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Albert Recio Andreu

Política de guerra

Estamos en guerra. Si es que alguna vez dejamos de estarlo. La “pax americana” se ha parecido bastante, al menos en lo bélico, a la “pax romana”: una fuerte inversión en ejércitos y una sucesión de guerras fronterizas. Lo que se está produciendo los últimos años es un salto de nivel. Tanto en la dedicación de fondos a las políticas armamentísticas como de defensa del belicismo frente a las potencias que presuntamente nos amenazan: Rusia y China. Aunque el socialismo soviético murió, por derribo en el caso ruso, por transformación en una variante de capitalismo en el chino, parecería que los viejos fantasmas de las élites capitalistas (económicas, políticas y militares) siguen dominando muchas de sus percepciones. Y nos conducen a un peligro colectivo de impensables consecuencias.

Sin duda, el mayor peligro es que esta larga campaña belicista culmine en una conflagración total, con el uso de armas nucleares y la destrucción masiva. Es urgente revitalizar un movimiento pacifista, antinuclear, que en la década de los ochenta supo poner de manifiesto la locura de la dinámica armamentista. Tras la desaparición de la URSS y la caída de la tensión entre bloques, la gente ha olvidado que el arsenal atómico sigue presente. Y, aunque no se utilice, el nivel destructivo del arsenal convencional es brutal. Incluso sin contar con el armamento nuclear, la capacidad de destrucción es de por sí atroz; Gaza lo recuerda a diario. También ha contribuido a desmovilizar el movimiento antibelicista la paulatina desaparición de los ejércitos de leva, la profesionalización que provoca que, para la mayor parte de la juventud, la guerra no sea vista como un peligro directo para sus vidas. La guerra ha sido subcontratada a los pobres.

Hay una inconsciencia compartida entre las élites y la población, aunque de distinta naturaleza. Las élites militares casi siempre confían en que su planteamiento es ganador. Todos los grandes conflictos modernos los ha iniciado el Ejército que esperaba una victoria demoledora en poco tiempo. También ha ocurrido en el caso de Ucrania. La ofensiva inicial rusa estaba pensada para obtener una victoria rápida, que forzara un cambio en la política ucraniana. Y Occidente estuvo en parte provocando esta guerra, con la confianza de que la combinación de esfuerzo bélico y sanciones desestabilizarían a Rusia y provocarían un cambio de régimen. Ahora que resulta obvio que este plan no ha funcionado, que existe una posibilidad real de que Zelenski y los suyos pierdan la guerra, algunos líderes europeos entran en pánico y su respuesta, empezando por enviar “asesores” al conflicto, puede acabar por provocar una escalada que nos lleve a una conflagración global.

Aunque al final el conflicto se mantenga al nivel local, y el sufrimiento extremo quede “limitado” a las zonas de guerra, el alza del discurso militarista tiene consecuencias en otros muchos campos. En primer lugar, el del crecimiento del gasto bélico a costa del bienestar social. Estados Unidos es un caso extremo de un país que combina una baja fiscalidad y un elevadísimo gasto militar, lo que tiene como consecuencia graves carencias en servicios públicos, redistribución de la renta, y equipamientos colectivos. Una combinación de políticas de ajuste y aumento del gasto bélico es un cóctel indigesto para cualquier sociedad sana. No sólo desvía gasto en beneficio del complejo militar-industrial, sino que también contamina otras muchas áreas, especialmente todo lo que tiene que ver con investigación y tecnología. Precisamente, en el momento en que ya es perceptible la necesidad de un cambio global para hacer frente al desastre ecológico (y otras muchas cuestiones, como el envejecimiento poblacional), optar por una economía de guerra es un crimen y una estupidez.

En segundo lugar, está la generación de un clima emocional y social favorable a la guerra. Imprescindible para que estas políticas puedan sostenerse. Un clima que combina la generación de un clima de terror (“nos atacan”, “quieren destruirnos”), una sensación de superioridad moral frente al presunto enemigo, una criminalización persuasiva de la disidencia interna, la separación radical entre “los nuestros y los otros”, y la creación de chivos expiatorios locales sobre los que descargar sospechas y concentrar tensiones. La Alemania nazi es el ejemplo extremo, pero esta dinámica es visible en otros muchos lugares, como por ejemplo el uso del antiamericanismo por parte del macartismo estadounidense. Israel es, actualmente, otro ejemplo evidente de esta combinación de dinámicas nefastas. Y, en tercer lugar, esta dinámica suele culminar en un recorte de libertades y derechos especialmente aplicable a quienes se oponen a estos planteamientos. Los casos de Assange y de Pablo González son dos ejemplos palpables de lo que implica esta lógica de guerra, y cómo deteriora los derechos fundamentales. Todas las sociedades en las que se ha impuesto esta lógica bélica han acabado deteriorando el conjunto de la vida social.

Aunque ahora está emergiendo esta dinámica bélica, muchos de sus rasgos (más allá de lo estrictamente militar) llevan años proliferando en las sociedades capitalistas desarrolladas. El sostenido crecimiento de la extrema derecha se apoya en las líneas que acabo de destacar: explotación del medio, creación de chivos expiatorios, agresión sostenida a los opositores, delimitación de espacios… Lo aplica la extrema derecha, lo han aplicado los nacionalismos periféricos y lo está implementando, de forma creciente, la derecha tradicional.

Una parte de este modelo de acción puede explicarse por motivos instrumentales, de la eficacia que tienen estas políticas a la hora de ganar audiencia, consolidar la base social y debilitar al opositor. La proliferación de especialistas en comunicación —más bien en manipulación de masas, sea con fines políticos o comerciales—, consolidada en centros de formación especializados, de empresas dedicadas a ello, puede explicar parte del fenómeno. La otra, menos conocida, es la de los intereses materiales; las élites económicas han optado por fomentar estas políticas para frenar cualquier regulación pública que atente contra sus intereses, y para bloquear la emergencia de modelos alternativos de organización social. Aunque sea sólo un ejemplo local, sirve el caso de la persecución a Ada Colau y los Comuns en Barcelona (parecida a la padecida por Pablo Iglesias, aunque varían las formas por el marco local), con una combinación de acoso legal, campañas mediáticas e intervención en redes sociales. Este ejemplo es una muestra de la intolerancia de las élites a la hora de aceptar cambios, por moderados que sean, que afecten a sus mezquinos intereses. Sus impulsores son reconocibles: Agbar, la Caixa, el Gremio de Restauración, el lobby del automóvil, el de la especulación inmobiliaria… Con la colaboración de parte de las viejas élites políticas, ávidas de recuperar el poder perdido. No es un caso único, y seguramente puede extrapolarse a muchos otros lugares. Pero, sea cual sea el lugar y la experiencia concreta, lo que es evidente es que esta política de guerra entronca con una larga corriente de creación de un clima de enquistamiento, fractura social, desprecio a la democracia real, proliferación de pánicos, e irracionalismo. Y ello la hace aún más peligrosa.

Romper esta dinámica, cuestionar el militarismo, las lógicas de bloques, el nacionalismo excluyente, el racismo implícito, el autoritarismo, es una tarea urgente. Por el peligro claro que supone y porque, además, su ascenso impide afrontar con serenidad los problemas reales a los que se enfrenta la humanidad: la crisis ecológica y la desigualdad extrema. Requiere un esfuerzo social, político y cultural enorme. Y exige, también, que la izquierda evite entrar en esta dinámica de espacios cerrados, de persecución de la propia disidencia en busca de cohesión. Exige buscar líneas de actuación que sirvan para quebrar el simplismo y la grosería de la lógica militar.

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2024

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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