La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rafael Poch de Feliu
Dilemas de la democratización en China
Pocas potencias parecen hoy más sólidas y estables que China. Sin embargo, el gobierno de ese país tiene un serio problema de legitimación que ineludiblemente desembocará en una grave crisis si no es atajado a tiempo. Lo explica el profesor Ci Jiwei en su libro Democracy in China.
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Profesor de filosofía en la Universidad de Hong Kong, donde tuve el gusto de conocerle, Ci ha puesto como subtítulo de su libro The Coming Crisis. Hay toda una industria occidental alrededor de esa Coming crisis en China que ha producido toneladas de fallidos pronósticos sobre el inminente hundimiento del régimen chino. El semanario británico The Economist, que ya en los años noventa nos explicaba lo mal que lo estaba haciendo China en comparación con la Rusia de Borís Yeltsin de entonces, ocupa un lugar de honor en esa disparatada serie. Recordamos también al aclamado Gordon G. Chang, que en 2001, en plena fase turbo del ascenso chino, nos vendió su bodrio The Coming Collapse of China… Lo de Ci Jiwei pertenece a otra categoría y a continuación vamos a explicar de qué se trata.
Sociológicamente, China ya es, en gran medida, una sociedad democrática, en el sentido de que sus relaciones internas vienen presididas por la horizontalidad y el principio de igualdad de sus miembros. En tal situación, solo un régimen político democrático, es decir, un régimen que reconoce la voz, el derecho y la participación ciudadana para su funcionamiento, puede lograr mantener su gobierno de una forma legítima y estable. Una sociedad sociológicamente democrática inserta en un régimen que no lo es acaba chocando y considerando ilegítimo a un gobierno cuya lógica es autoritaria, impositiva y patriarcal. Esta contradicción tiene un gran futuro en China, tanto en el orden interno, como en el externo.
En la historia reciente de China, la sociedad tradicional que era gobernada con la antigua forma patriarcal y autoritaria propia del imperio saltó por los aires en dos fases. La primera fue la transformación da la familia iniciada por el maoísmo y su acción de establecer la igualdad entre hombres y mujeres, tanto dentro como fuera del ámbito familiar. La segunda fue la transformación de las relaciones entre padres e hijos en un sentido mucho más igualitario durante la reforma de Deng Xiaoping. Aquella sumisión tradicional tan fácilmente trasladable a la relación del individuo hacia la autoridad del Estado hoy prácticamente ha desaparecido y exige, por así decirlo, un nuevo contrato. Por más que incompleta y muchas veces inconsistente, “la condición igualitaria no solo destruye la autoridad parental y de los ancianos sino también la deificación de los gobernantes antes percibida como algo natural”, dice el profesor Ci Jiwei.
En la vida cotidiana, el sistema de China no puede ser descrito como autoritario y opresivo. Los chinos nunca habían sido más libres que ahora. Sus libertades para moverse, pensar, opinar y actuar son ampliamente ejercidas con la mayor naturalidad, pero son libertades de hecho, en gran parte no reconocidas como derecho por el sistema político que es esencialmente autoritario.
La legitimidad del régimen bebe de dos fuentes. Una es su condición de heredero de la revolución comunista que emancipó y modernizó al pueblo chino en un proceso a la vez liberador, dramático y repleto de sentido nacional. Esa fuente de legitimidad está a punto de secarse puesto que el Partido Comunista es mucho más el partido de los que mandan que cualquier cosa relacionada con las promesas de igualdad y justicia que estaban en su origen. Hay todavía cierto nexo biográfico entre los actuales dirigentes y aquel pasado, pero la actual generación es la última capaz de referirse a aquellos ecos fundadores. El contraste entre aquellos principios y la práctica del actual partido de los que mandan convertido en “masivo aparato de apropiación privada” en el contexto de privilegio y corrupción propio del capitalismo, es cada vez mayor y anula por completo esa legitimidad.
La otra fuente es la eficacia de la gestión de ese régimen. Bajo la dirección del Partido Comunista, por desvirtuada y borrosa que sea su identidad fundacional, China se ha convertido en una gran potencia y ha logrado extraordinarios avances por todos reconocidos. Ese éxito es bien claro y entrará en los libros de historia. La desaparición de la primera fuente de legitimidad convierte en única y principal esta segunda legitimación. Pero es sabido que el ascenso y crecimiento económico no son eternos. Así que la pregunta es qué pasará cuando remita el actual dinamismo económico del país. Es razonable pensar que en algunos años China dejará de ser la dinámica locomotora que es ahora. Para conjurar la completa sequía de toda su actual legitimación y evitar su hundimiento, el régimen debe abrirse a la incorporación y participación de la ciudadanía en los asuntos políticos.
Como apunta al exponer esta tesis Ci Jiwei, uno de los raros autores que ha enfocado el problema de la democratización china desde una perspectiva a la vez realista y radical, eso no significa seguir el recetario occidental que reduce la democratización de los regímenes autoritarios adversarios a la celebración de rituales electorales que de una u otra forma instauran gobiernos que acaban con los obstáculos derivados del control político de la economía y abren la situación al completo dominio del capital transnacional. De lo que se trata es de otra cosa: de reconocer la voz, el derecho y la participación ciudadana en los asuntos públicos en una dirección que rompa y vaya más allá de la democracia de baja intensidad que el neoliberalismo ha instaurado en el mundo occidental.
Ci distingue tres modelos de desarrollo democrático. Uno es el que tenemos hoy en Occidente y que la canciller Merkel bautizó como Marktkonforme Demokratie: una democracia al servicio del capitalismo, en la que la esfera política está dominada por la económica y en la que los restos del estado social sobreviven a duras penas. Otra es aquella en la que la esfera política compensa y equilibra la económica, actuando como contrapeso contra el capitalismo pero dentro de él, como fue el caso del New Deal de Roosevelt o de la socialdemocracia europea de posguerra que hizo posible el estado social y cierta holgura y emancipación dentro del capitalismo. La tercera es una democracia que trascienda al capitalismo con una dirección socialista que acabe solucionando la contradicción esencial existente entre capitalismo y democracia. Esa sería, por tanto, una democracia contra el capitalismo. El régimen chino debería, obviamente, prepararse para una transformación en ese tercer sentido, de lo contrario el intento de poner al día su legitimación mediante una “democracia al servicio del capitalismo” podría saldarse con un desastre que empeorara las cosas.
Sin dejar de reconocer lo mucho que a China le pueden beneficiar y lo mucho que puede aprender de nociones occidentales convertidas en universales como el Estado de derecho, la libertad de expresión y prensa consagrada en leyes y constituciones, la independencia judicial o los derechos humanos, hay que ser bien consciente de que importar una democratización a la occidental, significa hoy abrazar la Marktkonforme Demokratie. Eso destruiría las ventajas que el dominio de lo político sobre lo económico propias del régimen autoritario tiene para la población, establecería poderes fácticos equivalentes a Wall Street o el complejo militar industrial de Estados Unidos, hoy gloriosamente desconocidos en el país, y abriría las puertas a liderazgos nacionalistas y populistas de tipo trumpista como genuino resultado del veredicto de las urnas. La democratización china debería hacerse, por tanto, no contra el Partido Comunista, sino desde el Partido Comunista, de una forma gradual, manteniendo un fuerte poder central que evite la división del partido, y aprovechando las lecciones de la malograda democratización soviética que acabó llevándose por delante al reformador, Gorbachov, y todos sus buenos propósitos. Lograr todo esto, sin perder las riendas de la situación, sin que la división del partido de estado y la inmadurez política de la sociedad china (algo que cualquier conocedor del país tiene bien presente) propicien un caos que lo destruya todo, es el gran e ingente reto que los políticos chinos tienen por delante y la pregunta es si son conscientes de ello. Sea como sea, sin resolver la cuestión de la puesta al día de su legitimación, el régimen chino se expone a una crisis de extraordinarias proporciones.
En su dimensión exterior, la democratización interna del régimen chino tiene también un sentido crucial. Hace menos de treinta años que China “salió al mundo”, y, desde luego, no hemos visto en ella una repetición de la conducta de los últimos trescientos años de las potencias occidentales. Sus relaciones comerciales con el sur global no han sido impuestas por la fuerza. Su no injerencia en los asuntos internos de sus socios no ha fortalecido, endurecido o hecho peores a sus regímenes políticos. En eso hay una diferencia con, por ejemplo, las condiciones “neoliberales” adjuntas a los créditos occidentales al sur global, causantes de tantos desastres. En general, China no es vista en el sur global como una potencia imperial o neocolonial. Una de sus ventajas para el mundo de hoy es su menor predisposición a la violencia y el conflicto, la no exportación de un “chinese way of life”, su relativo desinterés en la carrera armamentística, la ausencia de un “complejo militar-industrial” capaz de influir e incluso determinar la política exterior, como ocurre en Estados Unidos, y su doctrina nuclear, la menos demencial entre las de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. En los últimos treinta años, en los que Occidente se ha metido en un sinfín de desastrosas guerras, China no ha conocido conflictos externos. Los que tuvo antes, la intervención en la guerra de Corea, los incidentes con India y la malograda operación de castigo contra Vietnam de 1979 que tan mal le salió, no fueron en absoluto intervenciones de cariz expansionista. China mantiene una política mucho más defensiva que ofensiva y eso no es así ahora, cuando tiene enfrente a rivales mucho más poderosos militarmente que ella, sino que ha sido siempre así. Su actual rearme, incomparable con el de Estados Unidos, es una clara reacción al hecho de que Washington haya pasado de considerarle un “socio” a presentarla como “la mayor amenaza existencial contra Estados Unidos”… Todo eso son buenas noticias, pero no es suficiente para proyectar un verdadero liderazgo y una sólida autoridad moral en el mundo.
En nuestro tiempo la aspiración a la democracia es un anhelo y ambición común y universal, claramente dominante y establecido en las diferentes sociedades y culturas del mundo. No me refiero aquí a la caricatura sometida al capitalismo y compatible con el supremacismo y el imperialismo preponderante en los países occidentales más avanzados, sino al sentido etimológico de la palabra (“poder del pueblo”) y a la idea de que no hay “buen gobierno” que no reconozca la voz, el derecho y la participación ciudadana en los asuntos públicos. Ese anhelo democrático es el vector político central de nuestro tiempo que los rusos designan como zakonomernost (закономерность): una inexorable tendencia del proceso de desarrollo social mundial hacia la modernidad. Desprovisto de esa legitimación de puertas adentro, el régimen chino nunca podrá legitimar la proyección de un liderazgo sólido de puertas afuera. El “sueño chino” (中国梦, Zhongguo Meng), un concepto de vocación universal según sugiere el discurso de Xi Jinping, no podrá ser creíble ni exportable si no está en línea con ese sentido común en el interior de China, dice Ci Jiwei. Sin haber adquirido su legitimación democrática interna, el régimen chino continuará siendo objeto de ataques, intentos desestabilizadores y “revoluciones de colores” en todos aquellos frentes (Taiwán, Hong Kong, Tíbet, Xinjiang y los “derechos humanos”) propicios para sus adversarios geopolíticos y para el estímulo de las tendencias separatistas y desmembradoras, lo que a su vez determina una especie de estado de sitio permanente alrededor de esos puntos sensibles. ¿Qué valores venderá China en el mundo si su régimen interno funciona en contra del sentido común universal? No hay, en definitiva, posibilidad alguna de esa comunidad global de futuro compartido citada por el ideario de Xi sin una puesta al día democratizante del régimen político en el interior de China. Sin ella no hay tampoco garantía de que el ascenso chino contribuya a esa integración planetaria, más horizontal, equitativa y menos injusta, que necesitamos para afrontar los retos del siglo.
[Fuente: Ctxt]
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