La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.
Albert Recio Andreu
Palestina y la crisis de la democracia
1. El holocausto palestino
Aunque la barbarie hace años que campa en el entorno del Estado de Israel, siempre nos sorprende con un grado creciente de brutalidad. Sabíamos que Gaza era algo parecido a los guetos creados por los nazis, que el trato a los palestinos era el del apartheid, o el de las reservas indias de Norteamérica. Sabíamos de las continuas violaciones de derechos humanos, de las ocupaciones ilegales de tierras… Todo esto ha formado parte de la vida cotidiana de los palestinos. Pero la respuesta del Gobierno israelí a la brutal acción de Hamás nos sitúa directamente en el terreno de la solución final. Porque dejar sin suministros básicos de todo tipo a una población ―que, además, no tiene posibilidad de escapatoria― implica someterla a condiciones parecidas a las que regían en los campos de concentración nazis, donde la mayoría de gente moría por inanición, agotamiento y enfermedad. Tampoco esto nos sorprende; la élite política y militar israelí hace tiempo que ha perdido todo sentimiento de humanidad frente a la población palestina, aupada por sus importantes apoyos internacionales y autojustificada por su pasado de pogromos y la Shoah.
Lo que hoy ocurre en Gaza es un coletazo más de la violenta historia del capitalismo, del colonialismo, de las guerras imperiales, de la construcción de un mundo para blancos, con la creación de “nuevas Europas” y la imposición y explotación de pueblos enteros. La esclavitud, por ejemplo, lejos de ser una traumática experiencia puntual, estuvo en el centro de la acumulación inicial y el desarrollo industrial. Las guerras por el reparto de territorios, por el control de recursos o de influencias, han sido persistentes. Israel fue un producto colateral de estas guerras por el reparto del mundo y de esta concepción imperial. Forma parte de una especie de saga por episodios en la que cada gran guerra guarda relación con la anterior. La Segunda Guerra Mundial fue, en parte, la continuación de la Primera. En el nacimiento de Israel desempeñaron un papel fundamental tres factores: la mala conciencia occidental por el Holocausto y los crímenes del antisemitismo (desde los pogromos del este de Europa hasta la entusiasta colaboración de Italia y Francia en aportar población judía a los campos de exterminio); el interés en muchos países por sacarse a los judíos de encima, pues el antisemitismo no desapareció con los nazis, y tercero, y no menos importante, el interés de las grandes potencias en contar con un Estado tutelado, “occidental”, en el avispero de Oriente Medio, donde se extrae una parte importante del petróleo que insufla energía al mundo desarrollado. Que el Reino Unido propiciara, en fase temprana, el asentamiento de judíos en Palestina no es extraño; el imperio británico tuvo una larga tradición en explotar las diferencias étnicas y religiosas como un mecanismo de control de los territorios que colonizaba.
Que el resultado fuera la puerta abierta a un conflicto sin solución era lo más predecible. La expulsión masiva de población palestina a la que no se ofreció ninguna solución aceptable condujo, inevitablemente, a una situación sin salida, abierta al conflicto recurrente. Que esta situación estalle violentamente y genere una espiral de brutalidades es el resultado de una situación estructural a la que no se da alternativa. Los palestinos la padecen cotidianamente y, más allá de manipulaciones ideológicas, no resulta extraño que una parte se sienta atraída por una opción radical que nos resulta cruel e inaceptable. (Estos días he releído Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, donde interpreta la brutalidad del “terror” de la Revolución francesa como respuesta, inmadura, a los cientos de años de sufrimiento y abusos que la nobleza había infligido al pueblo llano. Creo que esta mirada, hasta cierto punto piadosa, es aplicable en este caso.) Y los israelíes, incluso aquellos que no participan del radicalismo derechista, viven con la permanente zozobra de las acciones armadas de los grupos radicales palestinos. El conflicto permanente genera una situación favorable a la deriva militarista que conduce a estallidos como el actual. Sin duda, las persistentes campañas ideológicas de la derecha israelí, de las sectas reaccionarias y el impulso que han recibido de la extrema derecha trumpista no han hecho más que agravar esta dinámica. Trump, Biden o Scholz son tan responsables de lo que está ocurriendo como el mismo Netanyahu.
2. Democracia y Estado-nación
Más allá de la barbarie del exterminio, la historia de Israel expresa, en grado extremo, las limitaciones de los marcos políticos dominantes a la hora de propiciar derechos democráticos universales. Israel es un Estado democrático, con buenos parámetros si se atiene a una calificación convencional. Pero sólo lo es “para adentro” y para los suyos (los musulmanes residentes son ciudadanos de segunda). En este sentido, la defensa de su democracia justifica negar estos mismos derechos al resto del mundo, y practicar una sistemática represión en los territorios ocupados. Es indudable que se trata de un caso extremo, explicable tanto por el marco geopolítico de su formación como Estado, como porque se trata de un país teocrático donde la religión judía está en el centro de la propia constitución. Esta situación, sin embargo, es extrapolable (con variantes) a la mayoría de los países desarrollados.
Ello puede abordarse desde una doble perspectiva. De una parte, la separación entre los intereses de la nación, el interior y el resto del mundo. Aunque el derecho internacional constituye un instrumento de moderación de este conflicto, nunca ha llegado a construir un marco de relaciones igualitarias entre los estados-nación. El Tribunal Penal Internacional constituye un buen ejemplo de sus limitaciones: sólo se consigue llegar a juicio y condenar a autores secundarios del panorama internacional, a criminales de segunda fila. Pero las grandes potencias, que han generado los mayores desastres bélicos, escapan sistemáticamente a este marco de derecho internacional. Muchas de las atrocidades que cometen los gobiernos de Israel se realizan bajo el convencimiento de que van a ser impunes. Al igual que los crímenes de las potencias aliadas en Irak y en muchos otros sitios (o los de Putin si no es derrotado de forma completa). Esta separación dentro-fuera se expresa también en otros muchos campos, como por ejemplo en las políticas ambientales y en las comerciales. La democracia de las naciones acaba en sus fronteras. Las relaciones entre países ricos y el resto siguen dominadas por la fuerza y el poder relativo. El drama palestino es una expresión extrema de esta desigualdad.
De otra parte, hay un segundo elemento crucial en la configuración de los estados nacionales europeos y de las “nuevas Europas”: su racismo más o menos manifiesto y su tendencia a ligar nación con homogeneidad étnica. El racismo no es sólo una ideología persistente en las élites sociales, sino que ha jugado un papel esencial en la legitimación de todo el proceso colonizador, en la imposición de políticas coloniales a una inmensa masa de población mundial. Considerarlas “atrasadas”, inferiores, era una justificación de la propia colonización. Y esta prolongada experiencia de racismo y dominación ha generado un enorme poso cultural en amplias capas de las sociedades desarrolladas. Por decirlo de otra forma: la expansión europea estaba diseñada como un proyecto de blancos. El racismo permite, además, cuando hay conflicto, despreciar las razones del otro. Es indudable que también de esto trata el drama palestino-israelí (el racismo genera también una gradación, no se limita a un proceso binario): los palestinos son los seres inferiores a quienes se les puede arrebatar tierras y tratar como alimañas.
Pero el racismo es también una situación persistente en todo el mundo occidental. No sólo en la periferia sino, especialmente, en el núcleo de las naciones desarrolladas. Y no se trata sólo de una reacción social que insufla los vientos de la extrema derecha, sino que, desde hace años, está integrada en las políticas migratorias de todos los estados. Y su efecto es negar derechos políticos y sociales a personas de orígenes diversos. En muchos países una parte de la clase obrera real ve negado, de forma total o parcial, su acceso a derechos de ciudadanía. Está viviendo permanentemente bajo sospecha. La quiebra de la democracia, entendida como garantía de derechos básicos ―incluida la participación política― más que obvia. Quizás la democracia realmente existente nunca fue otra cosa. El modelo ateniense con el que muchos sueñan siempre fue una democracia para pocos, pues al lado de los ciudadanos libres estaban los metecos y los esclavos (además de las mujeres, sin derechos políticos), que eran quienes generaban las condiciones materiales que la hacían posible. No hemos avanzado mucho.
Israel es un modelo paradigmático de una nación democrática que agrede constantemente a su entorno, y que niega derechos a una buena parte de su población real. Pero no es un caso único, pues en grados distintos esto es lo que practican las grandes democracias reales. Pensar en una democracia real, inclusiva, implica cuestionar a la vez el propio concepto de nación, de ciudadanía y dinamitar todas las políticas racistas. También en esto Israel debería servirnos para entender las limitaciones de nuestras propias democracias.
3. El fin de la hegemonía occidental
Durante años la democracia occidental ha constituido una referencia mundial. No sólo porque muchas de las naciones con mejores estándares de vida han estado han contado con modelos democráticos, sino también porque la hegemonía occidental en muchas instituciones internacional ha permitido plantear el modelo como el ideal al que deberían tender los países a medida que se iban desarrollando. El hundimiento del sistema soviético a principios de los años noventa reforzó aún más la sensación que los modelos de democracia liberal habían salido reforzados en su competencia con el burocratismo soviético. Pero, lejos de reforzar esta hegemonía, los últimos años permiten indicar que se ha experimentado un claro declive. En parte, por la propia deriva autoritaria que se está produciendo en los países centrales con el avance de las diversas variantes de la extrema derecha (más que una cooptación externa, de lo que se trata es de un corrimiento reaccionario de la derecha tradicional, con formas y ritmos diferentes en cada país). Pero, también, porque el resto del mundo ha percibido que entre la retórica democrática y las prácticas reales de las potencias hegemónicas hay un trecho insalvable. Y en este foso se encuentran elementos como el mantenimiento de prácticas neocoloniales, el mal trato sistemático a la población migrantes y refugiados, el desigual apoyo a determinados países, las brutales acciones militares, etc. El apoyo sin fisuras a Israel es uno de estos elementos disonantes. Por ello, la última aventura bélica de Occidente, su guerra en Ucrania, ha tenido menos que una tibia muestra de apoyo en muchos países en desarrollo. La brutalidad de la “solución final” en Gaza y el cerrado apoyo a Netanyahu van a representar, sin duda, un nuevo descrédito para Europa y EE. UU. Y va a reforzar el atractivo de otros países. La actuación de los líderes occidentales oscila entre la inmoralidad de dar por buena la inhumanidad y lo miope de no entender el impacto que su colaboración tiene para el mantenimiento de su influencia en la esfera internacional.
Esta pérdida de hegemonía sería benigna, hasta positiva, si diera como resultado un movimiento profundo de democratización social, empezando por las instituciones supranacionales. Pero todo apunta a que las cosas pueden ir a peor, tanto porque los candidatos alternativos a liderar los procesos son (en su gran mayoría) regímenes autoritarios, como porque las pulsiones autoritarias, el peso de las élites militares, y los conflictos étnicos y nacionales forman parte de la cotidianeidad de la mayoría de los países en desarrollo. Y el resultado final puede ser el de reforzar las corrientes autoritarias en todo el mundo. En los países hegemónicos, estas tendencias ya están presentes, y pueden reforzarse ante el temor de nuevas oleadas de acciones terroristas en el centro como respuesta a nuestro papel en Israel. No hacen falta grandes conspiraciones; en todos los países desarrollados viven millones de personas jóvenes que experimentan el racismo cotidiano, y se informan del doble rasero que aplica su país de residencia a palestinos y ucranianos. Sólo con que una ínfima proporción se deje influir por un ideólogo de la muerte sería suficiente para que se produzcan sucesos que engendran en sí mismos nuevas pulsiones autoritarias. Estamos, en ese ámbito, atrapados en una espiral perversa. Y todo ello aderezado por las presiones militaristas del viejo imperio y su renovada voluntad de enfrentarse a China.
4. La necesidad de un cosmopolitismo militante
Estamos ante una situación dramática. Gaza es la cara del terror. Un caso extremo en un mundo donde abundan los problemas generados por unas estructuras políticas y sociales generadoras de desigualdad y depreciación. Un mundo que, por una parte, está más interconectado que nunca y, por otra, mantiene barreras sociales insoportables. Los problemas globales requieren respuestas globales. Inclusivas, en el sentido de que hay que encontrar respuestas capaces de dar soluciones aceptables de vida a todo el mundo. Respuestas con perspectiva global. Que hagan efectiva para la humanidad entera el viejo ideal ilustrado de “libertad, igualdad, fraternidad” (sigo pensando que es un eslogan imbatible). Pero ello es imposible de conseguir sin un igualitarismo profundo que contemple los condicionantes ambientales. Y esto exige una acción que, si bien tendrá necesariamente que desarrollarse en los marcos políticos existentes, debe pensarse en clave global. Si algo nos enseña la tragedia de Oriente Medio es que las soluciones nacionales son inadecuadas. Que la izquierda debe constituirse, en todas partes, en clave cosmopolita. Es la única forma de abordar humanamente los problemas prácticos que nos acechan, especialmente la crisis ecológica y los problemas de democracia generados por las políticas migratorias imperantes. También para cuestionar las pulsiones militaristas y las prácticas de doble rasero que practican las potencias cuando se trata de problemas de derechos humanos y de libertades.
30 /
10 /
2023