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Javier Rubio

Madrid, base de operaciones de un mercado inmobiliario opuesto al derecho a la vivienda

El mercado inmobiliario es el conjunto de transacciones, bienes, actores e instituciones que interactúan en el intercambio comercial de inmuebles. En la actualidad, la lógica que rige su funcionamiento es la expectativa de lucro privado mediante la elevación constante de precios en tales negocios. Esa lógica carece de atributos éticos y se desarrolla con el único objetivo de reproducir las condiciones que permitan elevar el beneficio económico en la siguiente transacción. La falta de acceso a la vivienda y la pérdida de condiciones de vida para millones de personas, como consecuencia directa de dicho modelo, parece sin embargo formar parte de una “cuestión social” secundaria e inevitable, como una especie de paisaje natural del mercado. La idea mayoritaria sobre lo “inmobiliario” nos ofrece una imagen invertida de los valores sociales, donde la actividad especulativa se presenta como algo positivo, mientras que las resistencias sociales y las iniciativas regulatorias son intentos inútiles contra el signo de los tiempos (mercantiles).

Se dice que el mercado inmobiliario español goza de buena salud cuando los precios se mantienen al alza, cuando sube el número de transacciones contabilizadas por los notarios, cuando vienen inversores a apostar por los nuevos desarrollos de nuestras ciudades —buenas perspectivas del mercado—, o cuando aumentan los márgenes de beneficio del sector. Sin embargo, resulta revelador que el número de desahucios no se encuentre entre los indicadores de dicha salud, como tampoco el aumento de la edad media de emancipación de los jóvenes, las tasas de hacinamiento o la asfixia económica permanente para familias hipotecadas e inquilinas. La falta de datos “humanos”, más allá de los puramente económicos, impide que sepamos cuántos niños y niñas son desahuciados a diario en España, país que ha firmado la Convención de Derechos del Niño. Ni que decir tiene que otros daños como la insostenibilidad del urbanismo, el deterioro de la salud ambiental, el aumento de la segregación urbana o la pérdida de espacios comunitarios tampoco aparecen mencionados como efectos directos del “dinamismo” del mercado.

Economistas, periodistas y políticos manejan conceptos tales como apuesta, innovación, oportunidades, liderazgo, sector clave, apetito inversor… para referirse al mercado inmobiliario español ocultando sus efectos de exclusión para sectores sociales cada vez más amplios. En ese discurso, los desahucios (por hablar sólo de la punta del iceberg) son algo que se supone necesario para la buena marcha del sector, a pesar de que los datos deberían llevar a calificar el mercado inmobiliario de las últimas décadas, como mínimo, de disfuncional.

La mercantilización de la vivienda hace tiempo que entró en una fase acelerada de desarrollo y avanza dos pasos por delante de los ritmos de las legislaciones convencionales. La financiarización general de la economía lleva a considerar las viviendas (los hogares) como activos altamente rentables sin los riesgos de sectores productivos como la industria o la agricultura. La inversión en vivienda no genera por sí misma ningún producto ni servicio, es puro movimiento especulativo en busca de plusvalías. Lo que sí genera son las condiciones necesarias para sucesivas burbujas cuyo estallido en forma de crisis financiera acaba afectando a toda la sociedad. Entretanto, enormes masas patrimoniales operan a nivel internacional posándose sobre las zonas con mejores oportunidades de extracción de rentas. Se trata de un fenómeno global, como reflejó en su Informe de 2017 la Relatora de Naciones Unidas para el Derecho a la Vivienda y cuyas primeras señales en España pueden rastrearse a principios de los 2000 con el auge de las titulizaciones hipotecarias. Si a todo eso le sumamos que España lleva varias décadas de retraso en regulación del derecho a la vivienda, tenemos el contexto ideal para el descontrol actual.

En el ámbito del alquiler, los precios hace tiempo que alcanzaron picos de burbuja en la mayoría de grandes ciudades, haciendo imposible su acceso en condiciones dignas, pero la ola especulativa no se ha detenido en el alquiler y ha ido ampliando sus “nichos de mercado”. La sofisticación mercantil convierte hoy viviendas en pisos turísticos o pisos de estudiantes evadiendo la Ley de Arrendamientos Urbanos. Divide (reparcela) viviendas para obtener varios minipisos, reconvierte locales y garajes en zulos, subarrienda habitaciones y camas por horas, incluso alquila balcones en las zonas más tensionadas. La fiebre rentista llega hasta la aparición de plataformas online de crowdfunding inmobiliario, por la que miles de pequeñas aportaciones se canalizan para “inversiones” en inmobiliario mediante compras de pisos en zonas cotizadas, generalmente para reformarlos y venderlos. La lógica está tan normalizada que llega a ser interiorizada por los propios perjudicados y así, sectores sociales asalariados, llevados por ese “espíritu inversor-rentista”, participan a su vez como inversionistas del mismo mercado que les asfixia.

La figura del buen casero tradicional (alguien que puede escuchar y ponerse en el lugar de su inquilino y es capaz de empatizar dado que su relación no está movida exclusivamente por el ánimo de lucro) está en claro retroceso. La expansión y sofisticación del espíritu rentista (un casero calculador y frío que se comporta como una sociedad mercantil) viene acompañada del intento de equiparar al pequeño propietario con el fondo de inversión, como si fueran lo mismo y con los mismos intereses. De hecho, ASVAL, la patronal de propietarios más activa, se parapeta discursivamente detrás de la figura del pequeño propietario, aunque sus asociados son fundamentalmente grandes tenedores. En el mundo del Derecho, los think tanks que trabajan como consultores para los fondos juegan igualmente a la ficción del ciudadano ahorrador a quien las leyes reguladoras del derecho a la vivienda expropian el fruto de su trabajo, cuando la realidad es que los grandes arrendadores cobran alquileres que suponen más del 60% del salario a sus inquilinos, en una verdadera apropiación del esfuerzo laboral de personas sin patrimonio familiar.

En el día a día, quienes operan en el mercado inmobiliario con capacidad económica para anticipar sus siguientes movimientos económicos a corto, medio y largo plazo, aplican una lógica mercantil y calculadora sobre sus operaciones, tomando como referencia el valor de cambio, sin plantearse la vivienda como derecho, sino como mercancía (commodity).

Por el contrario, familias y personas cuya capacidad económica alcanza poco más que a subsistir hasta la siguiente crisis se mueven bajo una lógica de “derecho a la vivienda” priorizando el valor de uso de los inmuebles. En un caso predomina la perspectiva de lucro, en el otro predomina la perspectiva de uso. El avance del libre mercado inmobiliario, entendido como fin en sí mismo, refuerza las posiciones de quienes tienen patrimonio suficiente para pensar en invertir (los “have”), mientras que perjudica y subordina a quienes no lo tienen (los “have not”), y la relación que se establece entre unos y otros adquiere cada vez contornos de mayor explotación.

Teóricamente, bajo la Constitución de 1978, el derecho a la vivienda digna es un principio rector de la política económica y social que debe “informar” la actividad de todos los actores, empezando por las administraciones públicas y permeando toda la legislación. El artículo 47 de la CE contiene un programa político avanzado en materia de derecho a la vivienda, incluyendo la obligación de los poderes públicos de garantizarlo, la proscripción de la especulación y el aprovechamiento comunitario del urbanismo. Pero, ¿acaso rige este principio rector? En cumplimiento de dicho mandato, el mercado inmobiliario debería tener como fin último el disfrute efectivo del derecho a la vivienda de todos los ciudadanos, y por lo tanto, su funcionamiento y atributos cotidianos deberían estar guiados por ese objetivo de bien común. Sin embargo, se mide la marcha del mercado inmobiliario por el ritmo de los precios y las expectativas de beneficio privado. Jueces y tribunales tramitan centenares de miles de desahucios, de uno en uno, de acuerdo a la norma procesal vigente (Ley de Enjuiciamiento Civil), pero al margen del mandato constitucional superior para conseguir una vivienda digna para todas –aunque sea de manera progresiva– y en ocasiones en contra de las decisiones de organismos de salvaguarda de Derechos Humanos como el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas (Comité DESC). Más aún, desde el Parlamento se ha legislado para favorecer la actividad de explotación empresarial de inmuebles a gran escala bajo criterios del lucro empresarial privado (fondos, socimis, etc.), llegando al absurdo de considerar que la presencia de más empresas de explotación de alquileres —sin ni siquiera exigirles una tributación progresiva— es señal de buen funcionamiento del mercado (Preámbulo de la Ley 4/2013, de reforma de la ley de arrendamientos urbanos). Las discriminaciones evidentes por razón de género, origen, clase y etnia, en el disfrute (y vulneración) del derecho a la vivienda no reciben tratamiento ninguno, apenas llegan a ser nombradas. En España, el verdadero principio rector es el mercado inmobiliario y no el artículo 47 de la Constitución.

Para explicar esta profunda distancia entre lo que debería ser (vivienda digna para todas) y lo que es (mercado inmobiliario excluyente), conviene repasar la historia reciente de la larga partida que se disputa en torno al suelo y la vivienda: política de vivienda en la dictadura, luchas por la vivienda en la Transición, constructores, turismo, concejalías de urbanismo, populismos, corrupción, cultura del pelotazo, poder financiero, entrada en el Euro, fondos internacionales, movimientos sociales, sindicatos, partidos, crisis de 2008, Sareb, capitalismo de plataformas, turistificación, etc. Más de cuatro décadas de historia de España bajo el signo del ladrillo hacen valer su peso político a todos los niveles. El ideario social dominante otorga al “inmobiliario” primacía sobre los derechos de las personas (primero la salud del mercado, en los términos expuestos, y solo después y en la medida en que sea funcional al mercado, vivienda). El “inmobiliario” subordina amplias facetas de la realidad a sus intereses (urbanismo, diseño, medio ambiente, redes de transporte, financiación, discurso, …), y está presente como principio rector en las estructuras del Estado, empezando por el Ministerio de Fomento y sus altos funcionarios, así como en empresas, medios de comunicación, fondos, clases rentistas, espíritu propietarista, etc. Naturalmente esta hegemonía no es total y encuentra resistencias más o menos fuertes en todos los territorios que, sin embargo, no son suficientes por ahora para cambiar el paradigma mercantil en vivienda.

Este orden social no es remontable sin una crítica permanente a la lógica que lo alimenta, que permite “deconstruir” el ideario rentista que se nos presenta hoy como legítimo y deseable. El establecimiento de alianzas lo más amplias posible en torno a dicha crítica es el camino para hacer efectiva la promesa de una vivienda digna para todas. Las tímidas reformas introducidas por la ley estatal por el derecho a la vivienda (Ley 12/2023) son claramente insuficientes, llegan tarde y estarán sometidas al fuego de artillería legal y mediática que viene desplegando hace tiempo el “inmobiliario” contra iniciativas valientes como las emprendidas por el Ayuntamiento de Barcelona bajo el gobierno de los Comunes (verdadera diana del lawfare inmobiliario contemporáneo).

La lucha por la vivienda supone limitar los intereses del mercado inmobiliario y confrontar con el conglomerado político y financiero que lo dirige, presente en todos los territorios y especialmente poderoso en la Comunidad de Madrid. En esta región se perdió el tren de las leyes autonómicas de vivienda de la década pasada tras una movilización social que chocó con la entonces mayoría parlamentaria de PP y Ciudadanos (Iniciativa Legislativa Popular por la Vivienda de Madrid de 2017).

El momento de debilidad que atravesó el Partido Popular y la emergencia de resistencias a nivel social e institucional que pretendían avanzar en “derecho a la vivienda” no culminaron con una brecha en forma de ley que, al menos, hubiera empezado a tomar posiciones para una futura regulación del “inmobiliario” madrileño, como sí sucedió en otros territorios. Años más tarde, tras el golpe de mano de las elecciones autonómicas convocadas por Ayuso en 2021 y su actual mayoría absoluta, la región se ha consolidado como base de operaciones de un “inmobiliario” opuesto a la idea misma de derecho a la vivienda. Desde Madrid capta capitales extranjeros para continuar su expansión y gobierna con mano de hierro indiferente a los daños provocados por la especulación: acoso a la vida vecinal en el centro madrileño, asfixia económica de jóvenes y precarios en alquileres e hipotecas, masificación del turismo, criminalización de la ocupación por necesidad, marginación y deterioro del parque de vivienda pública, cortes de luz para expulsar a la población de Cañada Real, etc. En 2023, la situación es que el “inmobiliario” con sede en Madrid mantiene una estrecha alianza con el poder político y mediático y está fuera de cualquier control regulatorio (anomia). En el lado del derecho a la vivienda estamos la mayoría, una mayoría a menudo dispersa. Quienes vivimos en Madrid tenemos que mirarnos y preguntarnos qué vamos a hacer ante este escenario. A nadie se le escapa que, dada su influencia sobre la totalidad del “inmobiliario” entendido como un sistema de relaciones de poder con influencia en todo el sistema en su conjunto, la batalla por la vivienda en la Comunidad de Madrid es quizás una de las más difíciles de ganar y también una de las más necesarias.

[Fuente: Ctxt. Javier Rubio Gil es miembro del Centro de Asesoría y Estudios Sociales (CAES)].

22 /

9 /

2023

Señores políticos:

impedir una guerra

sale más barato

que pagarla.

Gloria Fuertes
Poema «Economía»

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