La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Nuria Alabao
«Fake news» de género: una herramienta clave de las guerras culturales
Fake news, teorías de la conspiración, exageraciones, lenguaje milenarista o de tonalidades apocalípticas han ganado espacio en la política contemporánea espoleadas por la emergencia de las nuevas extremas derechas. Sus expresiones, impulsadas por pánicos morales, se adaptan bien a las cuestiones de género y sexuales, espacios especialmente sensibles capaces de despertar hasta las conciencias más dormidas, de alistar a guerreros del ratón para las batallas tuiteras más encarnizadas. Lo sexual, además, se construye como un espacio donde se entrecruzan el orden reproductivo y el mandato del placer a toda costa del capitalismo tardío, tabúes y sacralizaciones diversas, así como miedos de contaminación de la inocencia primigenia representada en la infancia. La sexualidad tiene también la capacidad de condensar temores personales y sociales de todo tipo, no necesariamente relacionados con el género, algo que vemos diariamente: desde la construcción de la sensación de inseguridad o la inestabilidad vital convertida en guerras culturales, hasta temas que atraviesan la creación de la identidad —véase la “crisis de la masculinidad”—.
El ejemplo más cercano de estos bulos como herramienta política podrían ser “las denuncias falsas” en violencia de género, mito que Vox construye a partir de datos falsos y exageraciones en los que se apoya para pedir la derogación de la ley y componer la posición política antifeminista. Esta formación también se opone con ferocidad a la educación sexual en las escuelas, con argumentos como los de Santiago Abascal, que la considera “corrupción de menores”, además de una vía de “sexualización” de los niños a edades muy tempranas.
“Saquen sus sucias manos de nuestros niños” (Carla Toscano)
Pero la cuestión que impulsa mejor los pánicos morales, incluso los que afectan a la infancia es, sin duda, todo lo que rodea a las disidencias sexuales —por la amenaza que suponen al orden de género o a cómo está organizada la reproducción—. De hecho, el concepto de “pánico moral” fue utilizado por primera vez en 1977 en relación a estas cuestiones. Anita Bryant, ex miss Oklahoma, fue la cara visible de un movimiento de reacción en Estados Unidos contra una legislación pionera en Miami que trataba de impedir que los homosexuales fuesen discriminados en el trabajo. La campaña se llamó ‘Salvad a nuestros hijos’ y se basó en una argumentación rocambolesca: como no pueden reproducirse, los “invertidos” deben hacer proselitismo, y ¿cuáles son sus víctimas más fáciles?: “Nuestros hijos”. Todo ello para argumentar por qué los homosexuales no deberían ser profesores. Durante más de un siglo, la táctica más fiable para promover la histeria erótica ha sido la llamada a proteger a los niños.
Sorprendentemente hoy se repiten argumentos parecidos en los más variados lugares. Ese tipo de narrativas que vinculan homosexualidad y pederastia son un argumento recurrente en muchos lugares, desde Europa del Este a América Latina, aunque también hemos podido escucharlo en el feminismo que se oponía a la ley trans. Hoy es un elemento que se utiliza para lanzar virulentas guerras contra la adopción de parejas homosexuales, o la educación sexual en las escuelas. En Europa del Este, estos bulos se usan para desacreditar a los países de Europa Occidental, como cuando se dice que el incesto o la pedofilia son legales en Escandinavia o las caricias son parte del plan de estudios de los jardines de infancia alemanes. Recordemos que aquí estas guerras de género se enmarcan en un ataque contra la Unión Europea y contra los que se entiende que son sus valores liberales: la geopolítica también tiene su traducción sexual.
De hecho, Putin ha codificado la guerra de Ucrania en esos términos: una cruzada para salvar los valores tradicionales rusos. Las principales narrativas que circulan en los medios rusos sobre la cuestión son que existe un poderoso “lobby LGTBI” que influye en la política internacional; que “la tolerancia LGTBI implica legalizar el incesto y la pedofilia”; que “incluir a las personas LGTBI ha socavado la capacidad de las fuerzas armadas estadounidenses y europeas” o que “Occidente impone sus valores para destruir a otros países desde dentro”.
Pero los ejemplos son infinitos. Casi no hay guerra cultural sin sus mentiras o exageraciones asociadas. En Ghana, antes de una draconiana ley que penalizó la homosexualidad en 2021, circuló un bulo difundido por diputados conservadores que afirmaba que el gobierno estaba pagando “procedimientos de reparación anal para personas homosexuales”. Y en Bulgaria, en 2019, el intento de promulgación de una ley de los derechos de la infancia se combatió diciendo que, de aprobarse, los niños búlgaros podrían ser separados de sus familias por razones banales —como la negativa a comprarles un helado— para ser entregados —o “vendidos”— en adopción a parejas homosexuales noruegas.
Los contextos acusatorios y las campañas de pánico moral tienen consecuencias muy materiales. Por un lado, se generan climas donde se legitiman las agresiones contra las disidencias sexuales y, en general, contra los que no encajan en la norma de género. En Rusia y algunos países del Este estos ataques parecen estar aumentando. También acaban en leyes que prohíben hablar de homosexualidad a los niños, como ha pasado en Hungría, Rusia y algunos Estados de Estados Unidos —como Florida—. Otro ejemplo podría ser el de Carolina del Norte, que, en 2016, promulgó una ley que prohíbe expresamente que las personas transgénero usen aseos diferentes al sexo que figura en sus certificados de nacimiento.
Conspiraciones atravesadas por el sexo/género
La expresión más extrema de estos bulos son las teorías de la conspiración. En cuestiones de género, la de más éxito es la del Gran Reemplazo, que afirma que las “élites progresistas o globales” están impulsando activamente la sustitución de las poblaciones autóctonas por inmigrantes —o por musulmanes, según el país— ya que las mujeres occidentales no quieren tener hijos por culpa del feminismo y del aborto. Mientras, las musulmanas o las migrantes serían las campeonas de la reproducción. Por descabelladas que puedan parecer estas afirmaciones, en Estados Unidos las encuestas muestran que el 48% de la población dice estar de acuerdo en que los cambios demográficos que se están produciendo son el resultado de un “plan deliberado para sustituir a los votantes conservadores blancos”. Podría parecer solo una alocada teoría republicana apoyada por los seguidores de Trump, pero más de un tercio de los demócratas también están de acuerdo con afirmaciones similares.
Mención especial merece también la de QAnon por la relevancia política que ha adquirido y el grado de desmesura de sus contenidos. En este caso, también va de niños y pederastia. Esta conspiración dice que existe una “secta satánica” de líderes demócratas y otras celebridades que trafican con niños, los violan y los asesinan para beber su sangre y conseguir así prolongar la vida. Joe Biden, Hillary Clinton, Barack Obama, Bill Gates, Tom Hanks, George Soros e incluso el papa Francisco estarían involucrados en esta red, mientras que Donald Trump supondría la salvación y la garantía de que cesasen estas aberraciones. Sus seguidores también estuvieron detrás de los bulos que aseguraban que las elecciones de 2020 fueron amañadas, lo que terminó con el asalto al Capitolio.
Consecuencias para la política
Por más absurdas que parezcan estas teorías, la cosa es que funcionan. El marco existente es el de la crisis de la representación que atraviesan muchas democracias occidentales, con la desafección de las instituciones de mediación tradicionales, y la percepción de que nos engañan a gran escala —los medios mienten, los políticos mienten—. De ese descreimiento se alimentan las teorías de la conspiración, ya que la menor fe en el sistema —en la ciencia, la academia o la política— implica una búsqueda de respuestas en grupos de afines, redes sociales o internet. Esto genera identidad política y un sentido del nosotros, convierte a los que las apoyan en iniciados, los que tienen acceso a la verdad y forman, por tanto, parte de un grupo especial frente a los “seguidistas”, o “la masa”. Algo que han aprendido a instrumentalizar bien las nuevas extremas derechas y que tiene que ver con su crecimiento. Las teorías de la conspiración también simplifican la propia complejidad social y desvían malestares diversos.
Todo ello nos sirve para entender cuáles son las funciones de las guerras de género y sus formas comunicativas en la actualidad. En un momento de colapso de los grandes relatos —y la estructura de clases— que sostenían el armazón de las democracias liberales, las guerras de valores son funcionales al reencantamiento de la política. Si los partidos socialdemócratas cuando gobiernan acaban teniendo políticas parecidas a las de la derecha o los neoliberales, si la situación personal hace que muchos crean que no son tenidos en cuenta por el sistema, convertirse en un guerrero de los valores —ya sea en la calle o en las redes— devuelve la fe en la política. Al menos, en un tipo concreto de política. Esta puede entonces volver a apasionar. Así, las guerras de género o las guerras culturales se están configurando como los vehículos privilegiados de la política institucional en un escenario de crisis, y se extienden progresivamente a todos los partidos, más allá de las nuevas extremas derechas.
[Fuente: Ctxt]
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