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Antonio Antón

La ambivalencia del liberalismo

Analizo dos aspectos, el carácter doble del liberalismo y su relación con las otras dos grandes tendencias ideológicas, la derecha conservadora y reaccionaria y la izquierda, por un lado, y la pugna por la verdad y la legitimidad democrática de las distintas corrientes políticas y socioculturales, por otro lado. Además, añado la caracterización de un socioliberalismo irrealista y antipluralista.

El liberalismo como corriente política, económica y doctrinal inició su andadura en la Inglaterra del siglo XVII (Locke) y, junto con la Ilustración y la Revolución francesa en el siglo XVIII, fue adquiriendo su hegemonía en los países centrales de Europa (y en EE. UU.). Era un liberalismo progresista frente a las tendencias aristocráticas, reaccionarias y fundamentalistas del Antiguo Régimen. Tenía un componente racionalista y crítico frente al oscurantismo y el fanatismo ideológico y religioso, aunque pugna por una nueva hegemonía cultural y racionalidad económica con la subordinación popular. Suponía una defensa de la libertad individual, la tolerancia en las relaciones sociales y el Estado de derecho, junto con la defensa de la propiedad privada de la burguesía y los privilegios del capital y las minorías poderosas, frente a los intereses y necesidades de las emergentes y amplias capas trabajadoras y subalternas. El siglo XIX, y todavía más el siglo XX, alumbró, junto con la tensión y la colaboración de las corrientes conservadoras y liberales, con su impronta colonizadora y nacionalista, la pugna con una tercera tendencia, la socialista o la izquierda, caracterizada por su prioridad por la igualdad real, la justicia social y la democracia.

Hay dinámicas intermedias, mixtas y extremas, algunas iliberales como, actualmente, la emergente ultraderecha —el trumpismo y la derecha extrema europea y latinoamericana— que combinan el autoritarismo político, el nacionalismo excluyente y xenófobo, el ultra conservadurismo social, familiar y machista y el neoliberalismo agresivo —a veces con cierto proteccionismo estatal y euroescepticismo.

Por otra parte, el liberalismo y las fuerzas sociales que lo encarnan, como bloque histórico que aspira a la centralidad y el hegemonismo, converge o subordina a partes de las otras corrientes; o sea, desde un supuesto centroderecha liberal y modernizador pacta con sectores conservadores, como la política europea liberal-conservadora dominante, o absorbiendo sectores socialdemócratas, dando lugar al socioliberalismo centrista o el liberalismo social y progresista; o bien, desde la reconversión de tendencias de la izquierda socialdemócrata, se configura el socialismo liberal o el nuevo centro de la tercera vía.

El liberalismo, en todo caso, tiene un carácter doble: es progresivo frente a dinámicas conservadoras y autoritarias, y es regresivo frente a los avances sustantivos en los derechos sociales y democráticos impulsados por las izquierdas y sectores progresistas. No es cuestión de hacer un balance pormenorizado. Solamente pretendo constatar este carácter ambivalente.

El liberalismo, inseparablemente unido al desarrollo y legitimación del capitalismo y la hegemonía de los países centrales, ha contribuido, por una parte, a la modernización económica y el desarrollo material de las sociedades, junto con el despliegue de las libertades civiles y políticas, y, por otra parte, es responsable de la explotación, precarización, opresión y desigualdad social de mayorías populares, al mismo tiempo que de la agresión colonizadora e interimperialista —incluida la Primera Guerra Mundial— con millones de personas subordinadas y muertas a sus espaldas. Comparativamente, sus desastres son muy superiores a los vinculados con las izquierdas más burocráticas y antipluralistas, incluidos los horrores de las purgas estalinistas.

En el liberalismo, como en todas las grandes corrientes ideológico-políticas y socioeconómicas, hay una diversidad de sensibilidades, diferenciando los dos ámbitos fundamentales: por un lado, el ‘liberalismo económico’ que ha tendido al neoliberalismo regresivo en lo social, el control oligopólico y neocolonial de los recursos y la insostenibilidad del planeta; por otro lado, el ‘liberalismo político y social’, defensor de los derechos civiles y políticos, incluso de cierto Estado de bienestar y cohesión social, aunque con la contención, a veces autoritaria, de las dinámicas transformadoras de izquierda, feministas y ecologistas o los derechos de los pueblos subordinados.

La pugna por la verdad y la legitimidad democrática

Aquí me detengo en la última variante socioliberal o centrista, como opción intermedia entre las derechas y las izquierdas democráticas. Impulsada, sobre todo, desde los años noventa junto con la caída y el descrédito de la izquierda marxista o eurocomunista, esta tendencia se ha convertido en la dominante en la socialdemocracia europea, que abandona algunas de sus características fundamentales: prioridad de la igualdad, redistribución pública, protección social, regulación estatal de los mercados, democracia participativa, derechos sociales y laborales… Y se encamina hacia la aceptación del marco y las políticas neoliberales, con la reducción, privatización y segmentación del Estado de bienestar y los servicios públicos, junto con una restricción de derechos democráticos.

Todo ello se acentúa con ocasión de la crisis socioeconómica de 2008 y las políticas de ajuste y austeridad dominantes desde 2010, compartidas por la socialdemocracia y causa de su crisis de credibilidad social y apoyo electoral en toda Europa, incluido en España; aunque aquí ha remontado en su legitimidad pública e influencia política, derivado de la renovación sanchista y los acuerdos de progreso con la izquierda transformadora y el nacionalismo periférico en torno a la nueva etapa progresista y con el gobierno de coalición de izquierdas.

Más complejo que el análisis comparativo de esas tres grandes corrientes políticas y socioculturales, derecha conservadora, centrismo liberal e izquierda democrática, es valorar su relación con la ciencia social y la ética pública, dicho de otra forma, con el realismo (o racionalidad) de sus diagnósticos y estrategias (y su eficacia) y los fines globales y valores universales.

No entro en consideraciones epistemológicas o de carácter general sobre el rigor científico y el sentido de la política y la democracia. Lo que me interesa recalcar son dos aspectos de la caracterización de una fuerza sociopolítica: el realismo y el pluralismo. Son elementos básicos de legitimación cívica, desde el punto de vista democrático y de eficacia en el cumplimiento de sus fines por el bien común.

El liberalismo se ha construido, desde el Renacimiento y el humanismo racionalista hasta la Ilustración y el positivismo, en base a la ciencia empírica, basada en los hechos, y frente al oscurantismo ideológico y religioso. No obstante, también conlleva prejuicios ideológicos y analíticos que distorsionan la realidad y le lleva a cometer errores políticos de bulto, preso de los intereses corporativos de las élites dominantes que defiende y legitima. En particular, su racionalidad económica o sus postulados macroeconómicos ya han sido puestos en cuestión a gran escala por el keynesianismo, con ocasión de la gran depresión de los años treinta y la recesión económica de la década pasada, aparte de por controvertidas experiencias socialistas, de economía social y comunitarias. Por tanto, el liberalismo no tiene la primacía de la verdad o la razón, ni una garantía de su pulcritud metodológica investigadora o de elaboración de proyectos emancipadores y de gestión económica e institucional.

La tendencia irrealista y antipluralista en el socioliberalismo

No obstante, lo más significativo, para el objeto de estas líneas, son los errores analíticos del Partido Socialista, en momentos de predominio de posiciones liberales, sobre las tendencias sociales y la legitimidad de sus políticas públicas. El más cercano y grave, y que tiene todavía implicaciones sociopolíticas y estructurales, ha sido, precisamente, su ruptura del contrato social progresista por la adopción y la justificación de las políticas de austeridad y de prepotencia política, con ocasión de la crisis socioeconómica y financiera (2010). Todo ello llevó a la importante desafección de parte de su electorado (cuatro millones de personas), el desarrollo del proceso posterior de indignación cívica y protesta social y la configuración consiguiente del espacio de cambio de progreso con una dimensión similar a la del propio Partido Socialista que, con altibajos, todavía persiste.

No era solo un defecto analítico de irrealismo sobre las demandas y la actitud de amplios sectores de la sociedad, sino de condicionamiento de los poderes fácticos a los que se les daba prioridad para definir el diseño de su estrategia, despreciando la motivación democrática de la población. O sea, se introduce el posibilismo oportunista que conlleva el irrealismo de tener en cuenta, sobre todo, la influencia del poder establecido y adaptarse a ella, sin atender a los intereses y demandas de las mayorías sociales y el conjunto de la sociedad. Además, se menosprecian los principios democráticos, lo que impedía valorar, de forma realista (o pragmática), la capacidad y las trayectorias de las fuerzas sociopolíticas progresistas para modificar la correlación de fuerzas y condicionar a los poderosos hacia un cambio real de progreso.

En ese sentido, fueron mucho más realistas en el plano analítico y, especialmente, más acertados y justos en su alternativa de justicia social y más democracia, la ciudadanía activa de aquel proceso de protesta cívica y la dirigencia de las fuerzas del cambio de progreso, que todo el staff, incluido científicos sociales, asesores y comunicólogos, del socioliberalismo y, por supuesto, que el de la derecha, amarrado cínicamente a los intereses de los poderosos y a la manipulación comunicativa.

Y en esas estamos, con la novedad de la capacidad renovadora y adaptativa del sanchismo de confrontar con las derechas y su proyecto reaccionario y apoyarse en su izquierda y el nacionalismo periférico, para lo que ha unido lucidez analítica y pragmatismo táctico para controlar el poder gubernamental. Junto con ello, ha aceptado cierto pluralismo político y apertura en sus alianzas, aunque limitados por sus forcejeos frente a Podemos y los independentistas y su objetivo del refuerzo de su primacía dirigente.

Por tanto, todo el proceso de consolidación del socioliberalismo desde los años ochenta y noventa, ha conllevado su moderación política centrista y su desconexión con la realidad y las aspiraciones de amplios sectores populares; es decir, se alejaban de parte relevante de la sociedad, considerada prejuiciosamente minoritaria o a extinguir —las clases trabajadoras subalternas o la izquierda social—, para representar a las clases medias acomodadas, supuestamente mayoritarias pero realmente minoritarias; ello como coartada para la derechización política y social y su dependencia del poder establecido.

Además de ese alejamiento del realismo analítico y la orientación reformadora progresista, esta evolución del liberalismo político ha tenido otra característica sustancial: su carácter antipluralista con su correspondiente déficit democrático. Junto con rasgos elitistas, tecnocráticos y de restricción participativa se configura su adversario principal a reducir y deslegitimar: la izquierda. No se trata de la normalizada competencia política y electoral por hacer prevalecer la propia representatividad e influencia sociopolítica, sino de la prioridad, con armas ventajosas de todo tipo —mediáticas, jurídicas, institucionales…—, de desprestigiar a las izquierdas transformadoras y limitar su influencia política. Los consensos con las derechas y el orden establecido van en detrimento de la colaboración con las izquierdas y una dinámica de cambio progresista.

Todo ello denota una débil cultura democrática, sin una perspectiva unitaria para impulsar un cambio de progreso. Y lo más problemático es la justificación para consolidar ese aislamiento de los grupos sociales y políticos alternativos, desautorizando su base de legitimidad: acusarles de irrealismo y, por tanto, de inutilidad práctica para la gente común; o sea, atacando su identidad transformadora e infravalorando sus valores democráticos y de justicia social. Con ello se llega a la gran inversión cínica o hipócrita del liberalismo centrista —no hablamos de las derechas reaccionarias—, con peso en la socialdemocracia europea, de disputar a la izquierda su carácter realista y de arraigo entre las capas populares y la sociedad, así como su función reformadora y democrática por la igualdad, la libertad y la solidaridad.

En definitiva, el liberalismo es ambivalente. Particularmente, el liberalismo político y social, tiene componentes progresistas como la defensa de las libertades individuales, la tolerancia relacional, el Estado de derecho y los derechos humanos, aunque le pongan límites a todos ellos, pero sobre todo también conlleva dinámicas regresivas frente a los derechos sociales, una democracia participativa o una ciudadanía social plena, con una dinámica basada en unos valores de igualdad real y democracia participativa frente al poder establecido.

[Fuente: Nueva Tribuna]

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2023

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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