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Albert Recio Andreu

Pegarse un tiro en el pie

Cuaderno de locuras: 3

El título de esta nota me lo ha proporcionado el consejero delegado de CaixaBank, Gonzalo Gortázar. Lo ha exclamado en la presentación de los resultados trimestrales de su banco. Y La Vanguardia, siempre tan servicial con los poderes económicos, lo ha recogido en un titular. El daño presuntamente autoinfligido es el que provoca, según Gortázar, la permanencia del impuesto extraordinario a la banca incluido en el pacto programático para un posible gobierno de PSOE-Sumar. Siguiendo el comentario, el mal que provoca el impuesto es que reduce la competitividad, este tabú al que se debe enfrentar todo intento de regulación de la actividad económica.

La afirmación es un ejemplo clásico de lo que Albert Hirschman tildó de “retóricas de la intransigencia”, los argumentos que siempre se utilizan para contrarrestar cualquier proyecto de reforma progresista. Básicamente, son tres tipos de respuestas estándar: que la reforma genera males (perversidad), que es inútil (futilidad), y que su coste es injustificado (peligrosidad). Los conocemos bien, pues llevamos tiempo oyéndolos ante cada propuesta reformista del Gobierno. Por ejemplo, se ha visto en todas las reformas laborales, donde la patronal y sus adláteres han argumentado una y otra vez que aumentar el salario mínimo o endurecer la contratación temporal destruiría empleo. También con la política de vivienda, donde frente la regulación de los alquileres, o frente a la obligación de dedicar el 30% de las nuevas promociones de vivienda pública, se argumenta que será inefectiva o provocará una caída de la oferta que empeorará el acceso a la vivienda. Casi siempre el que emite el mensaje no se preocupa de analizar hasta qué punto su razonamiento es sólido. Se trata de otra cosa, de lanzar una campaña publicitaria en contra de la medida para evitar que se aplique, pues el daño que realmente hace la medida es en su interés privado.

En este caso, el presunto mal afecta a la competitividad. Algo hay que decir. Es curioso, porque uno de los mercados donde menos presencia tienen las empresas extranjeras en el sector bancario. Cuando en la década de 1980 se produjo el proceso de integración europea, muchos sectores hasta entonces controlados por empresas locales experimentaron la entrada de poderosos grupos multinacionales. Muchas empresas cambiaron de manos, y muchos sectores productivos experimentaron cambios radicales. Los defensores de la liberalización pensaban que lo mismo iba a ocurrir en el sector bancario y, para sorpresa de sus previsiones, la banca española resulto indemne a la entrada de bancos extranjeros. Muchos de los que entraron acabaron liquidando su actividad, en vista de su incapacidad de penetrar en un mercado fuertemente controlado por la banca local (y en aquel momento por las cajas de ahorros). Sólo en el muy sofisticado mercado de la banca de empresas hay una presencia significativa de bancos extranjeros. El resto es un campo cerrado a la banca local, que después de la crisis bancaria de 2008 y las fuertes ayudas recibidas llevó a cabo un intenso proceso de concentración bancaria que consolidó el papel de los tres grandes ―Santander, BBVA y La Caixa―, quedando un reducido grupo de bancos medianos. Este proceso de concentración sí afecta, en teoría, a la competitividad, al reducir el volumen de competidores. Ha sido, además, un proceso apoyado y financiado generosamente por el sector público. Ayudas que nunca se han devuelto, ni se espera que ello ocurra. Pero sobre esto no hay interés en discutir.

Que un impuesto a los beneficios afecte a la competitividad es de por sí absurdo. El mismo argumento de la competitividad es discutible, pero podemos aceptar que un fuerte incremento en el coste de un input básico puede afectar a la posición competitiva de una empresa. En un mercado como el español, en el que el impuesto a la banca se aplica a todos los competidores, afecta a todos por igual. De hecho, los beneficios no son un coste, son el residuo que queda al final; el impuesto no afecta por tanto a los costes, sino a la parte que se llevan gestores y accionistas. Basta con mirar la lluvia de millones de euros que los mismos bancos están ofreciendo en beneficios, y compararlo con lo que representan estos impuestos, para darse cuenta de que lo que están defendiendo los directivos de banca no es la capacidad empresarial de sus empresas, sino que parte de los fabulosos excedentes obtenidos se queden en sus manos. No es un debate de costes, sino de distribución de la renta.

Podemos ir aún más allá en el debate sobre la competitividad. La banca argumenta que su coste principal es el tipo de interés. Si algo ha subido en los últimos tiempos ha sido el tipo de interés, que fija el Banco Central Europeo para préstamos al sector bancario. Se ha pasado de un tipo de interés negativo al 4,5%, un aumento brutal en términos relativos. Y, sin embargo, ha sido con este presunto aumento de costes con el que los bancos han obtenido unos beneficios extraordinarios. Lo que indica que el funcionamiento del sector no obedece a los procesos que nos quieren hacer creer sus altos directivos. Toda la historia reciente muestra que la banca es un sector ultra protegido por las altas instancias económicas. Cuando estalló la burbuja financiera provocada por ellos mismos, la banca se salvó del colapso por la movilización masiva no sólo de ayudas públicas directas, sino por aún más voluminosos créditos sin interés del Banco Central Europeo. Las ayudas públicas, en el caso de España, fueron prácticamente a fondo perdido y, además, se permitió a los bancos desahuciar a mansalva, no realizar una gestión responsable de los activos inmobiliarios y cedérselos a los fondos buitre. Los principales abusos del sector, como la aplicación de una tasa abusiva, han contado con sentencias favorables del Tribunal Supremo, fiel defensor de la seguridad jurídica. La política expansiva del Banco Central Europeo tuvo que adoptar un enfoque heterodoxo para evitar que el desastre generado por el salvamento bancario y las políticas de ajuste acabaran por generar una crisis económica incontrolable. Los bancos dejaron de ganar porque se redujo su margen de intermediación. Y ha sido precisamente la aplicación de políticas de altos intereses la que les ha empujado a obtener los ostentosos beneficios que ayudan trimestre a trimestre. La razón principal no tiene nada de extraño; la banca ha traducido los aumentos de interés del BCE en aumento de los intereses que cobra a sus clientes, pero no ha hecho lo mismo con lo que perciben sus depositantes. Y con ello han crecido sus ingresos de forma espectacular, contribuyendo, de pasada, a fomentar la inflación.

No se han recatado siquiera en el reparto de beneficios. En algún momento, el conservador Banco de España sugirió moderar el reparto de beneficios como parte de una política de rentas antiinflacionaria. Ya expliqué en otras notas que no repartir dividendos no equivale a reducir beneficios o a congelar salarios. Pero ni esto, que podía considerarse un gesto “responsable”, se ha hecho. Al contrario, los bancos se han dedicado no sólo a repartir dividendos sino también a un importante programa de recompra de acciones, que es otra forma de retribuir a sus accionistas. Que ahora tengan la caradura de cuestionar un moderado impuesto a sus beneficios, cuando todo su enorme negocio (incluido su rescate) ha funcionado gracias a un amplio conjunto de políticas orientadas a proteger sus intereses, alcanza unos niveles de impudor parecidos a los que muestran los que justifican acciones bélicas. Hay mucha patología social entre las élites.

Las retóricas de la reacción casi siempre son cortinas de humo para esconder lo inconfesable, para evitar lo necesario. Éste es un ejemplo de libro.

30 /

10 /

2023

Señores políticos:

impedir una guerra

sale más barato

que pagarla.

Gloria Fuertes
Poema «Economía»

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