Señores políticos:
impedir una guerra
sale más barato
que pagarla.
Comenzaré haciendo pie en un breve texto de Manuel Sacristán sobre Simone Weil.[1] Manuel Sacristán no solo fue uno de los primeros conocedores de Simone Weil en la época en que sus escritos empezaban a ver la luz póstuma. Fue, sobre todo, un conocedor de primer orden por la pertinencia de su lectura hecha sin velos, sin más apoyo que esos «bocetos adelantados», como él denomina significativamente a la producción de Simone Weil, y con la misma «humildad de estilo» que reconoce en ella. Así, después de señalar «la doble vertiente del pensamiento de Simone Weil» y de observar que «en su vida la vocación política (que nunca desapareció en ella) fue anterior cronológicamente a sus experiencias religiosas», precisa: «[E]n cambio, el conjunto de sus ideas revolucionarias parece haber estado pidiendo desde el primer momento el fondo religioso que les da la posterior intuición religiosa central». Y, tras trazar el cuadro de sus ideas políticas —entre las que destaca las nociones de justicia, arraigo y trabajo— sobre el «fondo omnipresente de su experiencia y su teoría religiosas», concluye: «Los fundamentos teológicos del pensamiento de Simone Weil conducen, pues, con todo rigor, a una doctrina política revolucionaria de extrema izquierda. Y esa concatenación lógica da razón y profunda unidad a su vida de mística y militante sindicalista».
La lectura que hace Manuel Sacristán de esta «doble vertiente del pensamiento de Simone Weil» puede darnos alguna pista. Pues pone el acento, no en «lo político» y «lo religioso» tomados como esferas distintas que se relacionarían entre sí de manera externa, sino en su mutua implicación interna y constitutiva, donde lo uno «parece haber estado pidiendo desde el primer momento» lo otro, y lo segundo conduce a lo primero «con todo rigor». Dicho con otras palabras: que el pensamiento de Simone Weil sería «político» a fuer de «religioso» y «religioso» a fuer de «político» (en un sentido de «lo político y lo religioso» que habría que aclarar). De ahí, me atrevería a añadir, el carácter de novum de este pensamiento, que lo hace tan atractivo como difícil de asimilar, pues exige resignificar palabras, ideas, prácticas e instituciones mediante un trabajo incesante de invención y de lectura.[2] Por este motivo, no daremos por sentado cuáles sean, empleando los términos de Manuel Sacristán, los «fundamentos teológicos» aludidos, como tampoco deberíamos sobrentender la «doctrina política revolucionaria de extrema izquierda» a la que dichos fundamentos darían lugar. Precipitarse en cualquiera de estas dos vertientes equivaldría, simple y llanamente, a no pararse a pensar. Lo cual representaría un error de índole no solo «teórica» sino, antes que nada, «práctica». Y ello por buenas razones.
El pensamiento de Simone Weil (como todo verdadero «pensamiento») no pide ser solo estudiado, solo comentado, solo deletreado. El pensamiento de Simone Weil exige una práctica. Exige que el estudio, el comentario y el deletreo mismos, sin renunciar a su razón de ser interpretativa, conformen una praxis,[3] solo en cuya articulación alcanzan realmente a ser estudio, deletreo, comentario. Exige, en fin, hacerse cargo, y esto, como diría la propia Simone Weil siguiendo a Platón, con toda el alma. Lo cual, muy al contrario de renegar del estudio, sería velar por el cumplimiento de esa bella sentencia talmúdica que dice: «El mundo entero vive del aliento de los que estudian». Es la praxis que alienta en los escritos de Simone Weil y que les confiere su tono, su acento y su fuerza inconfundibles la que suscita estos apuntes.
Pues sucede que la acción y el trabajo no solo son, del principio al fin, temas consustanciales al pensamiento de Simone Weil. Ocurre que este mismo pensamiento, en el movimiento que lo anima, está orientado a la praxis, se nutre de ella y se incardina en ella, en la medida en que, justamente, busca orientarla. Una práctica nunca por completo esclarecida, a menudo aporética y lacerante incluso, pero siempre tensada en el esfuerzo por saber a qué atenerse. Es así como la «filosofía» ha de ser entendida, según leemos en las últimas notas de Londres, como «cosa exclusivamente en acto y práctica».[4] Lo cual, en realidad, previene contra toda forma de «activismo» y condena «la acción por la acción». Pues, como bien sabía ya la alumna de Alain, «actuamos siempre demasiado y nos extendemos sin parar en actos desordenados», olvidando que «la única acción es el pensamiento».[5] De lo que se trata es de actuar de verdad y en verdad.
Si hubiera que caracterizar con un solo trazo la experiencia de Simone Weil, ese sería probablemente la búsqueda de la acción verdadera y eficaz. O por mejor decir: la búsqueda de la acción cuya eficacia estriba en la verdad. Más aún: la exigencia de la eficacia de la verdad en la acción. La convicción, en fin, de que la verdad posee una eficacia que le es propia y de que la experiencia no consiste más que en ponerse a disposición de la verdad disponiendo los medios de su efectuación en un trabajo de lectura. Una efectuación de la verdad cuyo nombre no sería otro que el de justicia. De forma que la praxis toda estaría enderezada, en último término, a la acción justa.
Es posible que una perspectiva como la que acabo de perfilar permita «situarse en el centro del pensamiento del autor», como pedía la propia Simone Weil: «Sucede con una obra filosófica como con ciertos cuadros; no son más que un amasijo informe de colores hasta que uno se ha situado en cierto punto desde el que todo se ordena».[6] Adoptar la «acción verdadera y eficaz» como punto de vista puede permitir no solo ordenar la constelación del pensamiento weiliano, sino, en primer lugar, verificar su rendimiento con vistas a una renovada «filosofía de la praxis». Se trataría no solo ya de explorar dicho pensamiento, sino, si se me permite la expresión, de explotar ese «depósito de oro puro» que, en palabras de la propia Simone Weil, «existe para ser transmitido» y «requeriría un esfuerzo para ser recibido».[7] Unas cuantas advertencias son aquí obligadas.
Primero, no se trata de tender el pensamiento de Simone Weil en el «lecho de Procusto» de una «filosofía de la praxis» esquemática como tampoco de imponerle categorías ajenas a él. De lo que se trata es de construir esa filosofía de la praxis a partir de los conceptos y problemas típicamente weilianos,[8] pero sin dejar, al mismo tiempo, de ponerlos en relación y confrontarlos con otros discursos y prácticas.[9] Solo así, y no en un autismo interpretativo, cabe dar relevancia a la singularidad del pensamiento de Simone Weil.
Segundo, no se trata tampoco de que la «desconcertante» personalidad de Simone Weil, su incapacidad para instalarse en la vida o su obsesiva necesidad de exponerse físicamente y de someter su cuerpo a los trabajos más duros, se interpongan como una pantalla ante las «estructuras de la praxis»[10] que quisiéramos poner de relieve. La «atención a lo real», como sabía la propia Simone Weil con humildad filosófica, es desasimiento de sí, «decreación» del yo y riesgo de lo impersonal. De lo que se trata es de «la práctica de Simone Weil», donde el énfasis recae en la práctica, es decir, en las formas de enfrentarse reflexiva y activamente con la realidad como un todo, en la actitud que no está dispuesta a separar pensamiento y acción y que funda su actividad en el coraje de la verdad.[11]
Tercero, y más importante, hemos de prevenir la objeción que vería en la propuesta de una filosofía de la praxis un desconocimiento del pensamiento último de Simone Weil, que madura en torno a nociones como decreación, atención o espera y elabora justamente una crítica de la acción como hybris, como enmarañamiento en el mecanismo ciego de la fuerza. En definitiva, el desconocimiento de la desgracia y del dolor en favor de lo que podríamos llamar la «actuosidad» del sujeto y su capacidad de «hacer mundo». No se trata, sin embargo, de contraponer abstractamente ideas preconcebidas, como si tuvieran de por sí un significado al margen de la función en contextos de pensamiento determinados. De lo que se trata es de asumir la concreción de una praxis del pensar cuyo rigor estriba en un trabajo de lectura que atiende a las relaciones y las mediaciones sin quedar fijado en oposiciones rígidas.[12] Desde el acompañamiento y la actualización de la praxis del pensar de Simone Weil quizá sea dable entender mejor cómo la vertiente política de su pensamiento, por retomar la fórmula de Manuel Sacristán, «parece haber estado pidiendo desde el primer momento» su otra vertiente religiosa.
Y una última advertencia. La evolución del pensamiento de Simone Weil (eso que ella describió como franquear un umbral sin cambiar de dirección) no debe entenderse, en cualquier caso, en términos de un simple abandono de categorías políticas en favor de otras religiosas, sino como una trasposición de unas en otras o como una resignificación de las primeras en las segundas, de modo que estas, en lugar de diluir los contenidos políticos, los amplifican confiriéndoles otra resonancia.
Aportaré dos textos de Simone Weil para desarrollar lo dicho mediante su lectura comparada. Ambos tratan de la praxis en sentido eminente.
El primero:
El segundo:
Evidentemente, los contextos de escritura son en cada caso muy distintos. El primer texto, perteneciente al artículo «Perspectivas», publicado en La révolution prolétarienne en 1933, se inscribe en los esfuerzos de Simone Weil por orientar la acción del sindicalismo revolucionario francés denunciando con lucidez la apelación a la revolución social si no es precedida por un examen riguroso, consecuentemente materialista, de «la fuerza que nos aplasta» y por una deconstrucción de los supuestos filosófico-históricos de la doctrina marxista al uso. Un programa que, como es sabido, esbozará un año después en las Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social. El segundo texto, perteneciente a un escrito póstumo e inacabado, redactado en 1943 en Londres, con el título «¿Hay una doctrina marxista?», forma parte de los intentos de fundar una «filosofía del trabajo» que «está por hacer», nuevamente en confrontación con Marx, y sin duda obedeciendo al proyecto político de reconocer en el «trabajo físico» el «centro espiritual» de «una vida social bien ordenada», como se lee en las líneas finales del manuscrito bruscamente interrumpido de L’enracinement.[15]
Que Marx siga siendo para Simone Weil, pasados diez años y tras el adiós a los medios del sindicalismo revolucionario, su contendiente principal ha de obedecer a razones bien precisas. En primer lugar, Marx es el fundador de la ciencia de lo social. En el texto de 1943, recuerda Simone Weil que Marx fue «el primero, y salvo error el único —pues no se continuó sus investigaciones— en tener la doble idea de tomar la sociedad como hecho humano fundamental y de estudiar en ella, como el físico en la materia, las relaciones de fuerza».[16] Marx puso al descubierto la «materia social». Del mismo modo señalaban las Reflexiones como el «instrumento que Marx nos ha legado» el «método materialista», «un método de conocimiento y de acción».[17] No solo, pues, de análisis, sino de un estudio dirigido como praxis a la transformación social, pues, como se lee en «Perspectivas», Marx «había comprendido que la tara más vergonzosa que tiene que borrar el socialismo no es el salariado, sino ‘la degradante división del trabajo manual y el intelectual’, o, según otra fórmula, ‘la separación de las fuerzas espirituales del trabajo y el trabajo manual’».[18] Un empeño que, como se ha visto, sigue plenamente vigente en la última Simone Weil, preocupada por elaborar una filosofía del trabajo.
Pero, en segundo lugar, la permanente referencia de Simone Weil a Marx se debe, sobre todo, a la inconsecuencia de este en relación con el principio materialista de su pensamiento. O a una tendencia que, de acuerdo con los términos empleados por Weil, ha de designarse como «religiosa» en un sentido muy preciso. Así, en los textos de 1933-1934, no es solo que el análisis marxista, limitado a «los problemas que plantea el juego de la economía capitalista»,[19] sea incapaz de hacerse cargo de otro orden de problemas, propiamente políticos, que se resumen en «la opresión ejercida en nombre de la función», administrativa o burocrática, y que obedecen a la naturaleza del poder. Sucede, además, que la ceguera teórica ante los nuevos mecanismos de dominación es doblada por una impotencia práctica ante el curso de la historia, dominada por el desarrollo de las fuerzas productivas, poseedoras de una «virtud secreta» que las haría «susceptibles de un desarrollo ilimitado». Una concepción, no deja de señalar Simone Weil, acorde con «la corriente general del pensamiento capitalista: transferir el principio del progreso del espíritu a las cosas».[20] Y prosigue: «El auge de la gran industria ha hecho de las fuerzas de producción la divinidad de un tipo de religión cuya influencia sufrió Marx, a su pesar, al elaborar su concepción de la historia». Para rematar: «El término religión puede sorprender cuando se trata de Marx; pero creer que nuestra voluntad converge con una misteriosa voluntad que actuaría en el mundo y nos ayudaría a vencer es pensar religiosamente, es creer en la Providencia».[21] Una paradójica «religión materialista», cabría añadir.
También en el texto de 1943 se trata de la crítica de esta «religión de las fuerzas productivas». Leemos ahí que en el sistema marxiano «la fuerza lo es todo; no deja esperanza ninguna para la justicia. No deja ni siquiera la esperanza de concebirla en su verdad, porque los pensamientos no hacen sino reflejar las relaciones de fuerza».[22] Solo que, en vez de haberse limitado a la consideración del mecanismo social, lo cual sería al menos un materialismo coherente, Marx «atribuyó a la materia la fabricación automática del bien»,[23] mezclando, en contra del dictum de Platón, la necesidad y el bien. Supuso «detrás de la historia humana un espíritu todopoderoso», un «espíritu oculto que velaría por los intereses de la producción».[24] En este sentido, «el marxismo es de todo punto una religión, en la acepción más impura de esta palabra. Tiene particularmente en común con todas las formas inferiores de la vida religiosa el hecho de haber sido continuamente utilizado, según la frase tan justa de Marx, como un opio del pueblo».[25] Frente a esta forma impura de religión, toda religión auténtica, dice Simone Weil, «porta en su centro secreto una doctrina mística».[26]
Me he detenido en la lectura crítica que de Marx hace Simone Weil porque en ella está en juego el sentido mismo de la praxis. Esto es, la posibilidad de una acción verdadera y eficaz y, en definitiva, la posibilidad de la justicia. En el aspecto religioso del pensamiento de Marx —al que es ajeno el método materialista incipiente en el propio Marx— se ponen de manifiesto, en términos weilianos, el imperio de la fuerza social y el dominio de lo colectivo: aquel «mecanismo inerte» que en «Perspectivas» Simone Weil veía representado por la «fábrica racionalizada», «imagen de la sociedad actual», un mecanismo por el que «el hombre se encuentra privado […] de todo lo que es iniciativa, inteligencia, saber, método».[27] Frente a la fuerza de lo colectivo, «la esperanza del movimiento revolucionario», recuerda Weil, «se basaba en los obreros cualificados, los únicos en unir, en el trabajo industrial, la reflexión y la ejecución, los únicos en tomar una parte activa y esencial en la marcha de la empresa, los únicos capaces de sentirse dispuestos a asumir un día la responsabilidad de toda la vida política y económica».[28] «Animados con fuerza de alma y espíritu», ellos encarnan la «laboriosidad inteligente» (l’operosità intelligente) de la que hablara Antonio Gramsci, «una riqueza inventiva de iniciativas concretas que modifiquen la realidad existente» y que, según el pensador sardo, sería «el único optimismo justificable».[29] Pesimismo de la lucidez o único optimismo justificable, la praxis de estos trabajadores es, ya en acto, esperanza de justicia o fuerza, virtud, de la debilidad, de la acción in extremis.
«La idea de que la debilidad como tal, sin dejar de ser débil, puede constituir una fuerza, no es una idea nueva», decía Simone Weil en 1943. Podríamos leer también: «puede constituir una praxis». ¿De verdad hemos entendido la «vertiente religiosa» del pensamiento de Simone Weil? No si viéramos en ella una invitación al quietismo, a la mera experiencia interior o a la timidez y la abstención de la acción. Son algo muy distinto la no-acción, la decreación o la espera, «secretamente, silenciosamente» fecundas. Políticamente fecundas. Fecundidad política de la mística en su preciso sentido weiliano (soportar la contradicción entre la necesidad y el bien) que se recoge en esta frase leída en Platón: «habitar la ciudad en estado de vigilia». El arco de una filosofía de la praxis desde Simone Weil se tiende entre los dos textos más arriba citados. En su decalaje y, al mismo tiempo, en su inconfundible espíritu común. El mismo de la Rosa Luxemburgo evocada por Simone Weil en 1933 en la reseña de sus Cartas desde la cárcel:
Notas
30 /
8 /
2023
Señores políticos:
impedir una guerra
sale más barato
que pagarla.