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Francesc Bayo

¿Hacia una Unión Europea de extrema derecha?

Desde hace varios años, la presencia de la extrema derecha en Europa se ha ido ampliando tanto en la esfera de las ideologías y de las batallas culturales, como en la capacidad de organización y de acción política, que se está traduciendo en el avance de unas políticas reaccionarias en varios países europeos[1]. Como resultado de todo, el auge de estas formaciones y el apoyo electoral que han recibido en sus respectivos países ha sido muy notable, y ya es una realidad que los partidos de extrema derecha no sólo condicionan la gobernabilidad y las agendas políticas en varios países europeos como Suecia, porque ese es el requisito que exigen para apoyar externamente a los gobiernos de derecha, sino que en algunos casos directamente están gobernando por su propia fuerza o en coalición con partidos de derecha (véase Eslovaquia, Hungría, Finlandia, Italia o Polonia).

En todo ese avance parecía que hasta el momento los partidos de extrema derecha primaban fundamentalmente la acción en sus propios países, entre otros motivos porque una de las razones de su existencia es la reivindicación de un nacionalismo esencialista, a menudo nativista con tintes excluyentes, que en todos los casos se ha expresado con un rechazo a la inmigración y a la integración de otras culturas que pudieran supuestamente amenazar con diluir la propia identidad. Del mismo modo, respecto a las políticas de la distribución del bienestar en los países, las posiciones de la extrema derecha se han inclinado por reducirlo a lo sumo a la población autóctona y limitando el alcance al mismo por parte de los inmigrantes, llegando incluso a excluirlos, siguiendo unas prácticas que se han denominado “chovinismo del bienestar”. En definitiva, todo ello ha acabado generando la convicción de que la extrema derecha se limitaba a propugnar una defensa de la soberanía nacional supuestamente amenazada por diferentes factores externos, que incluyen también a la globalización o el multilateralismo[2].

En consecuencia, todos los partidos de extrema derecha se han mostrado escépticos con el carácter posnacional que frecuentemente se le atribuye al proyecto de integración de la Unión Europea, y tampoco se han sentido partícipes de los valores cosmopolitas de defensa universal de los derechos humanos y de las igualdades en el mundo, que al menos sobre el papel las instituciones de la UE dicen que quieren defender. Otro aspecto que tampoco han apoyado los partidos de extrema derecha europea ha sido cualquier avance por muy tímido que sea hacia una federalización en Europa, ni en lo político ni en lo económico. En esa permanente línea de tensión entre la necesidad de avanzar conjuntamente en Europa y, por lo tanto, mutualizando políticas que algún día deberían abarcar desde las finanzas a los impuestos o la redistribución del bienestar, y la resistencia a la cesión de soberanía que esa orientación federal implica, la extrema derecha siempre se ha situado del lado que propugna retener al máximo el control nacional. En resumen, aunque la mayoría de los partidos de extrema derecha se han presentado a las elecciones europeas y varios han conseguido eurodiputados, la línea de acción se ha orientado claramente a combatir las políticas de esa Europa abierta y solidaria que los principios comunitarios dicen que quieren practicar, y tampoco se han mostrado partidarios de ningún avance hacia la federalización entre los estados miembros de la UE, aunque fuera tímido y limitado. E incluso allí donde gobiernan en varias ocasiones han amenazado y hasta han llegado a utilizar controles de fronteras en sus propios países violando la libertad de movimientos de personas que operan en Europa en virtud de los acuerdos de Schengen.

Hasta ahora parecía que esa situación no era muy problemática porque la fuerza electoral de los partidos de extrema derecha en el Parlamento Europeo era débil o incluso residual, y también por la dispersión en los intereses y la acción de esos partidos en la Eurocámara. Pero del mismo modo que los partidos de extrema derecha han logrado hacer avanzar tanto sus valores como los temas de su agenda en las políticas nacionales de varios países europeos, la cuestión es que ahora parece que esa percepción se podría estar ampliando al marco general europeo, entendiendo como tal las cuestiones que se dilucidan en las políticas que abarcan las competencias de las instituciones comunitarias, especialmente en la Comisión Europea y en el Consejo Europeo. No hay que olvidar que en el Consejo participan representantes de gobiernos de extrema derecha o que están formados por coaliciones de derecha y extrema derecha, y en ese espacio decisorio están avanzando sus propuestas, mientras que aquellos miembros de la Comisión Europea próximos ideológicamente a la extrema derecha están haciendo lo mismo. Este fenómeno lo podemos observar a través de varios ejemplos de la evolución de las políticas migratorias de la UE, en las discusiones sobre el futuro de la geopolítica europea o en las estrategias sobre la competitividad en el contexto internacional.

Salvo un momento puntual en 2015 para hacer frente a una crisis humanitaria ante la llegada masiva de refugiados, ya hemos visto como las políticas comunitarias se han mantenido muy rácanas en el tratamiento a las migraciones externas. Igualmente, todavía perdura la ausencia de una política común respecto al tratamiento que se da a los refugiados que piden asilo, ya que mediante el instrumento vigente —llamado Convenio de Dublín— en realidad se le está pasando la responsabilidad al gobierno del país que se encuentra con la papeleta. Tampoco se ha trabajado demasiado en la búsqueda de fórmulas comunes para fomentar la integración de los inmigrantes en todos los territorios de Europa. Algo similar podría estar ocurriendo alrededor de los debates geopolíticos sobre el futuro de las políticas de alianzas de la Unión Europea y la más reciente tendencia hacia una revalorización de las políticas de defensa con orientación armamentista, o sobre los debates estratégicos en torno a la competitividad europea en el contexto internacional. En todos los casos mencionados anteriormente, la extrema derecha está intentando capitalizar las perspectivas temerosas y defensivas que abundan y cada vez crecen más en las sociedades europeas, enfocándolas hacia soluciones que podrían rayar la defensa de posiciones autoritarias.

La otra cuestión que también estaría en juego es si se podría estar extendiendo una amalgama de los valores más reaccionarios de la extrema derecha de una forma compartida entre las sociedades europeas, o más bien entre lo que podríamos llamar el demos europeo desde una perspectiva de comunidad imaginada como describió Benedict Anderson[3]. Esto se percibe en particular en la extensión de una visión cultural próxima al nacionalismo esencialista y/o étnico/religioso, hasta el punto de que parece que se va normalizando por encima de unos valores europeos cosmopolitas y universales con un cariz más progresista, que hasta ahora supuestamente se consideraba que tenían una mayor acogida en las sociedades europeas. Sin embargo, como se explica un poco más adelante, el discurso de la integración europea en muchos casos se ha basado en la difusión de unos consensos que han tenido un importante arraigo entre determinadas élites, pero estos consensos conviene ir analizándolos críticamente en relación con el beneficio de la ciudadanía en general, e incluso algunos habría que desmontarlos considerándolos como mitos. Uno de los más arraigados hace referencia a la defensa de la extensión generalizada del supuesto modelo social europeo, que ha sido una de las señas de identidad europeas ante el mundo, aunque ya se ha visto cómo ese mito estalló en pedazos a raíz de la crisis del 2008, con el tratamiento que unas élites europeas dieron a algunos de sus conciudadanos con la aplicación obligatoria de unas políticas de austeridad bastante crueles, dando una muestra de puro racismo social.

Las elecciones europeas del próximo año 2024 podrán despejar algunas de estas incógnitas y esperemos que los temores expresados un tanto exageradamente en el título de este pequeño ensayo no se cumplan del todo. Pero al igual que no esperábamos que se produjera ese avance de la extrema derecha en varios países europeos, tanto en el ámbito de las ideas como en la organización, difusión y puesta en práctica de las mismas, en vista de la generalización de algunas ideas y prácticas de la extrema derecha que van tomando cuerpo en el conjunto de la Unión Europea, tanto en sus instituciones como en la ciudadanía, se percibe una cierta tendencia similar hacia un giro civilizatorio a nivel europeo, en el que en muchos aspectos como la identidad, las migraciones o las religiones están coincidiendo algunos postulados de la extrema derecha y del Partido Popular Europeo[4]. En este sentido, siguiendo la teoría de las respuestas ante el declive, de Albert O. Hirschman, donde enuncia las opciones de lealtad, voz o salida, hay una percepción de que la extrema derecha europea parece que está virando de la salida a la voz con la intención de promover transformaciones reaccionarias en las políticas de la UE, y por ello valdría la pena analizar algunos de los componentes que nos permitan vislumbrar esa deriva reaccionaria.

I. Cuestionando la idea y los resultados de una Unión Europea cosmopolita y posnacional

Para explicar el avance de la extrema derecha como un giro civilizatorio reaccionario que contrasta con una imaginada evolución progresista europea mantenida hasta el momento, Kudnani primero analiza en su libro de un modo crítico el supuesto proyecto cosmopolita de la Unión Europea, donde se supone que impera un pensamiento abierto e integrador de la diversidad europea. El primer cuestionamiento se refiere a la naturaleza eurocéntrica de la propia mirada que desde Europa se ha hecho a su proceso de integración, donde parece que se quiere presentar la integración regional europea como un fenómeno global y a nivel mundial, que a la vez podría servir de nuevo paradigma a seguir en todo el mundo. Sin embargo, la realidad es que las llamadas cuatro libertades europeas (libertad de movimientos del capital, de los bienes, de los servicios y de las personas) sólo operan entre los países europeos que a lo largo del tiempo se han incorporado como miembros a la UE, y han podido acceder a ellas porque cumplen con los requisitos restrictivos que se han ido recogiendo en los sucesivos Tratados, unos requisitos que la Comisión de la Unión Europea supervisa continuadamente. En ese sentido, las barreras que se han removido internamente entre los países miembros continúan siendo o incluso se muestran de una forma más exacerbada como una barrera con el exterior de la Unión Europea, con el resultado de una Europa fortaleza que hasta ahora sólo era criticada fundamentalmente por los países externos que se relacionan con Europa.

En lo tangible y material, uno de los elementos más visibles de esa barrera exterior europea se ha manifestado en la Política Agrícola Común, que ha afectado severamente a las exportaciones de países terceros y muy especialmente a los del Tercer Mundo, porque la mayoría de ellos no tenía la capacidad negociadora y mucho menos la posibilidad de ejercer un poder sancionador como el que ha practicado por momentos Estados Unidos respecto a Europa. El otro elemento significativo es el control externo de las migraciones hacia Europa, que ha llevado a desarrollar auténticos filtros bastante insalvables tanto en los controles de fronteras como en las costas griega, italiana o española (incluyendo las vallas de Ceuta y Melilla). Además, se ha negociado con gobiernos de terceros países como Turquía, Túnez o los grupúsculos que manejan el poder en Libia para que ejerzan de muro de contención a cambio del pago de millones de euros como compensación por la externalización del control del problema.

Mientras tanto, en el ámbito de las ideas parece que se quiere seguir reivindicando ese supuesto afán cosmopolita y posnacional que en su momento teorizaron figuras tan destacadas como Jürgen Habermas o Ulrich Beck, donde se llegó a decir que el proyecto de integración europeo mostraba una ruta hacia la constitución política de una sociedad global (obviando que en realidad se estaba sustituyendo el mundo entero por tan sólo Europa). Hay que reconocer que este paneuropeísmo optimista, que ya en su momento criticó Perry Anderson[5], tuvo una buena acogida sobre todo entre las élites, y además se fraguó en el contexto del final de la Guerra Fría y cuando la Europa del Este empezó a llamar a las puertas de la Europa occidental vigente en aquel momento. No obstante, según explica Kudnani, es difícil rastrear qué diferencia hay entre el imaginado proyecto cosmopolita y universal que planteaba la Unión Europea respecto de otros proyectos que se proponían a sí mismos en iguales términos, como puede ser el de los Estados Unidos o incluso el de Francia o el del Reino Unido. En todos esos casos se apelaba a la defensa de derechos humanos universales que incluían por ejemplo la abolición de la pena de muerte (algo más complicado para los EE. UU.), o el afán por contribuir al desarrollo internacional mediante la apertura de mercados al libre comercio y a la libertad de inversiones en un mundo globalizado, un proceso que a la vez iría acompañado de políticas de ayuda a los países más pobres.

En consecuencia, Kudnani cuestiona el cariz cosmopolita del proyecto paneuropeo y lo reduce a una expresión de regionalismo integrador del que emanaba una identidad que no se mostraba reacia o contraria al mantenimiento de la propia identidad nacional tradicional de cada país, entendiendo entonces que cualquiera pudiera manifestar un sentimiento desde una perspectiva identitaria particular (por ejemplo española, francesa, alemana o húngara) y a la vez alineada con la europea, porque no se consideraban conceptos contradictorios. De todos modos, manifestando ambos sentimientos identitarios integrados sí que se expresa un sentido de exclusividad que no incluye al resto del mundo, y además Kudnani llega a cuestionar que los fundamentos del sentimiento de identidad cívica y cosmopolita europea sean los únicos y exclusivos, ya que sospecha que ocurre más bien lo contrario. Para ello rastrea en la historia europea para llegar a la conclusión de que también han prevalecido los rasgos de un sentimiento identitario basado en los principios étnicos y culturales, e incluso esencialistas. También se podrían incluir aspectos religiosos como esa consideración de Europa como espacio adalid de la cristiandad, que han impregnado tanto la evolución de las identidades de los países como al final y hasta cierto punto la identidad del modelo de integración regional en que ha devenido la Unión Europea. Cabe decir que esta misma consideración de doble fuente del principio identitario mixto y hasta cierto punto contradictorio entre cívico, por un lado, y étnico/cultural/religioso por otro, también vale para los Estados Unidos, con lo cual se estaría planteando de algún modo y por extensión que se comparte una visión etnocéntrica en el llamado mundo occidental.

Finalmente, en su análisis sobre la construcción de una Europa que estaba deviniendo imperial, Jan Zielonka ya cuestionaba los resultados de la aspiración comunitaria de erigir una estructura política que superase el balance de poder en Europa en aras de algún tipo de superestado federal que él denomina de raíz poswestfaliana. Este supuesto modelo que nunca llegó a existir se caracterizaría por tener unas fronteras externas bien definidas, una relativa homogeneidad socioeconómica, una identidad paneuropea prevaleciente, una ciudadanía única reconocida, con una superposición de regímenes legales, administrativos, económicos y militares, así como una soberanía absoluta. En cambio, Zielonka consideraba que la estructura de la integración europea acabó teniendo unas características más parecidas a un modelo imperial neomedieval, con una mezcla de territorios donde persisten los patrones de las discrepancias socioeconómicas, coexisten múltiples identidades culturales, hay una interpenetración de varios tipos de unidades y lealtades, también una distinción crucial entre un centro y una periferia, una diversidad de tipos de ciudadanía con diferentes disposiciones de derechos y deberes, y finalmente una soberanía dividida entre diferentes funciones y líneas territoriales[6].

II. Rastreando las raíces que han facilitado el resurgimiento de las identidades culturales étnicas en la Unión Europea

El fin de la confrontación ideológica de la Guerra Fría también generó unas sensaciones que variaron desde la inicial y efímera euforia del pensamiento optimista que propuso Francis Fukuyama, teorizando sobre el final de las ideologías por el triunfo del capitalismo liberal, hasta otras ideas más sombrías que teorizó Samuel Huntington, primero sobre el choque de las civilizaciones, y más tarde cuando mostró su alarma ante unas posibles amenazas a la identidad americana procedente de las sucesivas migraciones de sus vecinos sureños[7]. En esta amalgama fue creciendo un renacimiento del valor de las identidades con una raíz esencialista desde la perspectiva histórica, que en el caso europeo parecía que inevitablemente nos iba a traer al presente rasgos de la configuración primigenia de Europa como un espacio liderado por personas blancas y con un profundo arraigo en la cristiandad. De hecho, no hay que olvidar que algunos de esos rasgos ya se integraron en la configuración de la identidad moderna de la Unión Europea, y una muestra es que una de las distinciones más valoradas en Europa es el premio Carlomagno. Igualmente, en los momentos álgidos del conflicto de la Guerra Fría alguna vez Churchill llegó a expresar que había que combatir el comunismo porque era una amenaza para la civilización cristiana, mientras que los líderes principales de la democracia cristiana europea, como Adeanuer o De Gasperi, consideraban que los valores del cristianismo estaban en las raíces de la identidad europea.

Por otra parte, una revisión de la identidad europea en contraste con el resto del mundo también nos iba a retrotraer al reciente pasado colonial e imperial de varios de los principales países europeos. El modo en que este fenómeno ha sido percibido e incorporado en el imaginario y la identidad de los europeos a nivel continental y en los propios países últimamente está generando un debate desde una perspectiva decolonial más crítica, pero de momento bastante limitada. En cambio, de una forma más amplia y generalizada —sobre todo entre las élites— y también dentro del contexto del trasfondo del pasado colonial, se produjeron unas líneas de tensión contradictoria entre las anteriormente mencionadas visiones cívicas y cosmopolitas frente a las visiones étnico/culturales de la identidad nacional de los países y de la propia UE. Como conclusión, el resultado para la perspectiva mayoritaria y dominante ha sido que esa supuesta tensión contradictoria se habría resuelto por la convicción de que los imperios y el despliegue colonial europeo fueron misiones civilizatorias, que aparte de conquistar territorios para dominarlos y apropiarse de sus recursos, también sirvieron para llevar los valores europeos más avanzados al resto del mundo.

Este ángulo de visión civilizatorio en cierto modo ha estado presente desde los orígenes de la construcción de la Unión Europea, y Kudnani sugiere que está en los fundamentos de los planteamientos de la relación con el resto del mundo en el primigenio Tratado de Roma de la Europa en ciernes de integrarse. De alguna forma, en esa idea civilizatoria radica la visión desarrolladora de Europa en África y otros continentes (Asia, América Latina), que fueron lanzadas por alguno de los padres fundadores, como Robert Schuman. No hay que olvidar que en aquel entonces todavía no se habían independizado una gran cantidad de países africanos, algunos asiáticos y otros del Caribe, que eran colonias de países europeos que estaban iniciando el camino primigenio de la integración (como los Países Bajos, Francia o Bélgica), y en estos territorios por lo general seguía imperando el modelo de gobernanza colonial discriminatoria en derechos, representación y ciudadanía, que se consolidó institucionalmente a lo largo de los siglos XVIII y XIX[8]. Tampoco debemos olvidar el hecho de que todavía hoy día formen parte o tengan una relación muy especial con la Unión Europea territorios de ultramar que son reductos coloniales de Francia, o en su momento los del Reino Unido hasta el Brexit, por lo que el proyecto de la Unión Europea no sólo ha contribuido a reafirmar las aspiraciones nacionales identitarias de sus países miembros en términos civilizatorios, blanqueando en buena medida el pasado colonial, sino que incluso ha rescatado los restos del legado de los viejos imperios incorporándolos al acervo comunitario.

Finalmente, a lo largo del tiempo se ha construido otra perspectiva exculpatoria de cualquier rasgo supremacista en la conformación del proyecto de la Unión Europea, que consiste en considerar que la construcción de la memoria europea en torno al rechazo al Holocausto y la persecución de los judíos exime de toda percepción racista en Europa. De ese modo se ha podido pasar por alto no sólo todo el pasado colonial e imperial, sino cualquier referencia al sometimiento de otros países y sus pueblos en nombre de la superioridad del hombre blanco europeo. Como señala Kudnani, parafraseando al historiador francés Ernest Renan, “la esencia de una nación es que todos sus miembros tienen algo en común, y también que juntos han olvidado algunas cosas”, y este mensaje ha calado también en el proyecto de integración europea.

III. El desarrollo de la integración europea y la expansión hacia la Europa del Este como nueva misión civilizatoria, dos experiencias que acabaron en fracaso

En los años noventa se produjeron una serie de acontecimientos en la Unión Europea que generaron una nueva oleada de optimismo sobre el futuro del proyecto integrador, al menos entre las élites gestoras del mismo. En el ámbito interno, el desarrollo del Tratado de Maastricht indujo a la sensación de que la integración avanzaba más allá del comercio, aunque esas élites no se cuestionaban los fundamentos de esa integración ni las consecuencias internas de ese modelo integrador que implicaba una reconversión productiva impresionante, que afectaba tanto al sector primario, como a la industria y los servicios, además de una concentración del control y la dirección de los flujos financieros y de las inversiones. Esa corriente de optimismo impidió que se percibieran las consecuencias de esa Europa mal integrada y jerarquizada en torno a un centro que en muchos aspectos dominaba una periferia subordinada, y también implicó que esa evolución no se empezara a cuestionar como un fracaso hasta dos décadas o más después, cuando la crisis económica arreciaba con mucha más fuerza. Además, desde la introducción de la moneda única y las rígidas normas sobre inflación, déficit y deuda del Pacto de Estabilidad exigidas por el Bundesbank y el gobierno alemán, la realidad de la convergencia y la cohesión europea se volvió más ilusoria y la tendencia iba por la senda contraria de engrandecimiento de las brechas entre el centro y la periferia del sur y del este de Europa. Pero incluso en medio de la crisis más terrible ocurrida en décadas, desde 2008 y toda la década posterior, el pensamiento dominante en Europa estaba impregnado por una especie de racismo social que dividía grosso modo a sus ciudadanos entre los virtuosos del norte y los perezosos del sur. Toda esta situación conflictiva se mantuvo controlada bajo la mano dura del Banco Central Europeo y sus socios supervisores de la llamada troika (Banco Mundial y Comisión Europea), que ejercieron una violencia soterrada para contener el descontento de la población ante el avance de la precariedad en sus vidas[9].

Por otro lado, la idea que en los años noventa y principios de este siglo había permitido renacer la visión cosmopolita y civilizatoria del proyecto de integración europea fue la expansión hacia los países de la Europa del Este, a los que a medida que iban consolidando democracias más o menos formales iban siendo invitados a incorporarse al remanso de paz social de la UE, que llegó a ser considerado como un ejemplo para el mundo. Obviando las consecuencias de la promoción de un capitalismo que ha llegado a ser bastante salvaje en algunos países ex comunistas, desde la UE se ha estado presumiendo de la extensión del llamado poder normativo, que en realidad ocultaba unas reglas económicas muy estrictas impregnadas del más puro neoliberalismo, que tuvieron muchas otras consecuencias perniciosas como el avance de las desigualdades entre los países miembros, que ya hemos visto cómo estallaron sobre todo después del año 2008.

La idea de una Europa integrada en lo político, lo económico y lo social ha estado subyacente desde los orígenes comunitarios, y con ella se ha estado construyendo una percepción sobre el modelo social europeo como una alternativa exitosa ante el socialismo realmente existente al otro lado del Telón de Acero[10]. Aunque se ha comprobado con el tiempo que esta idea no acabó concretándose del todo y también se fue devaluando (quedando casi en un mito), no está exenta de cierta razón en el proceso inicial, si bien circunscrita a unos pocos países que se podrían encuadrar bajo dos de los conceptos de bienestar que acuñó Gøsta Esping-Andersen, el corporativo y el socialdemócrata[11]. La integración originaria de los países fundadores y las primeras incorporaciones a la UE se gestaron en el contexto de expansión económica y del estado del bienestar, que han sido bautizados como los “treinta años gloriosos”, que además coincidieron temporalmente con uno de los momentos álgidos de la Guerra Fría. Sin embargo, las expansiones de los años ochenta y sobre todo las posteriores a los años noventa ya se han producido en la era del avance del capitalismo neoliberal en todo el mundo como un giro hacia una misión civilizatoria sustentada en una fe económica incontestable y sin alternativas[12], con una Europa que se fue convirtiendo en uno de los adalides de esa nueva fe neoliberal[13].

Pero como ya se ha mencionado, frente al auge del optimismo de un discurso democratizador y promotor de derechos, que ensalzaba a la Unión Europea como un ejemplo mundial donde el poder normalizador y basado en consensos se mostraba como un avance ante otros modos autoritarios de ejercer el poder en el pasado, creció también la visión de un contraste desesperanzador por las consecuencias de las derivas de las políticas neoliberales, que estaban generando un aumento de las desigualdades entre los países y en el interior de los mismos. Así creció una ola de desaliento en muchos países de Europa Central y Oriental que provenían del mundo comunista y habían abrazado el capitalismo occidental como un espacio de salvación, pero pronto pudieron comprobar con frustración que el mero hecho de imitar el modelo capitalista de Occidente no era suficiente para prosperar y conseguir aquellos niveles de bienestar[14]. Más adelante, el colmo de ese contraste se pudo verificar a partir de la segunda década de este siglo, y un ejemplo fue el ensañamiento que se aplicó al gobierno griego y a su población con las políticas de austeridad y la exigencia del pago de una deuda generada en ese bucle infernal en el que se sumaron las políticas expansivas del capital financiero y los desequilibrios productivos y comerciales en Europa. Ese plan fue ejecutado siguiendo las directrices del Bundesbank y de un gobierno alemán que no se apiadó de unos supuestos conciudadanos europeos, a los que se les llegó a aplicar calificativos de racismo social para justificar esa política implacable[15].

Todos estos elementos contribuyeron a que se expandiera por la Europa occidental una ola de indignación social que tuvo como consecuencias un cierto auge de las movilizaciones sociales y un pequeño resurgimiento de una izquierda crítica, que se enfrentaba tanto a las políticas neoliberales como a una socialdemocracia hasta cierto punto cómplice que se había visto superada por los acontecimientos en su vana ilusión de domesticar el capitalismo, y que encima no entendía o incluso casi despreciaba las consecuencias de la precariedad[16]. Pero la izquierda no fue capaz de capturar toda esa indignación y canalizarla hacia una movilización social en favor de proyectos de transformación, y la realidad es que también cundió de forma mayoritaria el desencanto y la desesperanza por las vidas precarias a las que se veían abandonadas capas muy grandes de la población, a la vez que se pudo percibir mucha desorientación social que tuvo una cierta deriva hacia la anomia política y social[17].

En el caso de los países del Este europeo, aunque también se extendió la desesperanza ante el avance de la precariedad, no se percibió esa forma de canalización de la indignación social porque no provenían de la tradición del estado del bienestar occidental, y por tanto no tuvieron esa forma de reacción de protesta con movilizaciones sociales ante una amenaza de pérdida. No hay que olvidar que esos gobiernos ya se habían impregnado de la visión neoliberal, mostrándose comprensibles con las políticas de austeridad aplicadas a los países del sur de Europa, y por tanto se convirtieron en firmes aliados del gobierno alemán. Sin embargo, en todos los países del Este ya se había producido un rebrote nacionalista, en algunos casos con ciertos tintes de ultraderecha, a través del cual se canalizaron muchas frustraciones y anhelos.

En ese contexto, en todos los países europeos empezaron a surgir y en otros casos a reafirmarse las posiciones euroescépticas, que han tenido una doble fuente de alimentación, ya que, por un lado, se encuentra una parte de la izquierda radical europea, pero sobre todo han tenido una enorme aceptación entre los movimientos y partidos de extrema derecha de todos los países europeos[18].

IV. Las dudas sobre las bondades de la integración europea favorecieron el avance del euroescepticismo y el auge de la extrema derecha

Anteriormente se ha mencionado que la evolución de la integración en los años noventa en general generó una ola de optimismo esperanzador entre los países miembros, y muy especialmente entre sus élites, aunque hubo importantes reservas entre segmentos críticos de la izquierda europea, pero sobre todo hubo una gran desconfianza en general sobre la afectación al futuro de la soberanía nacional en algunos países. Esto se puso de manifiesto inicialmente en el momento de ratificar el Tratado de Maastricht en 1992, que en algún caso como Francia fue aprobado por una mayoría muy justa y además el país quedó dividido socialmente, ya que los sectores obreros y populares votaron mayoritariamente en contra, mientras que en Dinamarca se produjo un rechazo mayoritario que obligó a negociar algunas salvaguardias para poder convocar un año más tarde un segundo referéndum donde ya fue aprobado.

Más adelante volvieron a surgir problemas en las ratificaciones del Tratado de la Unión Europea en 2005, cuando franceses y holandeses lo rechazaron en primera instancia en sus respectivos referéndums. Esto obligó a una revisión del Tratado, pero la versión posterior llamada Tratado de Lisboa fue rechazada en referéndum, en este caso por los irlandeses, y no pudo entrar en vigor hasta el año 2009, una vez que fue ratificado por Irlanda tras un segundo referéndum. Entre las razones esgrimidas para explicar estos vaivenes se ha considerado la falta de una clara conciencia de ciudadanía europea entre los habitantes de todos los países miembros, que además se vería dificultada por la distancia entre lo que se consideran las élites del entorno de la cúpula comunitaria y las poblaciones en general. Por otro lado, se ha debatido mucho sobre la realidad de una Unión Europa que no deja de ser una especie de confederación de estados, donde la toma de decisiones se efectúa por unas instituciones que siguen unas líneas jerárquicas estrictas donde la participación ciudadana es prácticamente inexistente, además de otras carencias como la falta de unos mecanismos de rendición de cuentas realmente eficaces, por lo que las instituciones y las políticas aplicadas están menos sujetas a un control democrático estricto, e incluso pueden escapar totalmente al mismo como por ejemplo podría ser el caso del Banco Central Europeo[19].

Del lado de la expansión hacia la Europa del Este surgieron otros problemas que acabaron alimentando también el euroescepticismo. En este caso, como ha afirmado Jan Zielonka en diferentes investigaciones[20], el proceso estuvo inmerso en una especie de paradoja entre la inclusión y la exclusión, donde se estaba considerando a estos países como europeos, pero no del todo en según qué aspectos mientras no pasaran un examen probatorio. La cuestión es que, desde la perspectiva del progreso y el bienestar de los países de la Europa occidental, los países del Este procedían de un nivel de desarrollo mucho menor que en realidad casi quería decir que eran inferiores. En este contexto los países aspirantes a la integración europea tuvieron que pasar varios exámenes que no sólo verificaban el grado de democracia alcanzado con sus transiciones políticas, sino que también tuvieron que aprobar los requisitos de liberalización económica, reglas fiscales y otras formalidades imprescindibles para formar parte del club comunitario europeo.

En definitiva, y a la vista de algunos resultados posteriores, la impresión es que a través de la necesaria adquisición del llamado acervo comunitario (acquis communautaire) siguiendo los requisitos de adhesión recogidos en los criterios de Copenhague, en realidad hubo más interés comunitario por exportar a los vecinos del este sobre todo reglas neoliberales más que prácticas de buen gobierno. Igualmente, aunque se decía que se estaban aplicando unos principios normativos supuestamente consensuados y compartidos, en realidad todo ello se llevó a cabo desde una posición con gran capacidad de coerción por parte del núcleo duro del poder comunitario y ejecutado por las instituciones radicadas en Bruselas. Por otro lado, algunos países que ya eran miembros alegaron la necesidad de aplicar algunas cláusulas restrictivas temporales para los nuevos miembros sobre la libertad de movimientos de personas (es decir, trabajadores), o sobre la posibilidad de acceder a los fondos comunitarios de la política agrícola o los fondos de cohesión.

Pero, en contraste a tanta evaluación no exenta de cierta condescendencia casi imperial, que ha podido ser una de las causas del auge del euroescepticismo entre los habitantes de los países de la Europa del Este ante esa humillación por tanto requisito, en cambio sí que fueron más fácilmente aceptados como europeos del todo desde una perspectiva identitaria, gracias a su condición de blancos y en algunos casos con grandes vínculos con la tradición cristiana. Para entender mejor este argumento basta echar un vistazo a la rapidez y espontaneidad con que se articuló la solidaridad europea con el pueblo ucraniano ante la agresión sufrida por la invasión de Rusia el año pasado. Igualmente se ha comprobado que la extensión a los países del Este europeo conllevó un reforzamiento de la desestimación de negociar la incorporación de otros candidatos periféricos y vecinos de Europa, como Marruecos o Turquía, con el argumento de que la integración europea no era tanto una cuestión de geografía como de valores compartidos, sin acabar de especificar mucho cuáles eran esos valores, aunque por lo que hemos ido explicando los podemos imaginar. Tampoco evolucionaron mucho las llamadas políticas de vecindad con los países de la periferia europea del sur del Mediterráneo, ni con otras regiones del mundo, quedando un poco endeble esa misión europea de civilizar las relaciones internacionales. En realidad, acabaron imperando los valores de los intereses económicos puros y duros, sobre todo después de comprobar las debilidades económicas propias en el contexto internacional frente a otros competidores, especialmente China.

Del mismo modo que la crisis económica mundial del 2008 sacudió los fundamentos internos de la Unión Europea y la relación entre los países miembros, los países vecinos de Europa y de otros lugares del mundo vivieron una serie de turbulencias que pasaron de momentos de euforia liberadora a severos retrocesos autoritarios. La respuesta oficial europea inicialmente fue optimista, llegando incluso a ensalzar el activismo de las llamadas primaveras árabes, pero ante la deriva del curso de los acontecimientos y sobre todo ante el temor de que los intereses europeos pudieran sufrir pérdidas, la actitud se tornó rápidamente más cerrada y entonces se multiplicaron las visiones que veían amenazas de todo tipo. Algunas podían tener visos de realidad, como el desborde de los flujos migratorios, a los que por cierto no se ha dedicado mucha atención desde una perspectiva de solución global. Pero otras supuestas amenazas eran mucho más infundadas, como una eventual expansión del islam como cultura y civilización que podría atentar contra o incluso disolver el modo de vida occidental.

Como resultado de esa concatenación de fracasos exteriores junto a esa percepción de amenazas que propiciaron una actitud más defensiva frente al exterior, sumado a los tropiezos internos más arriba explicados que minaron la credibilidad sobre una integración entre los europeos, se podría decir que fue avanzando más la visión del reconocimiento de la identidad europea desde un punto de vista tradicionalista étnico y cultural, por encima de otros valores cívicos universales y cosmopolitas que se fueron devaluando y se fueron compartiendo menos. De hecho, más bien se fue percibiendo una pérdida de esa capacidad civilizadora europea que se había llegado a exaltar de un modo parecido al Destino Manifiesto norteamericano, con expansión territorial incluida (aunque en el caso europeo hacia el este). En realidad, se podría decir que estaban cambiando los paradigmas en el mundo y desde Europa también hubo una cierta tendencia a copiar lo que ocurría en Estados Unidos, donde cundió esa visión de refugiarse en una introspección defensiva para devolver la grandeza a un país supuestamente amenazado desde el exterior y que estaba perdiendo competitividad internacional. En definitiva, la extensión de ciertos valores reaccionarios en un radio de alcance global a la larga ha facilitado el camino de encuentro entre la extrema derecha de todos los países europeos y también con otros países del llamado mundo occidental.

V. El avance de las ideas de la extrema derecha ha ido contaminando a las derechas conservadoras tradicionales y ha proporcionado las bases a un giro civilizatorio

En esa búsqueda de unos valores perdidos que debían permitir recuperar glorias pasadas y el estatus adecuado, se ha abierto una puerta al avance de un autoritarismo asentado en un poder fuerte y de amplio alcance, que debería cuidar de los ciudadanos autóctonos, y basado en un discurso de “ley y orden” que puede llegar a tener como consecuencia la aceptación de un poder arbitrario. El resultado puede ser la limitación de la libertad de expresión de las personas, y también de la independencia de los medios de comunicación, a la vez que se difumina la separación de poderes, asistiendo a un intento de control sobre la judicatura, y en algunos casos se produce hasta una cierta remilitarización de los países. Del mismo modo, se aprecia una tendencia a la búsqueda de mano dura como modelo de seguridad si aumenta la delincuencia, que por lo general se considera que se debe a las acciones de los inmigrantes extranjeros.

Desde una perspectiva de clase, como las ideologías de derechas asumen con naturalidad las desigualdades, la organización social jerarquizada y los privilegios de las élites de poder (en particular el económico), se promueve el individualismo en la búsqueda de soluciones vitales a la situación particular de cada cual, o a lo sumo de un núcleo relacional relativamente corto y próximo como la familia. Alrededor de esta idea se construye el discurso del emprendimiento individual con el resultado de ganadores o perdedores, que dependerá de tener mayor o menor fortuna en la vida. Y además se fomenta como horizonte vital primordial la exaltación consumista y la exacerbación de la cultura de la propiedad privada individual por encima de cualquier otra modalidad colectiva pública y/o cooperativa, con la consecuencia de una extensión de la atomización social y la rotura de los tejidos de convivencia que en otros momentos pudieron contribuir a la construcción de resistencias capaces de movilizar en favor de transformaciones sociales solidarias. Como correlato de esta preeminencia de las soluciones individuales y no cooperadoras, se apoyan las demandas de bajadas de impuestos y a la vez se muestra menos interés por defender un Estado del bienestar que proporcione servicios públicos universales, sin importar tampoco la mercantilización o las privatizaciones de los mismos.

También hay una tendencia a adoptar un nacionalismo de corte étnico en lo que respecta a la afirmación de la identidad nacional/cultural, con sus consecuencias en la relación con los inmigrantes condicionada a determinadas exigencias de adaptación, sin excluir el rechazo xenófobo. En ocasiones ese rechazo también se mezcla con la fobia hacia las expresiones religiosas de esos mismos inmigrantes. En este sentido, las manifestaciones antisemitas tradicionales que tuvieron su máxima expresión en la época efervescente del fascismo, en las décadas más recientes han derivado con mayor fuerza hacia la islamofobia. En cuanto a la educación y a los sistemas educativos, no son partidarios de los principios igualitarios de una escuela pública y laica, mostrando con frecuencia preferencias por una escuela segregadora en varios aspectos. Cuando se esgrime una supuesta libertad de elección del modelo educativo por parte de las familias, con frecuencia ocultando las intenciones bajo el manto de las preferencias religiosas, se acaba defendiendo desde la segregación por clase social a la segregación por género, sin excluir una mal disimulada xenofobia (que suele tener también un alto componente clasista).

Por otro lado, en el ámbito identitario/cultural se producen algunas singularidades cuando en un país coexisten otros nacionalismos, que se sustentan en identidades nacionales y culturales diferentes a la mayoritaria y predominante. Si esa diversidad no se sabe gestionar bien, se puede llegar a dificultar la convivencia (o la conllevancia), y en ocasiones incluso a pugnas por ostentar una mayor o menor supremacía, como está ocurriendo por momentos en Bélgica, el Reino Unido o España. En ese contexto, si la situación se descontrola se puede acabar cayendo en una espiral de acción/reacción, que puede atrapar y condenar a ambas posiciones a la radicalización extremista de unos contra otros, donde también se cultiva un nacionalismo excluyente y por momentos arrogante. El ejemplo más conocido por nosotros sería la conjunción del aumento del nacionalismo independentista en Catalunya con la radicalización nacionalista y centralizadora del Partido Popular y de Ciudadanos, que ha llegado a propiciar en buena medida el crecimiento de la extrema derecha representada por Vox, que es a la vez una consecuencia y un foco de incremento exponencial de esa espiral.

Igualmente, en líneas bastantes generales se percibe una persistencia a mantener un modelo familiar tradicional que perpetúe una relación de género no igualitaria y que subordina la mujer al hombre. En estos parámetros de consolidación del modelo patriarcal suelen manifestarse también contrarios a avances como el derecho de la mujer al control sobre su propio cuerpo, y por ello acostumbran a ser firmes opositores a la regulación del aborto. Igualmente, muy a menudo son condescendientes con la violencia machista, e incluso pueden llegar a ser negacionistas al respecto. Tampoco aceptan con naturalidad las diferentes expresiones de la realidad LGTBI y su reclamación de derechos, y por supuesto son muy contrarios a la emancipación de la mujer que desde hace años está intentando el movimiento feminista.

Finalmente, la extrema derecha ha estado recogiendo algunos de los postulados tradicionales de un populismo alimentado desde los años cincuenta a los ochenta en favor de un corporativismo de los pequeños campesinos, artesanos y pequeños comerciantes (que en Francia se conoció como poujadisme), y lo ha combinado con otros fenómenos actuales que están afectando a las preocupaciones de estos colectivos. Uno de estos fenómenos son las consecuencias de las políticas de protección del medio ambiente y las políticas de transición energética, que en buena medida están produciendo cambios muy significativos en la organización de la producción, en la vida cotidiana y en el nivel de vida de muchas personas en el medio rural y en ciudades de menor tamaño del interior de los países. En esta amalgama de descontento de los que se consideran perdedores, que se ha expresado con movilizaciones como las de los chalecos amarillos en Francia o con un importante activismo entre el campesinado holandés, la extrema derecha ha estado promoviendo con cierto éxito movimientos negacionistas contra el cambio climático, y también un activismo contra lo que consideran un desdén tirano hacia esos territorios en declive que se aplica desde un mundo elitista que reside en las grandes capitales metropolitanas, y en ese contexto la ultraderecha está capturando una importante cantidad de votos.

La progresiva incorporación de la ultraderecha al escenario político empezó a manifestarse con mucha fuerza a lo largo de la década de los 90, especialmente en los países de la Europa del Este, y luego continuó avanzando hasta alcanzar posiciones muy relevantes en los años recientes. Con los datos que recopiló Cas Mudde entre 1980 y 2018 en un trabajo comparativo de la evolución electoral en los entonces 28 países de la UE, se deduce que hay una variedad de 34 partidos de extrema derecha que en los últimos años han consolidado su representación parlamentaria y han obtenido una cuota promedio de voto del 7,5%. Otro elemento significativo es la presencia institucional de estos partidos en países que históricamente habían encontrado resistencias sociales a su participación, como Alemania o Suecia, o en aquellos países en que habían sido partidos bastante marginales, como Hungría o los Países Bajos, además con el agravante de un crecimiento acelerado en los últimos años de la presencia de la extrema derecha en los parlamentos nacionales y/o regionales de esos países[21].

Con el paso del tiempo, algunos partidos ultras se han ido convirtiendo en referentes importantes del espacio de las derechas en sus países. Entre ellos están el Partido Popular Danés (DF), el Partido de los Finlandeses (PS), Demócratas de Suecia (DS), el Frente Nacional (FN) en Francia (ahora llamada Agrupación Nacional, AN), la Lega Nord (LN) y Fratelli d’Italia (FdI) en Italia, la Unión Cívica Húngara (Fidesz), Ley y Justicia (PiS) en Polonia, el Partido Popular suizo (SVP), el Partido Popular Nuestra Eslovaquia (SNS) y Alternativa por Alemania (AfD). Algunos de estos partidos han dado apoyo o han entrado en coaliciones gubernamentales en sus países en momentos concretos, como en Suecia, Finlandia o Eslovaquia, y alguno incluso ha llegado a constituir gobiernos por sí mismos, como Fidesz en Hungría, PiS en Polonia, o más recientemente LN y FdI en Italia. El caso italiano es emblemático porque muestra la evolución de una extrema derecha que desde muy temprano volvió a hacerse visible en el país, pero sobre todo porque ha mantenido una presencia y un crecimiento tenaz que le ha llevado recientemente al gobierno[22].

En el caso español hasta hace poco parecía que la ultraderecha no existía, aunque es muy posible que estuviera incrustada dentro del Partido Popular desde hacía tiempo. De todos modos, desde la irrupción de Vox en las elecciones andaluzas en el año 2018, el partido ultraderechista español se ha convertido en un alumno aventajado que desde entonces ha sostenido diferentes gobiernos regionales y municipales, entre ellos la Comunidad de Andalucía, la de Madrid y el Ayuntamiento de Madrid. Después, desde las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2023, Vox ha crecido aún más en determinados territorios y ha entrado a formar parte de varios gobiernos de coalición con el PP, a la vez que ha demostrado fuerza suficiente para imponer varios temas de su agenda reaccionaria. También entraron con fuerza en el Congreso de los Diputados en las elecciones de abril y de noviembre del 2019, y en el Parlamento Europeo desde las elecciones de mayo del mismo año. Finalmente, en las elecciones generales de julio del 2023 tuvieron un ligero retroceso, pero aumentaron de forma significativa su peso específico para intentar formar gobierno de coalición con el PP, algo que afortunadamente no se llegó a concretar por falta de apoyos de otros partidos.

Toda esta presencia política institucional en aumento en todos los países europeos está teniendo unas consecuencias importantes en la opinión pública, incidiendo en que su perspectiva sobre determinados temas como el nacionalismo, las migraciones, la xenofobia o la confrontación con el feminismo, formen parte permanentemente del debate público y de la agenda política. Además, como están consiguiendo un amplio eco en los medios de comunicación y también tienen un gran impacto en las redes sociales, el discurso populista de la ultraderecha está calando fuerte hasta en algunos sectores populares en detrimento de las ideas de izquierda.

Asimismo, los partidos de ultraderecha han intentado minar las estructuras de los sistemas políticos acometiendo contra la independencia de algunos espacios institucionales, como el sistema judicial, o atacando a los medios de comunicación que consideran contrarios porque denuncian sus acciones. Por último, la ultraderecha está intentando influir en las políticas de los gobiernos de sus países, procurando arrastrar a los partidos de la derecha convencional hacia sus postulados. Aunque hasta el momento parecía que en la mayoría de los países era mayor la influencia en el nivel discursivo que en la aplicación real de políticas, la ruta está trazada y la presión por la radicalización está siendo muy alta.

Frente al avance de estas ideas y valores de la extrema derecha y dado que en las democracias occidentales la política institucional se canaliza fundamentalmente a través de la acción de los partidos políticos, el trato que proporcionen los partidos liberales o conservadores convencionales a los de ultraderecha es crucial para la cuestión más amplia de cómo articular una respuesta general al aumento de la influencia de las ideas y del poder de las organizaciones de ultraderecha. Para ello, Cas Mudde distingue cuatro enfoques principales, que se han ido aplicando de forma escalonada o alternadamente en diferentes momentos y contextos, que consisten en la demarcación, la confrontación, la cooptación y la incorporación.

La demarcación, o también llamado cordón sanitario, se ha estado aplicando en aquellos momentos en que ha sido factible una política de ignorancia porque la fuerza de los partidos de extrema derecha ha sido baja o testimonial. De todos modos, esa demarcación ha sido más estratégica que ideológica, y por ello cuando la fortaleza electoral de los partidos de ultraderecha ha ido en aumento, se han ido rompiendo algunos de esos cordones sanitarios, aduciendo que no se puede marginar la voluntad popular porque es antidemocrático. No obstante, en el ámbito del Parlamento Europeo aún quedan algunos ejemplos de ejercicio del cordón sanitario, como el que hizo el Grupo Popular Europeo forzando la salida de los eurodiputados húngaros de Fidesz, o el que ha hecho recientemente el Partido Socialista Europeo (PSE), que ha decidido suspender la afiliación de dos partidos socialdemócratas eslovacos (Smer y HLAS-SD) por pactar un acuerdo de gobierno con el partido de la extrema derecha eslovaca (SNS).

Una estrategia de confrontación implica una oposición activa a los partidos de ultraderecha y sobre todo a sus políticas. Esta estrategia es habitual en los partidos de izquierda, mientras que los partidos convencionales de derecha en principio la han aplicado más fácilmente con partidos muy pequeños y que eran extremistas en términos racistas, o con aquellos que tenían algunas características antisistema. Pero al igual que ha ocurrido con la estrategia de demarcación, a medida que algunas ideas de ultraderecha han tenido mayor recepción entre los votantes, como ha ocurrido con la islamofobia o las políticas antiterroristas, o cuando esos partidos de ultraderecha han aumentado su fuerza electoral y podían ser necesarios para un apoyo externo o formar parte de un gobierno de coalición, las barreras impuestas por algunos partidos de derecha convencional se han ido levantando. Y en el caso de los que aún han mantenido la confrontación con los partidos de ultraderecha, han tenido cuidado de focalizar la problemática en los liderazgos, mientras que a la vez han reconocido algunas preocupaciones de los votantes de ultraderecha, considerándolas como legítimas y a esos votantes como si se hubieran confundido de partido.

Esta última parte de la estrategia anterior ha sido uno de los mecanismos para desarrollar un enfoque de cooptación. Los partidos de derecha establecidos han procurado excluir a los partidos de ultraderecha, pero en algunos casos se han dedicado a apropiarse de algunas de sus ideas a medida que iban adquiriendo mayor recepción entre el electorado en general. Esta estrategia oportunista ha llegado por momentos hasta el punto de labrar carreras políticas denunciado postulados de ultraderecha, que luego son aplicados una vez que se accede al gobierno. Otra vez los ejemplos más claros se han producido en el tratamiento de las políticas migratorias, en las antiterroristas o en la confrontación al feminismo.

La última de las estrategias es la incorporación, que consiste en ir un paso más allá de la cooptación de las ideas de los partidos de ultraderecha, haciendo a estas fuerzas partícipes de las tareas del gobierno, bien como apoyo externo o formando parte del mismo. Esto ha ocurrido en aquellos países donde la fuerza electoral de los partidos de ultraderecha ha sido suficiente para que los partidos de derecha convencional tuvieran que negociar y contar con ellos, porque los costes de no hacerlo eran mayores si querían retener el poder. Por otro lado, el desplazamiento de los partidos de derechas hacia los postulados de la ultraderecha en varios aspectos que se han señalado reiteradamente, implica que cada vez se ha ido difuminando más la frontera ideológica entre ambos espacios, y por tanto puede haber mayor compatibilidad y en consecuencia aumenta la movilidad del electorado en esos espacios contiguos.

VI. Los gobiernos de extrema derecha, las variaciones geopolíticas y el debate sobre la competitividad, han alterado la agenda de la Unión Europea hacia una órbita más conservadora

El giro civilizatorio en el proyecto de integración europeo se ha ido alimentando de varios factores y se ha ido generando a lo largo de los años, aunque como hemos visto anteriormente las semillas de algunos de los elementos son originarias desde el mismo principio de la unificación europea en los años cincuenta del siglo pasado. Sin embargo, en los años recientes se han producido una serie de circunstancias que han contribuido a acelerar algunos de los fenómenos que lo evidencian. En primer lugar, está el avance de los gobiernos de extrema derecha en varios países europeos, con las consecuencias que ello ha podido tener para la agenda del desarrollo del mismo proceso de integración europeo. Después están las variaciones geopolíticas que han alterado la situación europea y el papel de Europa en el mundo, con momentos como la separación británica tras el Brexit, luego el renacer del proteccionismo económico en el debate sobre la competitividad, y finalmente las políticas defensivas ante las reales y/o imaginadas amenazas externas, para acabar con la sacudida de la guerra en Ucrania.

La conformación de gobiernos de extrema derecha en Hungría en 2010 y en Polonia en 2015, significaron un salto de escala sobre todo a nivel nacional, pero supusieron también un aviso para el continente porque desde entonces dos mandatarios que cuestionaban el liberalismo tradicional participaban en espacios de decisión tan relevantes como el Consejo Europeo. A medida que ambos gobiernos mostraron su decidido intervencionismo en asuntos como la libertad de prensa o el control del poder judicial, saltaron las alarmas en Bruselas y desde entonces los dos países han estado sometidos a un severo monitoreo con varios avisos sobre las violaciones de derechos y libertades, con algunas consecuencias duras como el aviso de apertura de un procedimiento para retener fondos comunitarios destinado a esos países hasta que no cambien esas políticas restrictivas en derechos. Pero el paso del tiempo y el desarrollo de algunos acontecimientos internacionales captaron la atención de las autoridades comunitarias y en cierto modo ese contexto propició una mirada algo más benévola hacia las derivas extremistas de Polonia y Hungría, que además han contado con un nuevo posible aliado de ultraderecha con el nuevo gobierno italiano de Giorgia Meloni. No obstante, la situación es volátil y este último equilibrio de fuerzas podría variar si después de los resultados en las recientes elecciones polacas la coalición opositora que manifiesta un discurso más europeísta logra articular un gobierno alternativo al nacionalista de ultraderecha de PiS.

La crisis migratoria que tuvo un pico grave en el verano del 2015 con la llegada de miles de personas demandando asilo político, alteró los esquemas de todos los gobiernos europeos, y el resultado fue una cierta desbandada frente a la llamada de apoyo solidario que se reclamó desde Alemania, que en aquel momento se había convertido en una codiciada tierra de llegada. En el eje de la controversia, el desafío del presidente húngaro Viktor Orbán a la canciller Merkel marcó un hito relevante, pero también hubo muchos otros gobiernos europeos remolones que no cumplieron con los acuerdos de reparto, aunque no se mostraron tan abiertamente desafiantes. En consecuencia, y para desencallar el contencioso entre los países miembros, el resultado de todo ello llevó a la negociación con el gobierno de Turquía para que a cambio de un precio acordado se encargara de filtrar y retener los flujos migratorios provenientes de un Oriente Próximo plagado de conflictos. Esta modalidad de externalización del problema posteriormente se extendió a Túnez y Libia, y se mantienen conversaciones con Egipto al respecto. Por otro lado, y más recientemente, el desarrollo de un nuevo pacto comunitario que regule las situaciones de emergencia ante una afluencia masiva de inmigrantes, que ha generado una gran disputa entre los estados miembros por las grandes diferencias en el establecimiento de unos mecanismos de reparto aceptados por todos, se ha resuelto momentáneamente gracias a un acuerdo entre Alemania e Italia que establece unas condiciones más estrictas y severas, aunque queda pendiente de aprobación por la Comisión Europea y el Parlamento Europeo antes de plasmarlo en un texto legal.

Pero en el contexto del momento, junto con el conflicto migratorio aparecieron otras derivas, como el proceso británico para abandonar la UE —que no hay que olvidar que tuvo sus primeras manifestaciones en la exaltación euroescéptica del partido de extrema derecha UKIP, que luego adoptaron mayoritariamente los conservadores británicos— o el debate sobre la competitividad de la economía europea en el entorno internacional, que permitieron una relativa restitución del presidente Orbán desde su posición de defensor del proteccionismo económico. Originariamente, el presidente Macron había abierto un debate sobre la Europa que protege con la intención de salvar un poco la cara del malherido modelo social europeo. Pero el tono de ese debate sobre un supuesto European Way of Life alternativo al norteamericano o al chino, pronto cambió por la mayor atención a una percepción de amenaza a la economía europea por parte de la competencia de China y de Estados Unidos, especialmente cuando Donald Trump asumió la presidencia en 2016 con un programa proteccionista claramente destinado a relanzar la economía de su país sin preocuparse por cooperar con el resto del mundo. Más recientemente, la crisis mundial ocasionada por la pandemia del covid-19 y la ruptura de las cadenas de producción alertaron sobre una nueva serie de vulnerabilidades de los países europeos en el contexto de la economía internacional. En definitiva, todo ello provocó que el debate económico y social se recondujera hacia una esfera defensiva y entonces casi todos en Europa parecieron entender que había que cerrar filas en torno al proteccionismo, abundando las posiciones más conservadoras y menos abiertas.

Este proteccionismo defensivo también se aplicó a los vecinos del sur del Mediterráneo y se unió al cambio de políticas comunitarias que hubo tras el fugaz apoyo a las primaveras árabes, ya que ante el peligro de desestabilización de esos países y poniendo primero en el punto de mira la salvaguarda de los intereses económicos europeos, la reacción comunitaria fue reforzar el Frontex y las políticas de contención migratoria como sustitución de las antaño cacareadas políticas de vecindad. En este ámbito también se revalorizaron las teorías de la extrema derecha sobre el supuesto reemplazo demográfico, que tuvieron una relativa acogida en determinados sectores de la población más golpeada por las crisis con el resultado de una continuidad de vidas precarias. Lo más grave del caso es que prosperaron muy limitadamente en el cuerpo social europeo movimientos que promovieran acciones de cooperación y solidaridad ciudadana para afrontar las consecuencias sociales de las crisis económicas mediante unas políticas sociales transformadoras, mientras que al calor del mayor influjo de las ideas de extrema derecha ha ocurrido que se volvieron más frecuentes los signos de egoísmo individualista y la lucha entre pobres por el reparto de los precarios recursos sociales. Otra consecuencia es que han proliferado aún más entre los mismos pobres las tendencias a identificarse y a diferenciarse entre autóctonos y emigrantes.

La guerra en Ucrania ha marcado otro hito en ese proceso de giro civilizatorio y a la vez ha contribuido a redimir un tanto la posición otrora díscola de los gobiernos de ultraderecha, en este caso el de Polonia. Las reticencias iniciales de Alemania y Francia para involucrarse abiertamente con apoyo logístico y militar (incluyendo armamento) a Ucrania, pronto fueron abandonadas ante las presiones de los gobiernos bálticos y el polaco, que en este caso actuaron como adalides de las posiciones más combativas de Estados Unidos ejerciendo como líder de Occidente y la OTAN. Pero otro factor determinante para entender este conflicto desde la perspectiva del giro civilizatorio es que se consideró diferente de otros conflictos en los que también se había involucrado Rusia recientemente, como por ejemplo la guerra interna en Siria, donde Moscú apoyó abiertamente a Bashar al-Asad, y una de sus consecuencias fue la desbandada de miles de sirios que huyeron buscando refugio hacia Europa con las consecuencias que hemos mencionado anteriormente. En cambio, la guerra en Ucrania rápidamente se consideró una amenaza para Europa, o quizás mejor dicho enseguida se dijo que se había atacado a uno de los nuestros —como aseguró la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen—, y en este caso la solidaridad surgió prácticamente de una forma espontánea y de forma rápida y expeditiva, sin las anteriores reticencias de países como Polonia o Hungría. Es cierto que más tarde surgieron otros problemas por el levantamiento de aranceles a las importaciones de granos procedentes de Ucrania, que soliviantaron a algunos países de la Europa oriental como Polonia, Bulgaria y Rumanía por temor a las consecuencias de la competencia con sus propios agricultores. Igualmente, a medida que se ha ido prolongando la guerra en Ucrania se ha ido apreciando un cierto desgaste en la convivencia interna de los países vecinos que han asumido una gran cantidad de refugiados ucranianos[23]. Finalmente, la guerra en Ucrania ha tenido otro efecto colateral de gran envergadura en Europa por las consecuencias de la desviación de suministros energéticos procedentes de Rusia, que ha llevado a reforzar las relaciones comerciales en materia energética con varios países autoritarios, entre ellos todas las monarquías de los países del Golfo Pérsico.

Como colofón, se reactivaron las directrices en la cúpula comunitaria sobre la necesidad de preparar a Europa para afrontar las amenazas exteriores —sin desarrollar siquiera un debate serio y responsable sobre la realidad y el alcance de esas amenazas—, con el objetivo de asegurar el papel y los valores europeos en el mundo —sin que acabemos de tener muy claros cuáles son, como lo demuestra el vergonzoso alineamiento por parte de algunos altos dirigentes como la presidenta de la Comisión Europea con la posición del gobierno israelí sin cuestionar las prácticas de exterminio tras la agresión de Hamás —, y todo ello con un marcado acento en el reforzamiento militar común y de todos los países miembros. En esta onda de auge de un discurso securitario se prodigaron algunos mensajes del alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y la Política de Seguridad, Josep Borrell, quien llegó a afirmar que estaba en juego el futuro de Europa como comunidad de destino. Esta conjugación de un reforzamiento del ideal civilizatorio europeo junto a un rearme militar común, suena a música celestial en los oídos de todos los líderes de extrema derecha en Europa, y toda esta amalgama ha servido para exonerar hasta cierto punto algunas veleidades ultraderechistas anteriores respecto a la falta de respeto a derechos como la libertad de prensa, la persecución a opositores o los intentos de controlar el poder judicial, además de los sesgos xenófobos en el tratamiento de la cuestión migratoria que ya hemos comentado reiteradamente.

Finalmente, no se ha parado mucha atención a otro factor de riesgo desestabilizador desde una perspectiva de la revalorización populista y nacionalista de extrema derecha, que podría emerger ante la nueva deriva de ampliación con la incorporación de nuevos países a la Unión Europea, entre ellos todos los balcánicos, Moldavia y Ucrania[24]. Como ha explicado Ruth Ferrero[25], la guerra en Ucrania se ha convertido en un catalizador de cambios, muy a menudo acelerados y poco elaborados, y así se ha pasado de unas políticas de ampliación templadas y contemporizadoras de unos pocos años atrás bajo la presidencia de la Comisión Europea de Juncker hasta 2018, a una agitación ampliadora exprés anunciada por el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, en un contexto donde parece que prima cada vez más la agenda defensiva de carácter securitario. En esta ocasión se corre el riesgo de dejar otra vez de lado las reformas necesarias en una arquitectura institucional de la Unión Europea bastante anquilosada y con serios déficits democráticos, además de algo tan importante como es que se pueda volver a soslayar el necesario debate sobre cuáles son los valores y el alcance del poder normativo comunitario, así como las reformas necesarias para tratar de superar de una forma colectiva y mutualizada las estructuras económicas y sociales verticales y desiguales que imperan en el conjunto de Europa y en todos los países. En definitiva, si no se presta atención a la necesaria mejora de los ecosistemas sociales precarios que propiciaron el avance de las ideas y las políticas de la extrema derecha en los países europeos, la consecuencia será una mayor contaminación de la agenda ultraderechista en las estructuras e instituciones de lo que conocemos como el ámbito comunitario.

  1. Entre los muchos trabajos publicados destacarían los más recientes de Cas Mudde, La ultraderecha hoy, Barcelona, Paidós, 2021; Enzo Traverso, Las nuevas caras de la derecha, Madrid, Siglo XXI Clave intelectual, 2021, y Steven Forti, Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla, Madrid, Siglo XXI, 2021.
  2. Uno de los trabajos pioneros en España es el de Xavier Casals, Ultrapatriotas. Extrema derecha y nacionalismo de la guerra fría a la era de la globalización, Barcelona, Crítica, 2003.
  3. Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
  4. Esta es una de las tesis expuestas en un libro recientemente publicado, del que he obtenido varias ideas para este ensayo, en particular el concepto del giro civilizatorio europeo. El autor explica Europa desde una perspectiva de comunidad imaginada, donde podría estar anidando una visión de civilización europea en decadencia y que se siente amenazada desde el exterior, con una necesidad de renovar utopías rememorando un pasado glorioso. Esta es una apretada síntesis de un conjunto de ideas que está extendiendo la extrema derecha entre todos los ciudadanos europeos. Hans Kundnani, Eurowhiteness. Culture, Empire and Race in the European Project, London, Hurst and Company, 2023.
  5. Perry Anderson criticó el paneuropeísmo optimista de una forma mordaz, calificándolo de un ejercicio de autosatisfacción narcisista continental. El nuevo viejo mundo, Madrid, Akal, 2012.
  6. Jan Zielonka, Europe as Empire. The Nature of the Enlarged European Union, Oxford University Press, 2006.
  7. Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, Planeta, 1992; Samuel Huntington, El choque de civilizaciones, Barcelona, Paidós, 1997, y ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, Barcelona, Paidós, 2004.
  8. Josep Maria Fradera, La nación imperial. Derechos, representación y ciudadanía en los imperios de Gran Bretaña, Francia, España y Estados Unidos (1750-1918), Barcelona, Edhasa, 2015.
  9. Ignacio Álvarez, Fernando Luengo y Jorge Uxó, Fracturas y crisis en Europa, Madrid, Clave Intelectual, 2013.
  10. Tony Judt, Postguerra, Madrid, Taurus, 2006.
  11. Gøsta Esping-Andersen, Los tres mundos del estado del bienestar, Valencia, Edicions Alfons El Magnànim, 1993.
  12. Uno de los primeros hitos de esa misión civilizadora neoliberal tuvo lugar en 1973 en Chile, cuando tras el golpe militar contra el gobierno socialista de Salvador Allende se despliega un proyecto ultraliberal bajo la dictadura del general Pinochet. Ver Jessica White, The Morals of the Market. Human Rights and the Rise of Neoliberalism, Verso, 2019. David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Madrid, Akal, 2007.
  13. Perry Anderson, El nuevo viejo mundo, Madrid, Akal, 2012.
  14. Ivan Krastev y Stephen Holmes, La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría, pero perdió la paz, Barcelona, Debate, 2019.
  15. Costas Lapavitsas, The Left Case Against the EU, Cambridge, Polity Press 2019; Yanis Varoufakis, ¿Y los pobres, sufren lo que deben?, Barcelona, Deusto, 2016.
  16. Sobre la ideología reaccionaria que culpabiliza de su suerte a los precarizados, y que opera junto a la visión condescendiente del New Labour, que les acusa de faltos de ambición para ascender socialmente, ver Owen Jones, Chavs. La demonización de la clase obrera, Madrid, Capitán Swing, 2013. Asimismo, Thomas Piketty en Capital e ideología, Barcelona, Deusto, 2019, expresa el desdén de la socialdemocracia hacia los sectores populares de rentas bajas y menor formación. Sobre las relaciones de la socialdemocracia española y el capitalismo patrio ver Rubén Juste, IBEX 35. Una historia herética del poder en España, Madrid, Capitán Swing, 2017.
  17. Enzo Traverso, Melancolía de izquierda. Después de las utopías, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2019. Ignacio Sánchez-Cuenca, La izquierda. Fin de (un) ciclo, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2019.
  18. Francisco Veiga, Carlos González-Villa, Steven Forti, Afredo Sasso, Jelena Prokopljevic y Ramón Moles, Patriotas indignados, Madrid, Alianza, 2019.
  19. Peter Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Madrid, Alianza, 2015. Perry Anderson, El nuevo viejo mundo, Madrid, Akal, 2012.
  20. Jan Zielonka, Europe as Empire. The Nature of the Enlarged European Union, Oxford University Press, 2006; Is the EU Doomed?, Cambridge, MA, Polity Press, 2014.
  21. Cas Mudde, La ultraderecha hoy, Barcelona, Paidós, 2021.
  22. Steven Forti, “’Primi gli italiani!’. Cambios y continuidades en la ultraderecha italiana: La Lega y Fratelli d’Italia”, Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 132 (diciembre de 2022),pp. 25-48.
  23. Rafael Poch de Feliu, “Entre la derrota y la escalada”, blog del autor, 25-9-2023.
  24. Miguel Roán, “La ampliación de la UE a los Balcanes Occidentales: urgencia y reestructuración”, Notes Internacionals CIDOB, 295, octubre de 2023.
  25. Ruth Ferrero, “El falso dilema de la reforma y la ampliación”, El País, 6-10-2023.

 

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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