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James Graham

Sherwood

BBC,

Reino Unido,

2022, 350 min,

Sherwood y la memoria de la lucha obrera

Joan Ramos Toledano

Cuando uno piensa en Reino Unido, es fácil vincularlo con un país extremadamente capitalista, que encuentra en su capital, Londres, uno de los polos de poder económico y financiero del mundo. Sin embargo, la historia reciente nos recuerda que las huelgas mineras de la década de 1980, con el gobierno Thatcher, pusieron en jaque la transformación neoliberal que se avecinaba, y mostraron —a pesar de su derrota— el poder sindical y trabajador que se había ido acumulando y conquistando durante años. En este contexto, la serie —del escritor y guionista James Graham[1]— nos propone un ejercicio de memoria respecto de aquellos hechos y sus efectos todavía presentes en la sociedad actual británica.

Sherwood se nos plantea, en un principio, como una serie policiaca. Sin embargo, pronto descubrimos un trasfondo social que permite al guionista hilvanar con maestría los hechos pasados con los acontecimientos recientes. Basada en una historia real (una de las búsquedas de un asesino que más conmocionó a la sociedad británica, y que movilizó a más de 450 policías, 30 perros, y helicópteros en los bosques de Sherwood),[2] Graham utiliza esa experiencia vivida (él mismo era vecino del lugar de los hechos) para abordar un tema mucho más profundo de la historia del país.

La serie alcanza sus momentos más álgidos cuando es capaz de revisitar una historia que aún permea los sentimientos de hombres y mujeres de todo Reino Unido: las huelgas mineras de los años 84 y 85, la reacción policial-estatal y los devastadores efectos en las localidades afectadas. En un momento dado, una de las abogadas del movimiento sindical (NUM, National Union of Mineworkers) ofrece al espectador una incomodísima verdad: en su afán por cambiar el modelo social y económico del país, el gobierno de Thatcher se sirvió de una huelga de tal magnitud para sustituir los lazos colectivos y comunitarios por un sistema mercantil desbridado. Policías infiltrados que hicieron vida entre la ciudadanía (state rape, “violación del Estado”, lo denominan, en referencia a las relaciones sexoafectivas que se generaron en el marco de la infiltración para conseguir información en contra de los movimientos sindicales), seguimiento y control de personas, detenciones ilegales, torturas… Todo ello tuvo un final que nos es conocido.

Al contrario que otras películas que se han acercado, quizá de soslayo, a este tema (Billy Elliot, por ejemplo), Sherwood se sumerge en lo peor del gobierno thatcheriano, que moldeó el Estado y la sociedad británica y terminó con el significativo poder sindical que se había ido forjando durante décadas. Con la sobriedad habitual y los excelentes diálogos y personajes a los que nos tienen acostumbradas las mejores obras británicas, la serie parece reivindicar, como Ken Loach o Mike Leigh, la huida del maniqueísmo, la reflexión social, hacer del cine un vehículo, si no de transformación, al menos sí de memoria; una memoria que las dinámicas de consumo capitalista parecen empeñadas en enterrar.

Juan-Ramón Capella decía, en su libro Fruta prohibida, que Thatcher afirmó que pretendía romper la columna vertebral de los sindicatos. Pero es difícil hacerse a la idea de hasta qué punto el gobierno trazó estrategias para ello. Se nota que el guionista de la obra es, ante todo, un escritor, pues la serie podría haber sido perfectamente una novela. La forma en que va desgranando los acontecimientos permite al espectador hacerse una imagen fiel de lo que supuso un periodo no tan lejano. En un país que, si bien culturalmente muy distinto al nuestro, sufrió en primera persona la ofensiva de las ultraderechas que puede percibirse en otros filmes como Trumbo (y la caza de brujas macartista en EE. UU.). Un ejercicio necesario de memoria que no soluciona nada, pero nos permite transitar las emociones de quienes estuvieron allí y percibir el sufrimiento de la lucha obrera (minera, en este caso), sus errores, objetivos, estrategias, solidaridad y, en última instancia, su derrota.

Tal vez la proclama de la NUM (“we’re miners, united, we’ll never be defeated”) no cobra mucho sentido cincuenta años después, diluido como está el movimiento obrero y la conciencia de clase, pero nos sigue enseñando una forma de resistir la discriminación y la explotación que, ante una globalización neoliberal salvaje, nos atañe a todas y a todos. Y nos recuerda que el individualismo exacerbado que permea nuestras sociedades, lejos de ser natural, es el resultado de haber quebrado la espina dorsal de las conciencias colectivas de antaño.

Aunque el misterio nunca está en quién es el asesino (eso queda claro desde el principio), este nos permite ver la crítica del guionista a la herencia de la lucha obrera, en la que todos, huelguistas y esquiroles, perdieron. Y con esa derrota quedó abierta una herida de la que no surge orgullo alguno, como bien reivindica nuestro “antagonista”:[3] este es un joven hombre blanco de clase trabajadora, sin nada a lo que aspirar, sin el orgullo de clase del que sus padres y abuelos hacían gala, con un nihilismo moral absoluto que nos permite entender la desafección a la que el individualismo y la aceptación de las condiciones de explotación llevan a tanta gente joven.

Una crítica, en el fondo, a las consecuencias del mundo que se construyó tras las durísimas políticas thatcherianas, y que reconfiguraron la sociedad británica. Este es tal vez el punto nuclear de la serie, que tras su apariencia de thriller policiaco lo que esconde no es tanto una reivindicación o una protesta como la visibilidad de las heridas que dejó un periodo como el de los años ochenta en Reino Unido.

Se trata, en definitiva, de una serie que logra, sin renunciar a una buena factura técnica y un aceptable misterio aparente (hay un misterio secundario mucho más suculento), arrojar luz acerca de la podredumbre del estado, los difusos límites de las fuerzas policiales, el espíritu comunitario de los pueblos obreros y mineros, el orgullo de la lucha por objetivos colectivos y, en relación con eso último, la degradación personal, grupal y emocional fruto de la derrota más absoluta. Una demostración de que es posible hacer cine sin recurrir a grandes artificios, efectos especiales inverosímiles o relatos anodinos y maniqueos que nos desconectan de la realidad social en la que vivimos. Al contrario, basta una historia bien contada para permitirnos sentir en carne propia el sufrimiento de generaciones pasadas, cuya lucha también es la nuestra.

El guionista elige, deliberadamente, no tomar partido entre ambos bandos, los huelguistas y los esquiroles. Gran parte de la trama gira en torno a la palabra scab (“esquirol”), casi impronunciable y de devastadores efectos en las comunidades antiguamente mineras (todavía hoy es un grave insulto). La serie nos muestra así el ambiente conflictivo entre lo que antes eran compañeros de trabajo, colegas, camaradas, y sus familias. El miedo de los esquiroles en sus propios hogares, su decisión (correcta o no, eso el guionista lo deja a elección de cada uno) de volver a trabajar para sacar a sus familias adelante, la rabia de los huelguistas al ver que perdían poder de negociación y presión… No es difícil ver en todo este entramado que la flecha (nunca mejor dicho, pues es el arma principal de las muertes en la serie) apunta mucho más arriba. Pero al final, como siempre, quienes pierden son los mismos.

Hay un momento magnífico, hacia el final, cuando una de las vecinas apunta precisamente hacia ese “alguien” que no es el pueblo. Hacia esa élite político-empresarial que definió sus vidas. Un discurso en el que reivindica cómo han sido utilizados y explotados los trabajadores y sus familias, y que les ha obligado a definirse actualmente como lo que ya no son, un ex-mining town (“ex pueblo minero”). El desconcierto, la ira, el sentimiento de pérdida, la lucha fraternal. Todo ello consecuencia de unas políticas dirigidas a desembridar al capital, y cuyos destrozos toca reparar. ¿Cómo imaginar un futuro más allá de eso?, se pregunta esta vecina.

En definitiva, la serie aborda las vidas, cuarenta años después, de unos mineros que se negaban a ser carne de trabajo y explotación, que reclamaban su sudor como algo valioso, digno de orgullo, aun siendo un trabajo durísimo. Mineros que, al final, se vieron convertidos en aquello que más temían: uno más en la línea de producción. Alienados, solos, individuos en las grandes cadenas de producción y distribución que asomaban tras la incipiente globalización. El resto es historia.

[La serie puede verse actualmente en la plataforma Filmin y en la BBC]

  1. El guionista es escritor, entre otras cosas, de teatro, con numerosas obras a sus espaldas. Oriundo de Mansfield, en Nottinghamshire (lugar en el que se desarrolla la serie), ha guionizado otras obras para cine, como Brexit: The Uncivil War o The Way (todavía sin fecha de lanzamiento). En 2020 fue reconocido con la Orden del Imperio Británico.
  2. Sherwood es conocido mundialmente por ser la supuesta ubicación de la popular figura de Robin Hood.
  3. En realidad, el antagonismo de la serie es el sentimiento de enfrentamiento y derrota, humillación y sufrimiento de todo el pueblo. La figura del asesino es un mero hilo conductor que nos permite reflexionar sobre todo lo demás.

 

22 /

9 /

2023

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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