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Nuria Alabao

Frenar el acoso sexual con derechos laborales

El #SeAcabó, las protestas de la selección de fútbol femenina por los abusos de poder y el beso de Luis Rubiales a la jugadora Jenni Hermoso nos dejaron una lección para estos tiempos. Las futbolistas tenían un conflicto sindical desde hacía tiempo y una lista de reivindicaciones laborales por las que se estaban movilizando, pero solo consiguieron atención pública y extensa solidaridad cuando se habló del beso no consentido. Podría entenderse entonces que si quieres mejorar tus condiciones de trabajo, obtendrás más apoyo social y presencia mediática si codificas el conflicto en términos de agresión sexual antes que de derechos o condiciones laborales. Parece que la explotación, el abuso o incluso la trata, movilizan menos si no van acompañados de sexo por algún lado.

Acoso y precariedad, una relación estrecha

Sucede claramente en la Universidad. Desde hace tiempo, es sabido que muchos profesores explotan el trabajo y las ideas de los estudiantes de doctorado o de los becarios que están en sus departamentos. Estos estudiantes dependen de ellos para poder conseguir algún contrato más estable en el futuro, así que poco pueden hacer —casi se considera un peaje que hay que pagar para poder hacer carrera académica—. Se han producido denuncias públicas que casi nunca tienen repercusión, salvo que se expresen en términos sexuales. Las denuncias de acoso sexual, independientemente del grado de violencia que conlleven, por lo menos pueden conseguir alguna repercusión mediática y desatar oleadas de apoyo —más allá de que se consiga o no acabar efectivamente con estos abusos o que sus perpetradores asuman las consecuencias—. Si no hay escándalo sexual, una vez más, la explotación laboral no parece preocupar o se asume como parte inherente al trabajo en una sociedad capitalista. El fenómeno del acoso o la violencia sexual en el trabajo —o en los estudios— no se puede comprender plenamente sin ponerlo en relación con el avance de la precariedad en las relaciones laborales. Precisamente es la inestabilidad laboral la que posibilita e impulsa el abuso.

Evidentemente, para que esto haya llegado a ser un tema de preocupación pública ha tenido que existir un activismo feminista muy presente en estas universidades, ya que antes muchas denuncias simplemente eran ignoradas y todo seguía igual. De hecho, el activismo feminista en la Universidad ha contribuido a crear procedimientos y protocolos para enfrentar estos casos como parte de “un intento comprensible de crear un mundo más predecible y, por tanto, más seguro y menos precario”, dice Alison Phipps sobre el caso estadounidense. Sin embargo, la autora cree que la manera en la que se están implementando, en vez de contribuir al bienestar de las mujeres que sufren acoso, acaba reforzando a la institución que instrumentaliza la narrativa de la seguridad y la protección: las relaciones de poder pueden seguir intactas, pero “si se siguen los protocolos correctos, todo irá bien”. Para Phipps, la violencia sexual se está volviendo un recurso útil para reforzar el poder de las instituciones, que dependen cada vez más de la precariedad como herramienta de dominación, de manera que la violencia sexual y las relaciones laborales precarias se refuerzan mutuamente. “Mientras que las relaciones laborales precarias exponen a las mujeres y a otras personas marginadas a sufrir abusos sexuales, la violencia sexual alimenta los procesos institucionales de explotación laboral a través del miedo, la incomodidad y el trauma” que genera, explica la socióloga. La inseguridad en el trabajo y la inseguridad física se entrelazan para moldear subjetividades vulnerables, de manera que la propia inseguridad se convierte en parte de las actuales formas de gobierno: quien tiene miedo no se organiza, como asegura Isabell Lorey en Estado de inseguridad. Organizarse, generar solidaridades feministas de clase es la mejor herramienta, tanto contra el abuso como contra la explotación.

El acoso sexual tiene mucho que ver con el poder de clase

En general, las mujeres sufren en el trabajo más violencia relacionada con la explotación que agresiones sexuales propiamente dichas, aunque sean violencias que se entremezclan: ambas están relacionadas con el control. El #MeToo puso sobre la mesa el abuso sexual por parte de empleadores y jefes que usan su poder simbólico y económico para abusar de las mujeres. Pero ¿para qué sirven esos abusos? Un estudio ya clásico de Lin Farley de 1978 —realizado en Estados Unidos— aseguraba que, en los “empleos feminizados” de la época —camarera, mecanógrafa, dependienta—, el acoso sexual por parte de los superiores masculinos servía para mantener a raya a las mujeres, para controlar mejor la fuerza de trabajo. En otros espacios laborales, donde por entonces la mujer se estaba abriendo paso —policías, gerentes o dibujantes técnicos—, las novatadas sexuales y el acoso servían para mantenerlas fuera.

Susan Watkins se pregunta si esto opera todavía hoy, cuando la presencia de las mujeres ya está consolidada en la mayoría de las profesiones. ¿Sigue siendo funcional el acoso como una forma de disciplina de género en el lugar de trabajo, o es residual? ¿Cuál es su relación con los trabajos más subordinados o con el racismo? Según una encuesta, en Estados Unidos dos de cada cinco mujeres que trabajan en las posiciones subordinadas del sector de comida rápida —las que no son encargadas— reportaban haber sufrido acoso sexual. Además, las afroamericanas y latinas habían sido objeto de este acoso en mayor medida que las blancas, y aseguraban haber tenido que aguantarlo en silencio para no perder su empleo —sobre todo las latinas migrantes— o eran más propensas a sufrir un castigo como represalia si trataban de denunciar —mayormente las negras—. “El silencio se imponía no solo por la dominación masculina, sino por el estado de ansiedad institucionalizado que reina entre las inmigrantes indocumentadas, donde las presiones económicas y un estatus civil inseguro se combinan con la opresión de género para debilitar los derechos a la integridad corporal e intensificar, al mismo tiempo, los temores cotidianos”, asegura Watkins.

Aquí en España el lugar que nos sirve para entender el entrelazamiento de estas cuestiones es la situación de las jornaleras de los frutos rojos por contingentes en lo más bajo de la jerarquía laboral. Esta forma de contratación en origen ofrece el lugar —barracones apartados— y la oportunidad —la desigualdad de poder, ya que son extranjeras y serán devueltas a sus países de origen cuando acabe la temporada— que permiten que se produzcan todo tipo de abusos y agresiones sexuales. De nuevo, su situación de hiperexplotación solo saltó a los medios cuando se denunciaron violaciones. En cualquier caso, tampoco desató una ola de indignación y de apoyo parecida a las que se produjeron durante el juicio de ‘La Manada’ —aunque coincidieran en el tiempo—. De nuevo aquí encontramos un salto de clase y de raza/origen migratorio: nos movilizamos por lo que nos queda “más cerca”. A partir de la raza o el género, el capitalismo divide y estratifica a las poblaciones para su mejor explotación —fundamentalmente del trabajo—. Esta solidaridad selectiva asume estas estratificaciones y las encarna elaborando su propia jerarquía de preocupaciones.

Pánicos sexuales en el trabajo

Sin embargo, ni la precariedad ni su relación con la clase están muy presentes en los discursos sobre el acoso. La violencia sexual es un lugar de intervención política central y, al mismo tiempo, muy complicado para los feminismos. Se trata de alertar de su existencia y su gravedad sin definir ese campo como un lugar de grave peligro ni reafirmar la sacralidad o excepcionalidad del sexo. Si en la jerarquía de violencias que podemos sufrir la situamos arriba del todo, si la convertimos en el centro de nuestras preocupaciones por encima de otras problemáticas —o desgajándola de la trama de dominación más general que impone el sistema económico—, más que impulsar nuestra liberación puede suponer un límite. La manera en la que lo enunciamos públicamente puede promover pánicos sexuales que facilitan nuestra subordinación e incluso el disciplinamiento de la fuerza de trabajo.

Para Marta Lamas, la manera en la que se está elaborando el discurso hegemónico sobre el acoso sexual, influido por la expresión estadounidense del feminismo radical —aquí cultural—, refuerza un esquema esencialista que desplaza las cuestiones de clase o invisibiliza otras tramas de dominación. Estas representaciones de la sexualidad masculina siempre como “depravada”, y de las mujeres como víctimas, desplazan otros elementos como la opresión de clase, raza o edad —entre otras—, además de invisibilizar las múltiples diferencias sociales entre mujeres. Crean además la figura de una víctima ideal, casi sin agencia, que limita nuestra capacidad de resistencia ante estos abusos. Esta perspectiva, donde se da un excesivo énfasis a la sexualidad en contraposición con otras opresiones sociales, solo puede conducir a un tratamiento punitivista de la cuestión, señala Lamas.

La cuestión de clase entra una vez más para ayudarnos a comprender. Para las mujeres de clase media, el acoso sexual puede ser la violencia más grave a la que se tienen que enfrentar en el mundo del trabajo y un freno a su ascenso laboral, pero para otras puede no ser la más importante ni la que más dolor físico o psicológico les produzca (algo que señala Laura Macaya en sus intervenciones públicas). Isabel Otxoa, de la Asociación de Trabajadoras del Hogar Bizkaia Etxebarrukoak, explicaba en este artículo cómo la última reforma de la legislación sobre el trabajo doméstico proclama el derecho a recibir protección en temas de seguridad y salud laboral “especialmente en el ámbito de la prevención de la violencia contra las mujeres”. Otxoa se pregunta ¿por qué jerarquizar la protección?: “Pueden ser igualmente lesivas física y mentalmente la falta de descanso, de privacidad del alojamiento, la ausencia de vida social, el insuficiente reconocimiento moral y salarial, y la carencia de formación y medios para realizar el trabajo”, por ejemplo, todos ellos elementos presentes en la situación de muchas de las trabajadoras internas.

Un sindicalismo feminista debe rechazar la tentación de codificar en términos sexuales cualquier situación de abuso laboral para ocupar espacio mediático, la explotación laboral también puede dañar a las mujeres y puede conllevar un alto grado de violencia. Es cierto que tenemos que pelear con todas las herramientas a nuestro alcance, pero también tenemos que asumir que nuestras decisiones, el relato que construimos sobre la explotación, tienen consecuencias sociales. Necesitamos reflexionar sobre qué discursos estamos produciendo desde el feminismo para evitar la tentación esencialista y la lógica del castigo que le acompaña. Asunción de responsabilidades, autonomía de las mujeres —y justicia social— y reparación son otras lógicas de la justicia transformadora que hay que situar en el discurso público. El activismo debería combatir las falsas promesas de seguridad que refuerzan la autoridad —ya sea de la institución académica y sus lógicas o del sistema penal—. Meter a algunos de estos patrones en la prisión no cambiará la situación de las mujeres más explotadas ni acabará con los abusos, porque vendrán otros y tendrán el mismo poder sobre ellas. Acabar con las condiciones que hacen posible estos abusos, o que imposibilitan a las mujeres luchar contra ellos, es una estrategia que hay poner en el centro, sobre todo si pensamos en el largo plazo y buscamos la transformación social.

Para luchar contra el acoso sexual es necesario abordar las inseguridades relacionadas con el trabajo y la precariedad. Son las condiciones de explotación y vulneración de derechos las que sitúan a las mujeres en una relación de dominación donde el acoso sexual o la agresión son partes constitutivas de ese dominio. Para combatirlo mejor hay que tener derechos laborales, residencia legal —no supeditada al empleo—, inspecciones de trabajo, poder sindical y capacidad de organizarse y luchar.

[Fuente: Ctxt]

 

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