas de represión y asentamientos. El uso de la identidad nacional para tildar de enemigos a los opositores tiene un largo recorrido; basta recordar la experiencia del franquismo o la política macartista. Está de nuevo presente en el discurso de la derecha españolista y del independentismo catalán. Pero es posiblemente en el caso israelí donde cobra una mayor radicalidad.

Creo también que en la tragicomedia de la izquierda transformadora está presente este mecanismo. A menudo, el análisis de la dificultad de articular un proyecto inclusivo, amplio de la izquierda, se concentra en la psicología de los líderes, en su maleducado egotismo. Sin duda este es un aspecto importante. Las mayores disputas tienen casi siempre el epicentro en la confección de listas electorales. Algo en parte inevitable y que en parte denota una falla cultural-organizativa: la comprensión de que un proceso complejo como el que debe asumir una verdadera transformación social requiere la cooperación de mucha gente, trabajando en muchos espacios y, a ser posible, contando con la gente más adecuada para cada cometido. El problema de fondo es que participamos de una cultura jerárquica y confundimos actividad política con ocupar cargos o puestos relevantes. Y, por eso, las peleas casi siempre se acaban convirtiendo en luchas personales (o de capillitas) para ocupar los espacios de poder. Pero hay, además, la cuestión de las identidades que ayuda a convertir cualquier pelea personal en una confrontación entre familias, como la que ahora es visible entre Podemos y las diversas organizaciones que confluyeron en Sumar.

Las organizaciones, incluidas las de izquierdas, también generan identidades, en parte generadas en el propio trabajo cotidiano, pero en parte también emanado de la organización como un mecanismo de fidelizar a sus bases. El problema surge cuando aparecen los conflictos, y estas identidades se transforman en bandas dispuestas al combate, rompiendo puentes con la facción rival. Generando dinámicas que se parecen a las que existen en parejas deterioradas, pero a una escala colectiva. Basta asomarse a las redes sociales para ver la simpleza de argumentos y el ambiente bélico en el que se establece el debate. La refriega que hace unos meses se limitaba a Podemos y Sumar ahora se ha extendido ya a Izquierda Unida, y posiblemente también a otros espacios. Todo tiene un carácter entre ridículo y dramático. Ridículo porque no deja de ser un enfrentamiento de patio de colegio entre gente que, al menos en teoría, quiere cambiar el mundo. Dramático porque el resultado de esta lógica suele acabar en la erosión del proyecto, el desencanto de mucha gente y la impotencia. Que las identidades pueden modularse lo prueba la experiencia de Catalunya, donde Iniciativa per Catalunya, la mayoría de Esquerra Unida i Alternativa (menos el grupo de Comunistes, que prefirió pactar con Esquerra), una buena parte de Podem y todo el grupo de Guanyem Barcelona alrededor de Ada Colau ha hecho un verdadero esfuerzo de integración, situación que no se ha producido de igual manera en otros territorios. Incluso se ha ido cambiando de siglas y símbolos para adaptarse a la situación cambiante. No es que no existan tensiones, ni que el proceso sea idílico, pero al menos permite observar que, si hay voluntad, los conflictos identitarios pueden modularse y el efecto neto es positivo.

Las identidades son inevitables. Lo que es evitable es que se conviertan en un mecanismo totalitario que excluye el debate y se usa como una mera arma de ataque a los presuntos enemigos. La historia está llena de conflictos identitarios que han generado grandes tragedias. O del uso de la identidad nacional o religiosa para laminar a la oposición, casi siempre para golpear a la izquierda real. Y la historia de la izquierda está demasiado llena de ridículos conflictos en torno a siglas o símbolos. Construir una alternativa exige también deconstruir las identidades tóxicas o letales. Ahora es urgente.

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2024

La «otredad» política se fundamenta en algo enteramente distinto [a conseguir «bazas de representación política» más o menos amplias y más o menos honradamente gestionadas]: en la construcción de ámbitos públicos voluntarios de interrelación social, abiertos y, sobre todo, capaces de autodeterminarse. […] Su germen es el asociacionismo voluntario: la entrega voluntaria de actividad y tiempo personal puestos en común con otros para realizar objetivos compartidos.

Juan-Ramón Capella
«Otra manera de hacer política», Los ciudadanos siervos (1993)

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