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Antonio Antón

Formación, declive y rearticulación de la izquierda transformadora

Hace unas semanas, como parte del balance de las elecciones generales del 23J, publiqué el artículo ‘Reequilibrios en la izquierda transformadora’, con una reflexión sobre el cambio de liderazgo y primacía dirigente producida en Sumar respecto de Podemos, con las características políticas y organizativas de la nueva coalición y los criterios democrático-pluralistas para su articulación.

En este texto amplío el foco con un análisis de la evolución de sus bases sociales y electorales, con varias etapas, dentro de la persistencia del ciclo progresista de más de una década en el que todavía estamos: la etapa de formación del campo sociopolítico y electoral (2010-2014); el periodo de la máxima expresión electoral de las fuerzas del cambio, de forma diferenciada del Partido Socialista (2015-2016); el lento y gradual declive del apoyo electoral, ya significativo en 2019, junto con la reafirmación institucional en el Ejecutivo de coalición y el empuje y la corresponsabilidad gestora de la reforma social y democrática hasta el presente; por último, aludiré a las expectativas y planes colectivos sobre la rearticulación de ese espacio bajo la coalición Sumar, como nueva representación institucional y unitaria plataforma política.

Como complemento descriptivo, acompaño dos gráficos con la evolución y la comparación entre los resultados de las elecciones autonómicas y las generales de la izquierda transformadora, en los tres grandes procesos de 2015, 2019 y 2023 —junto con los ciclos específicos de varias Comunidades Autónomas—, con el anexo de dos tablas, con la distribución por territorios y por sensibilidades políticas.

El perfil de la izquierda transformadora

Utilizo de forma preferente la expresión ‘izquierda transformadora’, para caracterizar a todo ese conjunto de formaciones políticas, agrupadas hoy en Sumar, que mantienen una actitud más exigente y reformadora en beneficio de la mayoría popular, diferenciadas de la socialdemocracia retórica del Partido Socialista que en el comienzo de este ciclo progresista en 2010 ejercía una gestión dominante de carácter socioliberal ante la crisis socioeconómica. Así, esta izquierda nueva tiene un perfil más crítico, democratizador e igualitario, por la justicia social, laboral y distributiva, además de otros ejes específicos como su feminismo, su ecologismo y su plurinacionalidad.

Son también fuerzas progresistas, aunque con este término también se pueden englobar a otros partidos como el socialista o los grupos nacionalistas periféricos, con sus respectivas ambivalencias, así como otros actores sociopolíticos, movimientos y grupos sociales, en particular el grueso del movimiento sindical, el feminista o el ecologista.

Ello se enmarca en la polarización última entre los sectores progresistas —predominantemente, las izquierdas— y los conservadores —bloque de derechas o reaccionario—. Ambas agrupaciones son diversas y ante el tema que nos ocupa la cuestión a dilucidar es el grado de lo común y lo diferente en el bloque progresista entre Partido Socialista y Unidas Podemos/Sumar. Incluso cabe hablar de tres bloques diferenciados: derecha extrema —con ausencia del centro-centro—, centroizquierda moderado e izquierda transformadora; en todo caso, es diferente a cierto imaginario binario entre bipartidismo gobernante (PP/PSOE), referente de la oligarquía, y fuerzas populares —emergentes—, representantes de la mayoría social, típico del populismo de izquierda.

El problema político es la caracterización del Partido Socialista, su pertenencia a un campo u otro y, por tanto, el sentido de sus estrategias y sus alianzas, o al contrario, la definición de su izquierda o las fuerzas alternativas y la actitud hacia ellas. Aquí, partiendo de la ambivalencia socialista o su doble papel estructural e histórico, se considera el contexto concreto en cada etapa sociopolítica que explica la doble relación que la izquierda transformadora, en su diversidad, tiene con él, desde ser socios y aliados hasta competir como adversarios por tener un proyecto global y variadas políticas diferenciados. La combinación de la cooperación y la competencia por ambas partes será un elemento permanente de evaluación y definición política y de alianzas en cada fase histórica. No me extiendo; es un debate vivo en la propia izquierda transformadora sobre el que haré alguna alusión concreta.

Esos dos rasgos, izquierda y transformadora, definen lo fundamental de su perfil identificativo configurado por su experiencia vital: material, cultural y sociopolítica, y en un contexto estructural y sociohistórico determinado. Pertenecer a la izquierda —complementado con otras identificaciones como progresista o en otros ejes como el género o el étnico-nacional— supone un anclaje en valores y estrategias fundamentales basados en la igualdad, la democracia, la protección social y la regulación pública. Y transformadora porque, más allá de la oposición necesaria a los recortes sociales y la involución política, se plantea avances sustantivos de progreso, no solo retóricos y menos reaccionarios, en los planos socioeconómico, relacional, cultural y político.

Esa denominación es más precisa que otras que, ocasionalmente, se pueden utilizar para definir todo ese conglomerado de formaciones y tendencias políticas como izquierda alternativa, izquierda del PSOE o espacio del cambio de progreso; e igualmente, es más sustantiva y clarificadora respecto de otras expresiones de carácter sociodemográfico o más ambiguas ideológicamente —si no está reflejado su significado en una amplia experiencia inmediata— como unidad popular, movimiento ciudadano o pueblo, salvando el significante frente amplio, por su virtualidad latinoamericana y utilizable como referencia unitaria de masiva articulación cívica, social y política. Además, aunque algunos sectores pueden sentirse incómodos con esta denominación, la gran mayoría de ese espacio —según el CIS o 40dB— se autoidentifica como perteneciente a la izquierda y una minoría al centro.

La formación del espacio del cambio de progreso

Aunque tiene precedentes ideológico-políticos, socio-electorales y de composición personal, la dimensión y el carácter de la izquierda transformadora se forma y amplía a través de dos grandes experiencias masivas: una, la crisis socioeconómica y su gestión política regresiva y prepotente por las élites gubernamentales (y europeas), primero del Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero y luego, de forma más dura, por el gobierno del Partido Popular liderado por Mariano Rajoy; dos, la amplia indignación y oposición activa de gran parte de la sociedad española, especialmente juvenil, con un perfil progresista, social y democrático. Se expresó en el masivo, diverso y multidimensional proceso de protesta popular del periodo 2010/2014, normalmente simbolizado por el movimiento 15-M pero con un fuerte componente sindical —con tres huelgas generales— y de mareas cívicas, y con una gran legitimidad social de sus objetivos básicos, de mayor democracia, con superación del bipartidismo gobernante, y mayor justicia social.

Pues bien, a la altura de las elecciones generales de diciembre de 2011, ese amplio espacio social y cultural, impugnatorio y propositivo a la vez y, al mismo tiempo, de resistencia democrática y reivindicativo de nuevas demandas cívicas, ya se estaba expresando de forma incipiente en el campo electoral, de forma diferenciada al bipartidismo gobernante. Fundamentalmente, viniendo de una cultura progresista, democrática e igualitaria, lo hacía a través de la desafección política hacia del Partido Socialista por su incumplimiento de su contrato social y electoral. Llegó hasta la reducción de más de 4 millones de votos, cuya mayoría fue a la abstención crítica (con la paradoja de no impedir la mayoría absoluta de la derecha).

Así su electorado pasó de más de 11 millones de votos en 2004 y 2008, a 7 millones en 2011, 5,5 en 2015 y 5,4 en 2016 para remontar hasta 7,5 millones en abril de 2019, 6,8 en noviembre de ese año y, finalmente, 7,8 en las últimas elecciones generales de 2023; aunque todavía le faltan más de 3 millones respecto del ciclo anterior que, precisamente, es la cantidad que conserva la izquierda transformadora, cuyo electorado ha pasado de superarlo en 2015 y 2016, con 6 millones, a tener menos de la mitad que el socialista en las generales de 2019 y 2023.

Por tanto, ya en 2011, si a esa desafección socialista le sumamos el ligero ascenso de Izquierda Unida, que llegó hasta cerca de un millón de votos, en ese año ya teníamos el volumen político-electoral de ese espacio confederal, entre cinco y siete millones, en torno a la cuarta parte de votantes, reforzado por una significativa izquierda nacionalista, particularmente en Cataluña y País Vasco, y contando con todavía un sector abstencionista de izquierdas. Procedía, principalmente, de ese desgajamiento de la base tradicional socialista y de la juventud crítica o indignada ante la involución social y política; era un desplazamiento representativo y una reafirmación de la exigencia democrática y reformadora de carácter progresista y por la izquierda de las políticas públicas dominantes y sus gestores.

En todo caso, en la mejor de las circunstancias, aun cuando muchas de las propuestas de ese heterogéneo movimiento cívico estuviesen legitimadas por más de dos tercios de la población, con cierta desafección respecto de las élites gobernantes y a la propia gestión política predominante, en el plano electoral esa corriente sociopolítica no llegaba a configurar un tercio de la representación institucional, incluido otros sectores afines de la izquierda nacionalista, abstencionistas de izquierda y parte de votantes socialistas. No había desbordamiento del poder político e institucional, aunque sí la reconfiguración de la representación política y un amplio cuestionamiento de la legitimidad social y la estabilidad consensual del poder económico-institucional y sus políticas regresivas y autoritarias.

Diferenciación y vasos comunicantes en las izquierdas

Las elecciones municipales y autonómicas de 2015 y las generales de 2015 y 2016 certificaron en el plano electoral-institucional la conformación de esa corriente sociopolítica transformadora con la consiguiente reordenación de la representación política. Por un lado, las fuerzas progresistas tenían una ligera ventaja sobre las derechas, aunque la dirección socialista renunció a la formación de un bloque progresista y unas políticas de cambio de progreso y prefirió la alternativa centrista y continuista, con el bloqueo a la dinámica transformadora y su representación alternativa.

Por otro lado, había cierto empate estratégico entre el Partido Socialista y las llamadas fuerzas del cambio de progreso. Existía, por una parte, una ligera ventaja de los primeros en el poder autonómico y el grupo parlamentario —y su relación con los poderes fácticos y dispositivos mediáticos—, y, por otra parte, un peso institucional y simbólico relevante de los segundos por su mayoría gobernante en los grandes ayuntamientos del cambio, que permitían aventurar su modelo de gestión, más social y democrático, y su consolidación como fuerza institucional alternativa.

La formación de ese espacio sociopolítico transformador derivó de una amplia, profunda y palpable experiencia de la realidad social de la crisis socioeconómica y política, iniciada en 2008, y el comportamiento regresivo y prepotente del bipartidismo existente, en los años 2010/12. Entonces, todavía no tenía gran peso una izquierda política alternativa, aunque sí unos significativos movimientos sociales —incluido el sindicalismo— con una fuerte movilización cívica que, sobre la base de una cultura democrática y de justicia social, profundizó en su identificación política transformadora y favoreció la formación de una nueva representación político-institucional.

Ese proceso popular fue relativamente autónomo respecto de una débil y descolocada élite política diferenciada de la socialdemocracia, aunque contaba con un fuerte tejido social participativo. Pero le faltaba una característica fundamental: la construcción de una legítima representación política, en conexión con ese movimiento popular, y su acceso institucional. El fenómeno de Podemos y sus aliados y convergencias acertó en vertebrar la representación política de una parte significativa, cuando ese proceso de movilización social se debilitaba y la participación cívica se trasladó al plano electoral confiando en el cambio progresista. Con ello se consiguió la consolidación político-institucional de su representación y liderazgo, aunque con cierta incapacidad articuladora de sus bases sociales que, posteriormente, reflejaron la fragilidad de su entramado organizativo.

Dicho de otra forma, en ese periodo de 2010/2014 se fue configurando ese perfil sociopolítico progresista, democratizador y de exigencia de cambio sustantivo y real, pero con una relativa orfandad representativa en el plano político e institucional, sin que entonces Izquierda Unida (y la izquierda nacionalista) fuese capaz de vertebrar esa amplia corriente cívica alternativa. Pero ese espacio se configuró, sobre todo, por el carácter de la masiva experiencia sociopolítica que pudo modificar a gran escala la configuración de esa corriente democrática transformadora, no por el ejercicio representativo de una élite política o por su acción discursiva o ideológica, elementos necesarios pero complementarios a la propia participación sociopolítica y vital de amplios sectores sociales que defendían su bienestar y sus derechos.

Es el contexto del vacío representativo que supo rellenar la dirigencia de Podemos y aliados en los años 2014/2016, dándole consistencia y estructurando esa tendencia sociopolítica en un campo electoral y de representación político-institucional, con una dimensión similar a la del Partido Socialista, hasta amenazar con su adelantamiento representativo.

Sin embargo, esa tendencia popular estaba lejos de superar al grueso de fuerzas políticas, incluida las derechas, que sostenían el sistema político, así como de producir una crisis general del poder establecido. Podíamos decir que se abría una crisis sistémica, como dificultad de las élites gobernantes para la gestión socioeconómica, institucional, territorial, medioambiental…, con una pérdida de legitimidad y vertebración del bipartidismo gobernante, que exigía un cambio social y democrático sustantivo y real. Existía una correlación de fuerzas todavía débil respecto del poder político e institucional, así como en relación con el poder económico, mediático y judicial, o sea, con el llamado Régimen del 78.

Esta es la base histórico-estructural de la conformación de un espacio electoral derivado de una gran experiencia ciudadana de exigencia democrática-reformadora como la de esta larga década, con una vertiente polarizadora promovida por la reacción de todo el poder establecido, agravada por unas derechas extremas. Esa tendencia sociopolítica de fondo, mayoritaria en algunos ejes democráticos y sociales, estuvo diferenciada de la estrategia socialista dominante en ese primer periodo, centrista —o neoliberal— con su compromiso por la austeridad y su ruptura con el contrato social y electoral con gran parte de su base social progresista.

La reordenación del espacio progresista

El Partido Socialista tuvo que iniciar una larga y tensa fase de transición, de más de un lustro, para su recolocación política, con una reorientación estratégica y discursiva de la mano del sanchismo y la moción de censura al gobierno de la derecha en 2018, con una nueva gobernabilidad apoyada en su izquierda y el nacionalismo periférico. Trataba de diferenciarse de la derecha y sus políticas más conservadoras y corruptas con una gestión más social, según el compromiso gubernamental con Unidas Podemos, al mismo tiempo que de ampliar su representatividad y contener el empuje de la dinámica del cambio de progreso, con las correspondientes fricciones. Tras esta legislatura de Gobierno progresista de coalición y los resultados del 23J, se puede decir que, en gran medida, lo ha conseguido.

No obstante, no hay una vuelta al estatus anterior de su completa hegemonía, en un marco bipartidista, y se mantiene su dependencia de una izquierda exigente, en proceso de rearticulación, y el bloque nacionalista, que le condicionan, al menos, en dos ejes fundamentales de la reforma sociopolítica: un giro sociolaboral de carácter igualitario y protector, y un avance democrático respecto de la plurinacionalidad.

Ese proceso de formación de la base social y la representación política de la izquierda transformadora supuso un fuerte emplazamiento hacia el Partido Socialista, sometido a una profunda crisis representativa y de reorientación estratégica, con grandes pugnas internas, prácticamente desde 2011, donde se evidenció su debacle política. Pasó por el fallido intento de reconstitución continuista de 2016 de la mano del pacto con Ciudadanos. Y llegó hasta 2018-2019, en que, con la consolidación del giro sanchista hacia la izquierda, confirmó, con la moción de censura al gobierno de Rajoy, una estrategia de confrontación con las derechas y por una política democrático-regeneradora y de alianzas con su izquierda y el bloque nacionalista para una reforma social y política progresista; más tarde lo ratificó, no sin reticencias y vaivenes, por el nuevo gobierno de coalición con Unidas Podemos y un programa gubernamental de progreso, que se espera reeditar y renovar con Sumar y el apoyo nacionalista periférico en este 2023.

La cúpula socialista, en esta última etapa, ha manifestado una gran capacidad de resiliencia adaptativa para ampliar su representatividad y primacía en el espacio progresista con una reorientación política y comunicativa más contundente frente a las derechas y un abordaje más abierto hacia la política social y territorial. Ello le ha permitido recuperar una parte de su anterior electorado que en la etapa anterior había perdido de la mano de la desafección a su gestión política precedente, que exigía un compromiso de cambio más real y había confiado en la expectativa representativa y de gestión reformadora que ofrecía Unidas Podemos y sus convergencias en esa primera etapa.

No hay un gran desplazamiento entre las bases electorales de las izquierdas y las derechas. Se produce la reordenación del espacio social y representativo en cada uno de los campos, con un cuestionamiento y superación del bipartidismo gobernante. En el ámbito progresista, por la presencia de esa fuerza de progreso con un perfil propio, se modifica la completa hegemonía socialista y se termina configurando un bloque de alianzas en el que se debe reconocer, negociar y compartir unas políticas públicas más firmes y de izquierda, no sin muchos regateos y desavenencias y algunos duros desencuentros, con especial relevancia ante la ley del ‘solo sí es sí’.

Así, desde 2015 —e incluso desde 2011— la trayectoria estratégica del Partido Socialista —con la comprensión y el apoyo del poder establecido— persigue taponar esa vía deslegitimadora y transformadora del marco neoliberal y el sistema institucional dominantes, así como procurar la reducción, reorientación o cierre de este ciclo de cambio de progreso con un peso político relevante. Y, en todo caso, reequilibrar la dimensión de cada tendencia, la moderada y la transformadora, para conservar una distancia representativa suficiente y un control del poder institucional determinante que mantenga en una posición subalterna a esa izquierda alternativa.

Se trata de la doble vía de contención y colaboración, prioritaria la primera desde los comienzos del ciclo hasta 2019 en que, conseguida otra relación de fuerzas institucionales más ventajosa, se va suavizando y complementando con una mayor colaboración hasta el presente, en particular con la nueva configuración de Sumar. Así, la perspectiva es su continuidad con similar reequilibrio político, que asegura la primacía socialista y configura un nuevo reto para Sumar y la consolidación y el empuje de su papel transformador, con el refuerzo de la activación cívica.

En consecuencia, no hay una gran unidad estratégica de bloque progresista, con un proyecto común de alcance estructural y a medio plazo, sino una necesidad mutua coyuntural e incierta, no exenta de la competencia por conseguir ventajas comparativas en la estructura de poder e influencia en la acción política. Es decir, esa pluralidad conlleva una pugna por la envergadura y la orientación de las transformaciones más sustantivas en beneficio del ideal del bien común o el interés de las mayorías sociales y afecta al carácter y estabilidad de sus estructuras partidarias. Tras la previsible investidura de Pedro Sánchez, el nuevo pacto gubernamental con Sumar, programático y de estructura ejecutiva, definirá el marco de colaboración común, cuya implementación habrá que negociar con sus socios nacionalistas, así como el grado de autonomía de cada parte ante los desacuerdos.

Probablemente, la legislatura echará a andar con un nuevo gobierno de coalición progresista, con mayor fragilidad de sus apoyos parlamentarios, por la dependencia de Junts, y una contundente acción deslegitimadora por las derechas. Ante esa relativa inestabilidad, no hay que desconsiderar la posibilidad de una legislatura corta por dos factores desencadenantes del adelanto electoral. Por un lado, los propios intereses partidarios de Junts en su pugna por la hegemonía del campo nacionalista y la gestión del Govern con vistas de las elecciones catalanas del próximo año, que constituye su prioridad antes que la gobernabilidad de España. Por otro lado, la conveniencia para el PSOE de aprovechar la oportunidad, si el contexto le favorece, para ensanchar su representatividad e influencia institucional y ganar autonomía política respecto de sus aliados de Sumar y el bloque nacionalista. Supone un desafío adicional para el perfil propio de la izquierda transformadora.

El declive, su relato y la legitimación del liderazgo

Partimos de un hecho relevante: en el año 2019 y más en 2023, se ha constatado un desplazamiento de voto a Unidas Podemos —y aliados— hacia el apoyo al PSOE —y algo a la abstención—, cuando desde 2011 se habían producido la tendencia contraria. Es decir, existe una parte ciudadana menos identificada o consistente con las fuerzas del cambio de progreso que tiene una posición fluctuante: primero se había distanciado del Partido Socialista, luego habían recalado en 2015/16 en Podemos y una parte significativa vuelve al electorado socialista. En las elecciones generales se ha comprobado una reducción de más de tres millones de votos de un total de seis —la mitad—, y en las autonómicas un descenso de 1,2 millones de un total de 3,6 —un tercio—.

Como se comprueba en el gráfico adjunto, el peso electoral de la izquierda transformadora es diferente para las elecciones generales y para las autonómicas. Es una posición dual que refleja la distinta credibilidad transformadora de la gestión política en cada ámbito institucional.

Fuente: Datos oficiales con elaboración propia. Se acompaña un anexo de dos tablas, con la distribución por territorios y por sensibilidades políticas.

O sea, visto en perspectiva, hay una base electoral intermedia y en disputa en cuanto a la elección de su representación política entre las dos izquierdas (y la nacionalista). No obstante, esa corriente social la catalogamos también con una actitud transformadora y que valora el nivel de confianza que tiene cada formación política para representar su expectativa de cambio de las políticas públicas.

Tal como señala el adjunto gráfico sobre la evolución de la izquierda transformadora, esa posición intermedia o dual se ha visto claramente a través de la comparación entre, por un lado, el voto en las elecciones generales —o los grandes ayuntamientos—, ya en 2015, con mayor competitividad del compromiso transformador de Podemos en 2015 —o de Unidos Podemos en 2016, con 6,1 millones de votos— y, por otro lado, la mayor atracción por la (esperada) capacidad gestora reformadora socialista en las Comunidades Autónomas en las que la izquierda transformadora, con menor articulación territorial, sacó solo 3,6 millones de votos, es decir, 2,5 millones menos.

Dicho de otro modo, incluso en ese momento álgido de la expectativa transformadora estatal —y los grandes municipios— por las fuerzas del cambio de progreso y la más profunda desafección hacia el Partido Socialista, casi la mitad del electorado transformador en las elecciones generales tenía posiciones ambivalentes y no consolidadas respecto de la representación de Unidas Podemos y sus convergencias en las instituciones territoriales. Se había comprobado en las autonómicas de 2015 y se volvió a confirmar en 2019, en que se redujeron 2,4 millones de votos en las generales, desde un techo superior, y solo 0,7 millones en las autonómicas, aproximándose ambas dimensiones. Igualmente, en 2023, se redujeron 0,7 millones en las generales —como Sumar— y solo 0,4 millones en las autonómicas —con las siglas particulares—.

Por tanto, el declive electoral es evidente, y la operación de Sumar ha sido insuficiente para evitarlo. O sea, intervienen otros factores más allá del liderazgo y la línea política manifestados que hay que acometer. Aparte de las percepciones sobre la consistencia de esa base socio-electoral, el debate debería ser sobre las causas de su descenso de cara a prevenir su debilitamiento y garantizar su incremento, con el correspondiente desarrollo político para reforzar su solidez, amplitud y afinidad con la nueva composición de la representación política. La crispación de la pugna interpretativa está derivada de los intereses corporativos de legitimación de cada actor político. Pero es preciso un análisis más sereno, unitario y constructivo. Conlleva analizar de forma realista los factores externos e internos, y consensuar sus reequilibrios orgánicos y sus procedimientos compartidos para regular sus reajustes, ante la aspiración a representar y gestionar su contrato social y político, de acuerdo con el proyecto común de país.

Fuente: Datos oficiales con elaboración propia. En el acuerdo del Turia están agrupados las formaciones territoriales de Más Madrid/Más País, Compromís, Més Illes, Chunta aragonesista y Dragó.

La cuestión es que todo ello se ha desarrollado en la pugna por la sustitución y la primacía de una dirigencia política, junto con la definición de sus señas de identidad o su perfil político, en un proceso largo, tenso y sinuoso que ha culminado, dentro de la coalición Sumar, con la prevalencia del Movimiento Sumar y la subalternidad de Podemos, con Yolanda Díaz combinando su doble función: líder de Movimiento Sumar y coordinadora y portavoz de la coalición Sumar de quince grupos políticos más el anterior de referencia. Pero el reto sigue siendo la capacidad conjunta de la rearticulación de la coalición Sumar, como sujeto político que representa una opción transformadora de progreso.

Por otro lado, existen riesgos estratégicos para un acuerdo gubernamental de progreso con una legislatura estable y prolongada, particularmente si los contextos socioeconómicos, geopolíticos y europeos se agravan, adquieren una tendencia autoritaria y regresiva, y la dirección socialista no los encara con determinación. No obstante, esa es la función estratégica de una fuerza autónoma como la nueva coalición de Sumar, aunque sea subalterna en el plano institucional respecto del Partido Socialista: firmeza en su actitud democrática y transformadora, fundamental para consolidar y ampliar una fuerza social suficiente para condicionar los avances sociales, democráticos y plurinacionales y articular los equilibrios unitarios necesarios.

Por tanto, ante los tres tipos de factores condicionantes del devenir de la izquierda transformadora, en su doble vertiente de corriente sociopolítica y electoral y plataforma política unitaria, cabe incidir en la mejora de dos ámbitos más accesibles: la rearticulación plural, unitaria y democrática de la nueva coalición Sumar, y el estímulo de la activación cívica progresista con el refuerzo de la participación y movilización de los movimientos sociales y el tejido asociativo progresista. Esa activación popular de base será fundamental para abordar los otros dos tipos de factores: la presión de las derechas y poderes fácticos y las inclinaciones centristas o continuistas de la dirección socialista. Dejo al margen el debate clásico sobre el partido-movimiento adaptado a los nuevos tiempos, la imprescindible labor cultural y divulgativa y la necesaria profundización democrática, arraigo social y de respeto a la pluralidad en los desarrollos partidarios y de los grupos sociales relevantes.

Factores del declive de la izquierda alternativa

Tras el impacto, primero, sociopolítico —años 2010-2014— y, luego, institucional de las fuerzas del cambio de progreso —años 2015-2016—, en el periodo posterior hasta las elecciones de 2019, tienen un fuerte impacto para el electorado de la izquierda transformadora dos hechos influyentes. Uno, la gran contraofensiva del poder establecido, en todos los planos, aspecto en el que no me extiendo y que ha sido profusamente comentado. Dos, la capacidad adaptativa socialista, en el nuevo contexto político, económico e internacional, para gestionar una política posibilista y moderada en las reformas sociales y democráticas, legitimadas en el acuerdo programático del gobierno de coalición. Ello, junto con el freno al acoso y la amenaza de involución de las derechas, le ha permitido ensanchar su electorado. Así, aunque fracasa en sus intentos centristas y de geometría variable ante el reagrupamiento y la polarización de las derechas, tiene cierto éxito en la iniciativa política y la recuperación de una parte —hasta dos millones— del electorado por su izquierda.

Y hay un tercer factor, de carácter interno pero de gran trascendencia pública, la fractura en la dirigencia de Podemos en torno a la principal decisión estratégica derivada de la mayoría parlamentaria progresista desde 2015 y que reflejaba los cambios sociopolíticos del lustro anterior: el alcance de la exigencia transformadora al Partido Socialista de un Gobierno de coalición y un programa progresistas, con la incorporación de Podemos y sus aliados, en vez de la apuesta socialista por un Ejecutivo y un programa continuista en lo socioeconómico y territorial con Ciudadanos y la exclusión de una alternativa de cambio de progreso. Supuso una fuerte división, escenificada en la Asamblea Ciudadana de Vistalegre II en 2017, entre los llamados pablismo y errejonismo, así como una brecha profunda con la dirección socialista que bloqueó el acercamiento de ambos durante varios años y facilitó el aislamiento político de Podemos, acosado desde las derechas y sus aparatos institucionales y mediáticos.

Me detengo un poco más en las diferencias políticas. Más allá de diversos errores analíticos, discursivos y tácticos, que denotan debilidades en el plano teórico, comunicativo y organizacional, se conformaron dos relatos y tendencias políticas: la justificación confrontativa para impedir ese apaño continuista, reforzar las propias bases sociales y políticas y posibilitar un cambio institucional significativo más adelante; o bien, la explicación ambigua, transversal y amable de adoptar una posición moderada y permisiva con ese proyecto centrista, no importando adaptarse a una posición subordinada pero con la comprensión mediática.

No sabemos el posible desarrollo político del aval a ese continuismo socioeconómico y territorial y las dificultades probables para la consolidación las propias bases sociales alternativas. El riesgo inmediato era la estabilización de una dinámica política similar con una nueva hegemonía centrista y la contención de la expectativa de un cambio real de progreso y la difuminación de la izquierda transformadora.

En todo caso, la decisión de la militancia de Podemos, en una amplia consulta, fue clara, al oponerse más del 88% de las personas inscritas participantes. Lo que sí sabemos es que esa opción impidió una renovación del bipartidismo, en particular la consolidación de ese bloque centrista, con la reafirmación de las políticas dominantes. Se mantenía la fragilidad representativa del Gobierno de la derecha, pero también la oportunidad de una reorientación estratégica del Partido Socialista, firmemente rechazado entonces por su aparato, que alumbrara una nueva etapa, esta vez, auténticamente de progreso con un reequilibrio colaborativo con su izquierda y el nacionalismo periférico.

Es el significado de la victoria interna de Pedro Sánchez sobre el aparato socialista tradicional y su nuevo rumbo político y de alianzas tres años después, no sin grandes resistencias fácticas y traumáticos desgarros entre las izquierdas. La encrucijada estratégica en torno al pulso por el sentido, profundidad y representación institucional del cambio de progreso se resolvió satisfactoriamente tras esas dos etapas. Se conformó, primero, por la activación cívica y, luego, por la mayoría parlamentaria progresista, ya desde 2015; se ha mantenido el 23J con la derrota de las derechas y frente a la amenaza percibida por su involución regresiva y autoritaria.

Por tanto, el ciclo progresista se inició y formó en el plano sociopolítico y cívico (2010/2014), se configuró en el ámbito electoral y parlamentario con una mayoría progresista (2015/2019/2023) y culminó con el recambio institucional —moción de censura de 2018— y el primer gobierno de coalición (2020/2023) y, previsiblemente, el segundo (2023…).

En sentido histórico, se trataba de forjar un marco institucional reequilibrado hacia la izquierda, que tenía un gran apoyo popular y una mayoría parlamentaria suficiente, para tratar las grandes reformas socioeconómicas y territoriales, pendientes de toda esta larga década de crisis. La dirección del Partido Socialista se resistía a emprenderla y se produjo un fuerte choque estratégico entre las izquierdas. Visto en perspectiva, la dirección socialista fue capaz de cambiar de orientación tres años después, tras muchos avatares, sufrimientos y bloqueos y un reequilibrio de fuerzas más favorable respecto de su izquierda, lo que le permitía un mayor control del proceso. Es lo que la derecha y los poderosos no perdonan a Podemos como promotor de ese giro estratégico convergente con la necesidad socialista de remontar de su crisis representativa y reforzar su primacía en el campo de progresista. Y es lo que se alumbró con la gestión del primer Gobierno de coalición progresista y su plan reformador, con su descalificación y el boicot permanente por las derechas. Para ellas es el fundamento de su odio y reclamo de derogación al sanchismo. Y es la firmeza de la izquierda lo que conforma su derrota en las elecciones del 23J.

En consecuencia, el nuevo Ejecutivo de coalición progresista, y Sumar en particular, tiene un nuevo emplazamiento para avanzar en los dos perfiles identificadores —un nuevo laborismo social con dimensión plurinacional— en dos planos temáticos: el socioeconómico, laboral y distributivo y el territorial. Junto a ello, existen tres campos que se han manifestado controvertidos y son imprescindibles para ofrecer una dimensión igualitaria, progresista y solidaria: feminismo, sostenibilidad medioambiental y relaciones internacionales.

No hubo, ni ha habido posteriormente, un buen debate y una clarificación suficiente sobre esa divergencia estratégica en el seno de las fuerzas del cambio, muy condicionadas por los intereses de legitimación de cada sector político. No obstante, la fractura y los relatos justificativos todavía están vigentes y están condicionando la vertebración de la unidad en Sumar y la configuración de un frente amplio unitario y cohesionado. Por ello vuelven y vuelven los tics de una disputa estratégica que en esta fase son inadecuados, y solo tienen una función sectaria en el plano orgánico ante la pugna por el liderazgo y las ventajas corporativas. Exige un sistema deliberativo y decisorio más abierto y plural, con refuerzo del proyecto común.

En definitiva, son tres los factores más relevantes que explican el declive de la dimensión social-electoral de la izquierda transformadora y la capacidad articuladora de su dirigencia: la reacción deslegitimadora y de bloqueo sistemático de la derecha y los poderes fácticos y mediáticos; la influencia socialista ambivalente de contención y cooperación, con su prioridad de retomar la primacía política e imponer la subalternidad de Unidas Podemos (y Sumar), a costa de recuperar una parte de la base social y electoral transformadora; y la fractura existente en esas fuerzas del cambio, sin suficiente capacidad para articular una plataforma unitaria y regular los desacuerdos y equilibrios orgánicos, que es lo que se empieza a enmendar ahora.

El sobredimensionamiento mediático de las desavenencias y deficiencias en su dirigencia y la comprobación persistente de su impotencia o inmadurez democrática para convivir en pluralismo difundía una imagen de insuficiencia colectiva para gestionar los asuntos de mucha mayor envergadura de la sociedad y desmotivaba el apoyo de un sector afín en competencia con el Partido Socialista (y la izquierda nacionalista y la abstención). La operación conjunta de dieciséis formaciones políticas en torno a la coalición de Sumar, bajo el liderazgo consensuado de Yolanda Díaz, ha echado a andar con el desafío de su articulación plural, integradora y equilibrada. Pero, como se ha evidenciado el 23J, esa dinámica unitaria es necesaria para frenar el declive pero todavía es insuficiente para remontarlo. Queda camino por recorrer.

Entidad de las discrepancias políticas y su tratamiento

Tras el fuerte choque, interno y externo, de 2016 en torno a la estrategia más conveniente de tolerancia y apoyo a un proyecto continuista de PSOE/Ciudadanos o de oposición y exigencia de un acuerdo progresista, junto con el fiasco socialista del aval al Gobierno de Rajoy, se inicia una nueva etapa con el refuerzo victorioso del llamado sanchismo y el acercamiento hacia unas políticas de progreso. Se enmarcan en una nueva colaboración de las izquierdas y los nacionalistas que desemboca en la consensuada moción de censura al Gobierno de Rajoy, en 2018, con un Gobierno socialista en solitario. Se establece otro marco de cooperación política y se va articulando el bloque progresista.

Las diferencias políticas, tácticas y orgánicas, en la izquierda transformadora son significativas pero, en la nueva etapa, en términos estratégicos son irrelevantes y resolubles a través de acuerdos negociados con talante unitario y plural. Es el intento actual en Sumar. No obstante, a múltiples niveles colea la desconfianza política derivada de esa diferencia estratégica anterior —o que se pudiera reproducir en el futuro— y sus consecuencias orgánicas. Y, sobre todo, se recrudece la crispación entre esas dos sensibilidades principales por la prevalencia organizativa y mediática que culmina en la escisión y la polarización extrema en 2019, con el desgaste suplementario de Podemos y el éxito relativo de Más Madrid y el fracaso de Más País con el resto del Estado, en las elecciones autonómicas, municipales y generales de ese año. Y ha llegado hasta las elecciones autonómicas y municipales de 2023 y la tensa negociación de la formación de la coalición Sumar.

En esta etapa no ha estado en cuestión —salvo para la minoría anticapitalista que se escindió— los acuerdos gubernamentales con el Partido Socialista, en su nueva dinámica de izquierdas e inclinado o forzado hacia una reforma socioeconómica y territorial mínima, sin separarse de los grandes consensos europeos e internacionales. Suponía un pacto con su izquierda, con la participación de Unidas Podemos y más tarde Sumar en un gobierno de coalición progresista, y con el bloque nacionalista, en particular el catalán, una vez reconducido el procés y negociado un nuevo acomodo institucional, todavía pendiente de concretar.

Existen diferencias en este espacio alternativo sobre las prioridades políticas y el grado de colaboración y diferenciación con el Partido Socialista, que necesita la correspondiente regulación de los desacuerdos, la lealtad al proyecto común y la autonomía propia. Es el marco para deliberar y acordar. A veces, hay malentendidos o polarizaciones rígidas que lastran el diálogo y el entendimiento. Reflejan ecos de debates ideológicos, históricos o estratégicos, algunos de interés para una discusión reposada. Sin embargo, suelen tener —más con el carácter simplificador de las redes sociales— una función alicorta de reafirmación corporativa de cada grupo particular con un estilo no dialogador ni constructivo. Me voy a referir a dos temas que tienen cierto calado político y teórico.

Uno es la dicotomía entre lo impugnatorio y lo propositivo, lo resistencialista y lo constructivo, lo minoritario y lo mayoritario, la movilización cívica —masiva— y el diálogo social —institucional—. Otro es el grado de crítica y diferenciación con el Partido Socialista o, bien, el nivel de unidad y colaboración, con el equilibrio y la combinación de ambos, justificado por un plan conjunto.

A veces, se pretende encasillar a unos actores sociopolíticos —por ej. a Podemos— en la primera de esas características, con una identificación de izquierda radical, minoritaria o confrontativa, y a las segundas —por ej. a Más País o a Movimiento Sumar de Yolanda Díaz—, con una de izquierda moderada, mayoritaria o dialogadora. Es bueno tener un enfoque realista y atenerse a la experiencia concreta en cada contexto, para esclarecer el sentido de cada idea. Y luego debatirlas con seriedad, argumentación y talante constructivo.

Esas tendencias políticas y de pensamiento —moderadas y transformadoras— existen en las izquierdas desde hace más de dos siglos. Y en particular en esta década larga. Y hay una base social y de legitimidad que las sostiene. El fondo delicado, aparte del análisis necesario para definir la política a seguir, es la exigencia de responsabilidades y la legitimación de los liderazgos en esta fase convulsa. Y el contenido es cómo explicar el declive y cómo asegurar el refuerzo de la izquierda transformadora y su impacto.

En ese sentido, la experiencia histórica nos ofrece una realidad más complementaria, interactuante y multidimensional de esos polos, y hay que valorarlos en cada contexto. Además de la polarización de opciones estratégicas comentada antes sobre la permisividad o la oposición al gobierno continuista de PSOE/Ciudadanos, en 2016, que ha generado una bifurcación identitaria, se puede aludir a otros dos hechos significativos más mixtos e interactivos de esas rígidas dicotomías.

En el proceso de protesta social y laboral de 2010-2014, tanto en el específico 15-M cuanto en las tres huelgas generales, se combinó el NO a los recortes sociales, laborales y democráticos y el ‘NO nos representan’, como crítica a la clase política gobernante, con la alternativa de un mercado de trabajo más estable, un nuevo modelo de relaciones laborales y mayor democracia y justicia social.

En la reciente campaña electoral del 23J se han tenido que hacer combinaciones —incluso la propia Yolanda Díaz— entre el acuerdo para un nuevo gobierno de coalición progresista entre PSOE y Sumar junto con la expresa diferenciación como proyecto distinto, incluido la definición de dos bloques con perfiles diferenciados —aparte la derecha extrema—: el socialista y el de Sumar. Y, al mismo tiempo, se ha tenido que interrelacionar lo propositivo de un programa alternativo con la crítica y oposición al proyecto autoritario y regresivo que propugnaban las derechas reaccionarias.

Las discrepancias son inevitables. El respeto a la pluralidad y la autonomía personal y grupal necesario. El objetivo de la legitimación de los liderazgos hay que tenerlo en cuenta. Son imprescindibles la regulación de los desacuerdos, la deliberación argumentada y la decisión democrática. Lo que hace falta para amalgamar una formación política en una dinámica transformadora, arraigada entre la gente, solidaria y leal respecto de los intereses de conjunto y los objetivos compartidos. La dirigencia de la coalición Sumar tiene un reto por delante: demostrar su capacidad de rearticulación de la izquierda transformadora e impulsar un proyecto progresista de país.

Anexo

Resultados de la izquierda transformadora en las elecciones generales (votos en miles)

Resultados de las elecciones autonómicas de 2023 (y último ciclo) (votos en miles)
Por sensibilidades políticas de la izquierda transformadora

[Fuente: Rebelión]

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2023

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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