¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Coche, ecología y ciudad
Cuaderno de locuras: 2
I
Este verano, una gran parte de la población mundial de los países ricos ha experimentado un adelanto de lo que va a suponer el cambio climático. Aunque, como siempre ocurre, la peor experiencia la han tenido los habitantes de Derna, en un país que las potencias occidentales se esforzaron por hacer inviable. Situaciones como sequías, calores extremos, grandes tormentas, e incendios forestales incontrolables, han formado parte de la vida cotidiana de mucha gente. El cambio climático, como tema de conversación, ha traspasado el reducido círculo de ecologistas y científicos. En un mundo en el que imperara la racionalidad y el sentido de lo colectivo, hubiera sido una coyuntura propicia para que los gobiernos anunciaran un plan de acción ambicioso para avanzar hacia una transición ecológica en serio. Pero, ni lo hicieron antes —cuando había buenos modelos que predecían lo que iba a ocurrir—, ni lo han hecho ahora —cuando los efectos son visibles para todo el mundo, y la posibilidad de que todo empeore tiene una elevada probabilidad—.
No sólo no se toman medidas, sino que se retrocede en lo que antes se ha decidido. Esta misma semana han coincidido, y no es coincidencia, el acuerdo de la Unión Europea de aplazar los ritmos de reducción de emisiones, por un lado, y la autorización a España para que no aplique algún tipo de peaje a los usuarios de autopistas, por el otro. Todo apunta a que vendrán otras medidas. Esta misma semana, en la prensa económica, la presidenta de la patronal de automóviles pedía al Gobierno la reintroducción de ayudas a la compra de automóviles de gasolina con el argumento que el 75% de la población no puede comprarse un vehículo eléctrico. Lo de la Unión Europea es sin duda tendencia, como muestran además las medidas adoptadas en Reino Unido.
La ofensiva de la industria automovilística no es un tema menor. Es uno de los grandes generadores de emisiones. Y es, también, parte integrante de la vida cotidiana de millones de personas, cuyos hábitos de comportamiento deben cambiar para hacer viable un modelo de vida ecológicamente sostenible. Por eso este parón es, a la vez, un indicio del nulo compromiso ecológico de políticos y economistas en el poder y una inflexión en las tímidas políticas adoptadas hasta el momento.
II
Este retroceso puede explicarse como un mero éxito de un gran lobby empresarial, que ha dedicado infinidad de recursos y trabajo soterrado para ganar la voluntad de los reguladores. Que el lobby existe (al igual que su necesario aliado, el gran lobby petrolífero) es indudable. Que los líderes empresariales del sector son negacionistas prácticos lo pudimos constatar con el affaire del “Dieselgate”, en el que se involucraron diferentes empresas. Empezando por el grupo Volkswagen, una de las grandes firmas representativas de un país que presume de calidad productiva y compromiso ecológico. Pero quedarse en esta cuestión es insuficiente para entender la enorme resistencia al cambio que representa el sector de la automoción.
El automóvil es el producto estrella del capitalismo fordista. Aunque inicialmente fue un producto de lujo para las élites adineradas, su difusión generó efectos en muchas dimensiones. En el debate convencional, se asocia el fordismo con el consumismo, y se cita la boutade de Henry Ford de que pagaba altos salarios para que sus trabajadores pudieran comprar los coches que producían. Ford —y el resto de los líderes del sector— no era un socialdemócrata, ni pensaba que los altos salarios debían ser la base de la expansión. De hecho, el nacimiento de las grandes industrias automovilísticas estuvo asociado a un período de un enconado antisindicalismo. La organización de las fábricas de ensamblaje no sólo estaba dominada por una estricta división del trabajo, orientada a permitir un férreo control del comportamiento laboral y a eludir el poder contractual de los empleados calificados, sino que este control se ejercía, además, fuera de los muros de la fábrica, por una red de inspectores que controlaba cómo vivían sus empleados y despedía a los que consideraba sospechosos. La industria del automóvil se estableció a fuerza de recoger un extenso trabajo de experimentación en la organización del trabajo (desde los estudios de Taylor y otros dirigentes empresariales hasta las cadenas de montaje que fueron una aplicación de lo que llevaba tiempo practicando la industria cárnica con sus cadenas de “desmontaje” de animales vivos). Sólo cuando una oleada de huelgas, en la década de 1930, obligó a la industria a negociar condiciones salariales, el sector del automóvil se convirtió en este espacio de acción colectiva que asociamos al capitalismo fordista. En otros países, las condiciones iniciales persistieron durante más tiempo: en Reino Unido los sindicatos no pudieron sacar cabeza hasta después de la Segunda Guerra Mundial. En España, vale la pena revisar el estudio de Fausto Miguélez sobre la Seat para entender que unas relaciones laborales democráticas nunca han sido un componente estructural del sector.
A partir de la década de 1980, las empresas automovilísticas desarrollaron un intenso proceso de reestructuración organizativa, siendo uno de los objetivos básicos debilitar la fuerza sindical y fragmentar las condiciones laborales. Las innovaciones tuvieron lugar en muchos ámbitos: externalización de fases del proceso y de todas las tareas auxiliares, robotización, flexibilización de la jornada laboral, negociación de concesiones salariales a cambio de la fabricación de nuevos modelos, deslocalizaciones, competencia entre las plantas productivas de una misma empresa… El estudio de estas transformaciones es a la vez fascinante y terrible: permite aprender de la complejidad de sus soluciones tecno-organizativas y, a la vez, observar la brutalidad de las decisiones que se toman en aras de la rentabilidad privada. Si algo ha caracterizado a la industria del automóvil ha sido una permanente remodelación de los procesos de trabajo para controlar los comportamientos laborales y abaratar los costes salariales. Pero ha generado también un cierto ensimismamiento sindical, porque ha sido también un gran espacio de empleo, de socialización, y de lucha. Y esto persiste a pesar del enorme adelgazamiento de las fábricas de coches y del fraccionamiento de su base laboral.
Desde la perspectiva de la economía convencional, el sector del automóvil sigue siendo un sector estratégico, por el importante tejido industrial y de servicios que arrastra tras de sí. Especialmente en países como España, que optaron por convertirse en una plataforma de fabricación bajo el control de grandes multinacionales globales. Y, para el sindicalismo, el sector sigue viéndose como un gran creador de empleo y de acción sindical. Ambas visiones convergen en la protección a un sector cada vez más cuestionado.
III
El impacto del automóvil, no obstante, va mucho más allá de la actividad mercantil y el empleo. Ha transformado la movilidad y el espacio. Su versatilidad posibilita una enorme dispersión de las actividades. Toda la estructura de las metrópolis modernas está influida por su presencia. De una parte, favorece la expansión poblacional (las urbanizaciones residenciales son la muestra extrema del modelo de desarrollo urbano promovido por el coche). De otra, facilita el acceso masivo a nodos de actividad como pueden ser los centros comerciales, los polígonos industriales o los grandes centros de servicios. El coche utiliza intensivamente el espacio público, lo vuelve desagradable, contaminado y peligroso, lo que genera una importante pérdida de sociabilidad.
La industria automovilística es, además, puntera en gasto publicitario. Genera una imagen de lujo, independencia, aventura, machismo y seguridad que atrae a mucha gente, especialmente hombres. Y, al mismo tiempo, ha conseguido presentarse como un bien básico que transforma en parias o marginados a quienes no acceden a él. Es, a la vez, un producto de lujo y un bien básico. Y esta sofisticada construcción cultural ha favorecido la colonización del espacio y la naturalización de su uso. A este proceso ha contribuido también el deterioro o la insuficiencia de la red de transporte público, que en determinados casos dificulta el acceso a espacios como polígonos industriales. En Estados Unidos, al inicio del despegue del sector, las empresas automovilísticas adquirieron empresas de transporte público local para deteriorarlas y favorecer el empleo del coche (la ciudad de Los Ángeles es el paradigma de este modelo).
Aunque está demostrado que el uso del coche es, sobre todo, una cuestión de género y clase social, lo que yo llamo el “partido del coche” es bastante interclasista. Está demostrado que las clases altas lo utilizan de forma compulsiva, entre otras cosas, para no tener que mezclarse con el resto de la población en el transporte público (y porque viven a menudo en lugares más apartados). A su vez, sin embargo, existe una parte importante de gente corriente que percibe el coche como un bien esencial, y esto les da densidad a las desaforadas demandas del sector automovilístico. Demandas que sabe articular de forma inteligente utilizando pantallas como los clubes de automovilistas.
En un mercado competitivo como el electoral, muchas decisiones se toman en función de los votos. Y una política que haga frente al coche debe enfrentarse a una importante coalición de intereses en contra. Las presiones del sector tienen, por tanto, a su favor tanto elementos económicos y laborales como la extendida cultura del coche. Y los lobbies del sector cuentan con una elevada gama de posibilidades para convencer a las élites políticas de que lo mejor es apostar por sus intereses. Que las inversiones de los programas europeos se concentren en el coche eléctrico, en lugar del transporte público y la reorganización urbana, es otra muestra de la hegemonía del sector.
IV
En los últimos años, parte de la guerra del coche se ha desarrollado en las ciudades. Es ahí donde se perciben más claramente los problemas cotidianos que genera su uso: contaminación atmosférica, ruido, colonización del espacio, accidentes, congestión… También es donde se hace más evidente su inutilidad: el transporte colectivo, la bicicleta (o los modernos patinetes), o el simple paseo, son formas eficientes de movilidad (para emergencias, siempre puede recurrirse a los taxis). Por eso es en las urbes donde se han empezado a poner en marcha iniciativas para reducir su presencia: zonas de bajas emisiones, peajes urbanos, límites estrictos de velocidad, zonas de aparcamiento limitado, carriles bici… La regulación del coche se ha convertido en un nuevo campo de lucha urbana. Y, como ya he comentado, y aunque los partidarios del coche forman un grupo bastante interclasista, en las ciudades este conflicto está adquiriendo un cierto tono de lucha de clases. La razón fundamental es que el uso del coche privado es muy desigual en función de la renta. Para la gente rica, para la que “su tiempo es oro”, el coche es fundamental. También porque para ciertos grupos empresariales (restauradores, comercios especializados) el acceso a la ciudad en coche es percibido como un elemento central para su negocio. La introducción de limitaciones al coche en la ciudad ha entrado de lleno en el debate urbano, y la prueba es que una de las primeras iniciativas que han tomado los nuevos Ayuntamientos en manos de PP-Vox ha sido la de eliminar carriles bici y retrasar la implantación de zonas de bajas emisiones.
Barcelona es la ciudad donde este debate ha sido más intenso por la existencia de un tejido asociativo que lleva años batallando por limitar el automóvil en la ciudad. También, en relación con lo anterior, por el compromiso del Ayuntamiento que presidió Ada Colau. En estos ocho años de mandato se ha implantado la zona de bajas emisiones, se han construido numerosos carriles bici (y se ha mejorado el sistema de bicicletas colectivas Bicing), se ha reactivado la conexión del tranvía por la Diagonal y se ha empezado a implantar un modelo de urbanismo que amplía el espacio peatonal y promueve las superilles (“superislas”) como zonas de tráfico restringido. La oposición a Colau, tanto de derechas como de izquierdas (fundamentalmente, el PSC) ha encontrado en esta cuestión su principal punto de ataque a los Comuns, tratando de movilizar a los adictos al coche como fuerza de choque para derribar el Gobierno. Para ello, se han servido de todos los medios a su alcance. Y, en la pasada campaña electoral, los máximos rivales de Colau —Junts y PSC— proponían revertir esta política. Las élites, a través de personalidades y “organizaciones de la sociedad civil”, lanzaron además diversas campañas de lawfare para tratar de bloquear las reformas y criminalizar al equipo de Gobierno. Muchas de estas campañas no tenían mucha substancia, pero es lo que tiene contar con un buen equipo jurídico: siempre se puede encontrar un argumento adecuado y un juez proclive a tomarlo en consideración. Eso es lo que ha ocurrido recientemente: una jueza de un tribunal contencioso administrativo ha dictado que considera ilegal la reforma-peatonalización de la calle Consell de Cent, y ordena revertirla. El argumento judicial es harto discutible (y tiene serias posibilidades de ser revocado en un recurso a una instancia posterior), pero lo más singular ha ocurrido después de la sentencia. Lo que se planteaba como una gran victoria anti-Comuns se ha convertido en una respuesta masiva en contra de la sentencia (que en El País se hayan publicado seis o siete artículos, incluido una nota editorial, en esta línea crítica con la sentencia y sus promotores, es un indicio del grado de rechazo ciudadano). Los litigantes, el lobby empresarial Barcelona Global, anunciaron al día siguiente que renunciaban a exigir su aplicación. Y la jueza propuso que se produjera una negociación entre el Ayuntamiento y el lobby “ganador”. (Es como si tras la sentencia del procés, el Gobierno Rajoy hubiera dicho que renunciaba a encarcelar a los condenados y el Tribunal Supremo alentara una negociación entre Gobierno e independentistas). La sentencia ha tenido un cierto efecto bumerán contra sus promotores y aliados. Quizás porque ha llegado demasiado tarde, cuando la obra ya estaba concluida y miles de personas habían experimentado lo que es una calle del Eixample casi sin coches.
Se trata, posiblemente, de una victoria de alcance limitado. El actual Gobierno municipal del PSC, que siempre estuvo en contra de una pacificación “excesiva”, utiliza la sentencia para decir que para prevenir el lawfare lo mejor es negociar bien con todo el mundo. Es decir, sólo realizar aquellas obras que acepten los poderosos lobbies elitistas que siguen enganchados a la cultura del coche y tratan de bloquear todo tipo de reformas. Y, mientras la ciudad experimenta altos índices de contaminación, es una verdadera bomba de calor, y el tráfico rodado genera innumerables problemas, la lucha por domesticar y limitar el uso del coche seguirá enconada. En muchas otras ciudades este debate no está casi ni planteado.
V
El automóvil es, sin duda, uno de los grandes causantes de la crisis ecológica. Y, por tanto, minimizar su uso es uno de los elementos sobre los que debe descansar una transición hacia una economía “ecológica”. Es uno de los grandes campos de acción en el mundo urbano. Sus promotores y grandes beneficiarios tienen recursos y empeño en bloquear esta transición, como muestran los diversos avatares que han alentado esta nota. La intención de este texto, más allá de dar cuenta de esta contrarreforma ecológica (otra más), es la de indicar los diferentes procesos que dan consistencia a las pretensiones del lobby automovilístico. Mucha gente se siente atrapada porque su empleo o su movilidad depende del coche. Esta industria ha organizado un sistema productivo de alta complejidad, y ha estructurado buena parte del despliegue espacial de la vida económica y social. Genera resistencias al cambio e inercias contradictorias. Por eso se necesita una propuesta que contemple los diferentes aspectos del problema, y que aporte respuestas que neutralicen las propuestas de este lobby criminal. Cambiar la movilidad requiere, sin duda, políticas ambiciosas en el plano urbanístico, fiscal, de transporte público y de apoyo a formas de movilidad de bajo consumo energético. Requiere, también, repensar las necesidades de movilidad, de una reorganización espacial. Y —no es menor— también de una decidida acción cultural.
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9 /
2023