La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Sin esperanza y sin desesperación
¿Qué esperamos colectivamente, en nuestras latitudes? ¿Qué es lo que se espera como sociedad? Parece como si las esperanzas, la esperanza colectiva, se hubiera volatilizado. Nadie —o casi nadie: más abajo aludiré al movimiento feminista— espera socialmente nada. Me refiero a esperanzas colectivas; de las esperanzas privadas, personales, no debería hablar. Probablemente en el plano privado bastante gente tenga esperanzas vitales: de mejorar, de sanar… Y tal vez sea verdad que muchos se hacen ilusiones con la tecnología: por ejemplo, que la tecnología aplicada a la medicina consiga mejoras generales en la salud… hasta el siguiente susto colectivo. En todo caso, vaga esperanza en la labor de los “expertos”, en laboratorios, pero no esperanza compartida entre la gente corriente.
Nuestra sociedad no se parece en nada a la que existía en 1931 e incluso me atrevería a decir que a la de 1975. En los años treinta había numerosos grupos sociales que actuaban esperando con su práctica la construcción de un mundo mejor. Y en 1975 se ponían las esperanzas en lo que vendría colectivamente cuando acabara la dictadura militar en España. Nuestra sociedad actual no se parece casi en nada a la de aquellos momentos de su pasado.
Colectivamente, solo los ideologizados grupos independentistas albergan esperanzas, románticas esperanzas de liberarse del dominio estatal aunque sea para quedar aún más atrapados en el de su corrupta y ladrona burguesía. No quieren ver que la mayoría de los ciudadanos de sus autonomías no es independentista.
Los jóvenes que no encuentran empleo; los esclavizados trabajadores de los repartos y de servicios parecidos, fuera de toda protección, abandonados por unos sindicatos burocratizados —limitados a los trabajadores que cotizan—; los desempleados que han cumplido los cincuenta, o los inmigrantes considerados irregulares: ninguno puede tener esperanza. Los vínculos sociales se han disuelto cuando más necesarios son. Entre el sistema político, un régimen de vota y calla (y hasta hace muy poco de vota, calla y además olvida), que acabó con el poco tejido social creado por los núcleos antifranquistas (en la transición “desde arriba”, barridos a escobazos y con agua, como se apaga una barbacoa, en precisa descripción de R. Chirbes), y además el sistema económico neoliberal, implantado en España por Felipe González y sus chicos, completaron el trabajo de Franco en la posguerra de eliminar todas las conexiones sociales —no solo los partidos: las asociaciones, los ateneos populares, las actividades sociales, fiestas y tradiciones de los de abajo, prohibidas—; de liquidar los valores y la ética de los de abajo; de prescindir de todos los intelectuales que pudieran ser referentes democráticos, unos en el exilio y otros depurados, expulsados de sus puestos en la administración pública durante 25 años por lo menos, una depuración que iba desde los catedráticos y los magistrados hasta los guardabarreras de los trenes. Quedó una sociedad por la que había pasado una apisonadora, en el bando menos injusto (incluso el bando que se defiende acaba cometiendo injusticias); una sociedad mayoritariamente perdedora de una guerra civil; privada de su cultura, de sus experiencias. Y así quedó cortado el antifranquismo de la experiencia de los republicanos, como luego ese mismo antifranquismo quedó marginado en los movimientos de oposición a los desmanes cometidos al amparo del régimen constitucional: por ejemplo, contra los objetores de conciencia al servicio militar, contra los sindicatos, o contra el ingreso de España en la alianza atlántica.
El ethos de la mayoría de la población parece ser hoy puramente egoísta. Carpe diem, salvo el de los pequeños grupos que integran las ONG altruistas. Basta comparar el número realmente reducido de las personas dedicadas a ayudar a los demás con las multitudes que llenan las discotecas, los botellones, los macroconciertos, los estadios. Distraerse. El resto, una sociedad silenciosa.
Pero ¿acaso no tiene esperanzas el feminismo, el amplio y creciente movimiento de las mujeres? Me atrevería a decir, pese a la dificultad de ser bien entendido, que esa esperanza es, de momento, ideológica. Al claro avance del movimiento parece corresponder la barbarización de algunos sectores del mundo masculino, la exasperación de un repugnante machismo. Ocurre eso porque la liberación femenina es solo una parte del problema. La subalternidad histórica de las mujeres está asociada a una institución prepolítica más poderosa incluso que la de las clases sociales: me refiero a la institución social del patriarcado. Y esa institución no solamente modula los papeles sociales de las mujeres, sino también los de los hombres. Es cierto que en el patriarcado los hombres se han impuesto por la fuerza a las mujeres históricamente de las más diversas maneras —el encierro doméstico y la tutela, o sea, la no autonomía; la asignación a las mujeres de las tareas más pesadas, etc.—, pero eso ha mutilado al mismo tiempo la sensibilidad de la mayoría de los hombres, su capacidad para ver la propia sociedad patriarcal, para percibir su automutilación como seres humanos. La liberación de las mujeres de las reglas y los valores del patriarcado exige de los hombres que se liberen también de eso. Y sin una capacidad de integración de mujeres y hombres en un amplio movimiento conjunto las esperanzas de una liberación solo femenina son simplemente ilusorias, parciales, ideológicas.
(La existencia de regímenes políticos como los de Irán y Afganistán, que han revertido situaciones de mayor libertad de las mujeres, señala una amenaza para el movimiento feminista si la extrema derecha se instalara en el poder de las instituciones.)
Componemos una sociedad atomizada, donde la solidaridad se ha reducido a mínimos. Una sociedad carente en realidad de esperanza, constituida por multitudes a las que los amos de la riqueza y del poder público entretienen con festejos deportivos, con conciertos que son musicales bajo palabra de honor, con un atronador vocerío publicitario que al inculcar sentimientos de carencia prescribe lo que has de consumir y como debes vivir; una sociedad donde se ha volatilizado el pudor; una sociedad en la que se ha impulsado la proliferación de unas ambivalentes redes supuestamente sociales —de consumidores—, aunque se trata de conexiones solamente electrónicas y puntuales; una sociedad donde las imágenes televisivas parecen mostrar la realidad tal cual es, pero que van acompañadas de voces que imponen lo que se debe ver en las imágenes, lo que no se ha de ver en ellas, lo que debemos mirar o no mirar, lo que hemos de odiar, mientras que la ficción fílmica procedente del centro del Imperio no representa otra cosa que matar, matar y matar, como si fuera imposible un entretenimiento sin asesinos.
En esta sociedad atomizada y tan bien pastoreada ha desaparecido, con la esperanza, también la desesperación, el hartazgo. Que tal vez exista en las vidas privadas, pero que no se comunica, que no es social. Si la desesperación y el hartazgo se socializaran podrían surgir grupos activistas de un verdadero cambio político-social. Pero eso, hoy, no ocurre. La caldera tiene en los medios de masas y en el epidérmico pero atronador discurso de los políticos una válvula de seguridad. Nadie sabe cuánto va a durar esto, durante cuánto unas minorías bastante extensas seguirán llevándose millones y millones mientras muchos no tienen trabajo, otros, “privilegiados”, no tienen para pagar la hipoteca, y otros más no llegan a fin de mes o no tienen para comer.
Calma chicha. No se sabe cuánto va a durar un ambiente social tan estancado. Pero sí se sabe que la crisis ecológica general se nos viene encima. Lo sabemos desde los años setenta del siglo pasado sin que los dirigentes económicos y políticos hicieran absolutamente nada durante décadas. Sabemos que los niños ya no llegan al mundo con un pan debajo del brazo y que es urgente el decrecimiento poblacional; que el cambio climático aún no ha mostrado todas sus devastadoras consecuencias; que escasean o se agotan materias primas necesarias; que en los mares se acumulan los residuos de unas sociedades desaseadas, etc. Y para acabar de arreglarlo ahí están los millones de desplazados por el hambre y las guerras; las muertes de emigrantes en el mar, pasto de los peces; la guerra como doctrina del Imperio para soslayar cualquiera de sus dificultades; y las guerras reales en África, en la Europa oriental, con pueblos condenados como los palestinos y los saharauis; con estados realmente heridos de muerte por la inepta voluntad de políticos europeos aprendices de brujo, como el de Libia.
¿Qué puedo decir? Sin esperanza de poder actuar para poner fin a este desvarío de la humanidad, con la desesperación que eso implica, parece urgente superar el aislamiento de cada uno, resocializarnos para obrar colectivamente de otro modo, para reinventar el mundo social. Si tal cosa fuera posible, porque las políticas neoliberales tienen secuestradas y atadas de pies y manos las instituciones que hay que reconquistar. Si despertara la multitud. Y todo eso, por decirlo todo, si aún estamos a tiempo.
23 /
9 /
2023