¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Laura Pennacchi
György Lukács: «Historia y conciencia de clase» cumple cien años. Pero no lo demuestra
Han pasado cien años desde la publicación, en 1923, de Historia y conciencia de clase, de György Lukács, y me parecen nada, como me parece nada el tiempo transcurrido desde que descubrí, a finales de los años sesenta, la que resultó ser una de las obras más controvertidas, pero también más influyentes, del marxismo del siglo XX. Su carácter extraordinario provenía del hecho de que en ese texto el joven Lukács había condensado elementos de su reflexión común con Rosa Luxemburg —la dialéctica del movimiento y la finalidad, la conciencia un lugar privilegiado de maduración, la praxis como instrumento primordialmente educativo— en una teoría de la historia y la sociedad como totalidad construida en torno a la generalización de la “forma mercancía” (cuya conceptualización también influyó en Ser y Tiempo de Heidegger) y los procesos de “fetichización”, “cosificación” y “alienación” que se habían derivado de ella, otorgando un protagonismo crucial a los elementos superestructurales sobre los estructurales y haciendo saltar por los aires la propia distinción entre estructura y superestructura. El enigma de la mercancía reside en el hecho de que se cosifica una relación, una relación entre personas, es decir, recibe el carácter de cosificación y, por tanto, “‘una objetividad espectral’ que oculta en su legalidad autónoma, rigurosa, aparentemente concluida y racional, toda huella de su propia esencia fundamental: la relación entre los hombres”. Desde la esfera productiva, la estructura mercantil se extiende a toda la vida social, se convierte en una categoría universal del ser social, y las leyes que regulan el mundo de las cosas y las relaciones entre las cosas “aunque poco a poco pueden ser conocidas por los hombres, se les oponen, sin embargo, como fuerzas que no se dejan refrenar y que ejercen autónomamente su propia acción”.
El dispositivo de cosificación y alienación surge a partir del trabajo (cosificado y alienado) pero no se detiene ahí, sino que llega hasta la relación con la naturaleza (que acaba apareciendo como un cuerpo extraño para ser utilizado y expoliado) y con la especie humana, pues es la propia vida del hombre, ya no tratada como fin sino como medio, la que sufre una dramática amputación y, sometida a la utilidad como ley que rige los bienes y las cosas, se contrapone a lo viviente.
La curiosidad por Lukács había madurado en mí tras el largo seminario sobre “El izquierdismo teórico de los años veinte” organizado en La Sapienza en 1969 por Alberto Asor Rosa, con Massimo Cacciari, Toni Negri y Mario Tronti. El contacto con la incandescente “materia histórico-espiritual” contenida en Historia y conciencia de clase (la expresión es de G. Cesarale que introduce la nueva edición de Storia e coscienza di classe, Pgreco, Milán, 2022, mientras que todas mis citas están tomadas de la primera edición italiana, Sugar Editore, 1967) me impulsó a dedicarle mi tesis de licenciatura en Letras y Filosofía (eran tiempos en que en la universidad uno se entusiasmaba con todo y podía hacer cualquier cosa…), a pesar de la perplejidad de los citados organizadores —“demasiado eticismo”, decían— y del propio Asor (mi director) que, sin embargo, como el “buen mal profesor” que le gustaba llamarse, tras comprobar la solidez de mi convicción, fue generoso en apoyarme. Así fue como, habiendo dejado Roma en tren uno de los primeros días de agosto de 1970, me encontré en Budapest, al mismo tiempo asustada y feliz por la beca que había recibido gracias a un intercambio entre el Ministerio de Asuntos Exteriores italiano y el Ministerio de Cultura húngaro para conocer a Lukács en preparación de mi tesis. Debería haber estado mucho más asustada: en realidad no me había dado cuenta de que, aunque Hungría tenía entonces la reputación de ser un país de socialismo real más abierto que otros, yo había cruzado el aún vasto y temible “Telón de Acero”. En la oficina correspondiente del Ministerio de Cultura se mostraron atónitos y avergonzados ante la lectura de los papeles de mi beca y, sin saber qué hacer, me tuvieron esperando todo el día en una sala oscura y sin adornos y, al final, accedieron a decirme que no podría conocer a Lukács que, en Alemania para recibir el Premio Goethe, no regresaría a Budapest hasta septiembre, cuando mi beca de cuarenta días expiraba y yo ya debería haber vuelto a casa. También me dijeron que me enviarían durante veinte días a la Universidad de Keszthely, en el lago Balatón, para seguir un curso de “economía agrícola”.
En el largo viaje en tren por Europa del Este había visto sucederse árboles y casas e hilos de luz, llanuras interminables entremezcladas con montañas púrpuras y colinas verdes, ciudades coloridas seguidas de pueblos oscuros y pobres. El ambiente en el lago Balatón no era diferente, una tristeza parecía cernirse, sobre todo, en los trabajadores de la RDA (República Democrática Alemana), de vacaciones con sus familias, se sumergían en silencio en las turbias aguas del lago, que en muchas partes parecía un gran pantano. El fresco agosto y el cielo, a menudo plomizo, me recordaban continuamente el clima que debió de vivir Lukács en los años veinte, después de la Primera Guerra Mundial, cuando se habían vivido experiencias decisivas y se preparaban otras aún más terribles. Poco a poco me fue quedando claro que lo que más me atraía del magma reelaborado por Lukács era precisamente lo más criticado por los marxistas de la “autonomía de lo político”: en su reelaboración, la convicción original de que “el poder de toda sociedad es esencialmente un poder espiritual y sólo el conocimiento puede liberarnos de él” (p. 325) había sido llevada a sus últimas consecuencias, consistentes en identificar el fundamento de un futuro proceso revolucionario victorioso en la “reforma de la conciencia” (p. 321), Aquí, con la rehabilitación de la conciencia y la subjetividad, sentí que se había jugado una partida decisiva en torno a lo que ya a principios del siglo XX había querido tomar la forma de una exaltación de la “muerte del sujeto”. No era casualidad que, más o menos en la misma época, Rosa Luxemburg, en prisión por la revolución espartaquista de los consejos de 1919, hubiera escrito poco antes de ser asesinada que “lo principal es ser bueno, simplemente ser bueno, es incluso más importante que tener razón…” y Lukács hubiera vagado sobre el milagro de la bondad, “algo así como un conocimiento de los hombres que irradia penetrándolo todo y en el que coinciden sujeto y objeto”.
De vuelta a Budapest, me hice amiga de unos jóvenes estudiantes que, informados de lo infructuoso de mis investigaciones hasta el momento, me explicaron sin miramientos que los burócratas húngaros me habían jugado una mala pasada, ocultando bajo la falsedad de un viaje imposible a Alemania, su deseo preciso de impedirme conocer a Lukács y de mantenerlo en el aislamiento al que lo habían condenado durante muchos años. Así fue como, habiendo encontrado la dirección de la casa de Lukács en una simple guía telefónica con la ayuda de los chicos, llegué a ella en taxi, subí al quinto piso y llamé al timbre, invitada inesperada.
La anciana ama de llaves que abrió la puerta escuchaba sin entender mis convulsas palabras en francés, cuando, desde el fondo del pasillo, un hombrecillo canijo salió a mi encuentro, escuchó lo que le decía, leyó las cartas de presentación que llevaba conmigo y concluyó seráficamente: “Trabajo y estudio por las tardes, pero por las mañanas dedico mi tiempo a discutir con los estudiantes, venga mañana por la mañana y entonces durante varios días podremos hablar, dans notre mauvais français, de muchas cosas”. El mauvais français era el mío, ciertamente no el suyo, pero eso no me impidió durante toda una semana hacerle infinidad de preguntas y que Lukács las respondiera con tenaz calma e increíble serenidad. Manifestando su apasionado interés por los movimientos juveniles que llenaban las plazas de todo el mundo en aquellos años, y su incansable autocuestionamiento sobre la etapa que finalmente estábamos viviendo, mantenía una firme autocrítica al idealismo de Historia y conciencia de clase impregnado de un “mesianismo ético”, pero no se le escapaba hasta qué punto su teoría de la «forma mercancía» había influido, junto con el Hombre unidimensional de Marcuse, en la explosión de 1968 y las que siguieron.
El Lukács que ahora era tan viejo que estaba cerca de la muerte —murió en 1971, al año siguiente— no se desentendió de los problemas del fetichismo, la cosificación y la alienación que surgieron de su teoría juvenil de la mercancía. El joven Lukács había derivado su teoría del fetichismo de la mercancía directamente de Marx, del mismo modo que había tomado prestada de Weber su visión de la racionalización cuantitativa capitalista, su intrínseca “calculabilidad” (aunque el Lukács mayor restó importancia a Weber en su formación: “no hay nada en Weber —me dijo— que no esté ya en Marx y que haya influido en mí”). Sin embargo, había dado un paso más: había correlacionado “fetichismo” y “calculabilidad”, dando a ambos un carácter más amplio. La combinación de Marx y Weber, de hecho, le había dado el impulso para invertir plenamente no sólo la esfera productiva sino también la reproductiva con la fuerza de la racionalización cuantificadora: la superestructura ideológica, la literatura, el derecho, la economía política, la filosofía. Todo lo cual había causado gran escándalo entre los marxistas ortodoxos de la época y posteriores: este tipo de modelo interpretativo veía la contradicción fundamental del sistema capitalista de producción como una contradicción del propio capital a la manera luxemburguesa, y postulaba el elemento central de la socialización capitalista no en la relación antagónica de clase entre capital y trabajo, sino en la propia estructura de la mercancía, lo que conduce a una integración muy fuerte de lo “económico” y lo “social” y a la dominación de lo “económico”.
Al llevar a cabo este análisis, Lukács había puesto de manifiesto, ya en los años veinte, elementos que también son importantes para el presente. En efecto, tanto más hoy cuanto que el sentido de su teoría de la cosificación consiste en el descubrimiento de las “formas mediadoras de la conciencia” en el seno de la “construcción de una sociedad articulada en un sentido puramente económico”, dado que el capitalismo es “el primer orden de producción que tiende a una asimilación económica completa de la sociedad en su totalidad”. El proceso de racionalización, por una parte, provoca una pérdida de conexión entre las diferentes experiencias empíricas y, por otra, “se convierte en una reunión objetiva de sistemas racionalizados parciales, cuya unidad sólo está determinada de forma calculable y que, por tanto, deben presentarse en una accidentalidad recíproca”. La división social del trabajo hace saltar por los aires la diferencia “entre el obrero frente a la máquina individual, el empresario frente a cierto tipo de evolución de la máquina, el técnico frente al estado de la ciencia”, una diferencia “puramente cuantitativa, y no directamente una diferencia cualitativa en la estructura de la conciencia” (pp. 127-128). Así, el joven Lukács había captado tanto el sometimiento de todas las clases a la cosificación como un elemento fundamental del proceso de proletarización que caracteriza a la sociedad del capitalismo moderno, a saber, que incluso el trabajo más espiritual se reduce a mercancía. Al mismo tiempo, no se había desviado de su búsqueda humanista: “la vida del hombre como hombre en su referencia a sí mismo, a los demás hombres, a la naturaleza, puede convertirse en el verdadero contenido de la vida de la humanidad. El hombre como hombre nace socialmente” (p. 315).
En la gran casa antigua a orillas del Danubio, el aire quieto de agosto se hacía eco de las palabras con las que Lukács se preguntaba dónde había ido a parar la “figura de la crisis” en nuestro mundo contemporáneo: “Los últimos treinta años del siglo”, decía, “han sido los años del capitalismo sin crisis y, lo que es más importante, sin una explicación marxista de por qué no hay crisis. Quizá pueda decirse”, añadió, “que estamos viviendo una situación preideológica como la que vivía la clase obrera antes de Marx. La diferencia entre entonces y ahora es que Marx existía realmente: si con Blanqui no era posible constituir un movimiento obrero fuerte, hoy, después de Marx, esta posibilidad existe y, sin embargo, no se hace real”. En aquel momento, yo aún no había comprendido la grandeza de Beveridge, de Keynes, del Estado del bienestar, por lo que no pude proporcionarle el material argumentativo relativo a la increíble capacidad dinámica de la morfogénesis del capitalismo, no contradictoria con sus impulsos autodestructivos y, de hecho, alimentada por ellos. Después de todo, poco después, en 1974, llegó la primera crisis del petróleo que devolvió su connotación a la palabra “crisis”, pero Lukács no tuvo tiempo de verlo. Su análisis, sin embargo, contenía muchas herramientas para interpretar el incipiente neoliberalismo, que, sin embargo, al caer su pensamiento en el olvido, quedaron inutilizadas. Entonces vimos que la modernidad tardía genera otra forma de alienación, basada en la difuminación de los límites entre lo real y lo virtual, la confusión entre lo verdadero y lo falso, la seducción del consumo sin fin, la primacía otorgada a la apariencia y la separación de las propias necesidades auténticas. Pero también nos dimos cuenta de que la alienación tiene mucho que ver con el valor, el sentido, la libertad, la vida social e institucional: así, en su conexión con el concepto y la praxis de la libertad, la alienación sigue presentándose como un concepto exquisitamente moderno, es más, tomando prestadas las palabras de Rahel Jaeggi, como una “autocrítica de lo moderno” reducido a “relación en ausencia de relación”.
[Fuente: Eticaeconomia. Reproducido en Sin Permiso, trad. De Antoni Soy. Laura Pennacchi dirige la escuela de buena política “Vivir la democracia, construir la esfera pública”, de la Fundación Basso, y coordina el Foro de Economía nacional de la CGIL]
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