La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Nuria Alabao
¿Dónde están las movilizaciones contra la masacre de Melilla?
Junio ha sido un mes especialmente cruento con las personas que tratan de llegar a Europa a través del Mediterráneo. El barco que naufragó delante de la costa griega dejó un saldo de ochenta cadáveres y más de quinientos desaparecidos —que en el mar equivalen a muertes casi seguras—: una de las mayores tragedias de la historia de la frontera sur.
Una niña y un hombre murieron y 34 desaparecieron cerca de Canarias en el naufragio de una patera. Otras 1.800 personas han fallecido oficialmente en el Mediterráneo en lo que va de año, pero podrían ser muchísimas más. Las cifras bailan. Los datos anuales suman varios miles más, de año en año.
Y aquí es donde normalmente dejamos de leer, donde a veces se vuelve insoportable o cuando ya no queremos saber. ¿Escapa a nuestra capacidad de comprensión? ¿Es que no se puede hacer nada? ¿O es el precio a pagar si queremos proteger “nuestra forma de vida”?
“Junio ha sido un mes especialmente cruento con las personas que tratan de llegar a Europa a través del Mediterráneo”. Esta podría ser una frase periodística al uso, impersonal, que evita señalar responsables para todos esos muertos. Como si las fronteras fuesen un fenómeno natural, un huracán o una inundación, como si no hubiese culpables, como si esas muertes fueran inevitables. Algunos testigos acusan a la guardia costera griega de haber intentado remolcar el pesquero para alejarlo de tierra. En cualquier caso, no se les prestó ayuda con una celeridad suficiente para evitar todas estas muertes. La patera naufragada en Canarias pidió auxilio a España, pero Salvamento Marítimo la denegó escudándose en que navegaba por aguas territoriales marroquíes y dejó a sus sesenta ocupantes —entre ellos niños— hacinados sin víveres, con los pies ya en el agua durante doce horas más. Estos últimos años hemos visto también cómo se dispara o se golpea directamente a estos migrantes, incluso en el mar. Recordemos la tragedia del Tarajal. Estas prácticas criminales no son “excesos”, son la normalidad de la gestión militar de la frontera, un negocio para las industrias de seguridad y armamentística. Tienen responsables políticos y un marco político europeo que las impulsa y las dirige.
Contra todo ello se han movilizado estos días miles de personas en varios puntos de Grecia, mientras los hechos inmediatos que han provocado esta protesta masiva se perdían en la prensa ante la emergencia de un hecho más “relevante”: cinco millonarios se habían perdido en un submarino mientras hacían turismo. ¿Por qué en España no hay movilizaciones tan masivas contra la gestión fronteriza cuando se están produciendo casos escandalosos?
Este junio se cumplía un año de la masacre de Melilla, donde murieron al menos 23 personas, la mayoría de ellos refugiados de la guerra civil sudanesa, mientras trataban de saltar la valla que separa la excolonia española de Marruecos. Hay organismos de derechos humanos que elevan la cifra a 37, a los que se suman los más de 77 desaparecidos, que podrían estar muertos también. Para que estas personas que huyen de conflictos armados puedan pedir asilo, al que tienen derecho según la legislación española, deben saltar la valla de Melilla, porque la oficina habilitada para ello está al otro lado y no hay ninguna otra forma de llegar. Al menos trescientos de los migrantes que vivieron esta tragedia han sido condenados además a penas de cárcel en Marruecos, según la Asociación Marroquí de Derechos Humanos. Ya sabemos, es culpa del marco de las “mafias”, de las que se dice que “hay que proteger a los migrantes”, y por el que luego pueden acabar condenados como criminales. Pero es la frontera la que crea las mafias, el hecho de que no haya formas legales de migrar o de pedir asilo. Seis millones de refugiados de la guerra de Ucrania se encuentran ahora en distintos países de Europa. El trato ha sido completamente diferente.
Las imágenes de la tragedia de Melilla son realmente brutales, tanto por los gases que se arrojan sobre los migrantes y que provocaron la avalancha, como por los policías marroquíes golpeando a los malheridos –o quizás ya muertos–, los cuerpos machacados apilados unos encima de otros y atados, o las ambulancias –a uno y otro lado– que no prestaron ninguna ayuda a los heridos. Fue brutal incluso para algunos de los guardias civiles que estaban allí, entrenados psicológicamente para enfrentar estas situaciones, cuya subjetividad está moldeada para obedecer órdenes, para pensar que están salvando a la patria, que están defendiendo a la ciudadanía. Incluso para ellos fue atroz y así lo han expresado algunos, a pesar de la prohibición de hablar, en un reciente reportaje de Público y la Fundación PorCausa.
“Al principio, los marroquíes los mataban o los medios mataban ahí mismo. Uniformes llenos de sangre, todo lleno de sangre, lo peor que he podido vivir, salvaje, lo demás es que ni se acerca”. Así describe la operación uno de los guardias civiles entrevistados. En un mensaje de WhatsApp que circuló por sus grupos esos días, otro agente señalaba: “Lo peor no son los palos o las piedras, lo peor es el hambre, la desesperación”. O la persecución de algunas mujeres por los agentes marroquíes. A una, “le estaban tirando del brazo para ver si la violaban y la dejamos pasar. Era salvaje, cada vez que lo recuerdo se me ponen los vellos de punta. Eso era una guerra y nosotros no sabíamos que íbamos a la guerra”.
“El peor momento es el de después de la actuación en frontera, cuando te quedas solo. Pasas de los chillidos al silencio. Te quitas el uniforme y ves la sangre”, relata el agente, quien asegura que algunos de sus compañeros sufren cuadros de ansiedad y otros trastornos psicológicos debido a ese trabajo, y agrega que sus superiores no saben cómo reducir el número de suicidios. Para evitar ese malestar, los agentes rotan cada veintitantos días. “No entré en la Guardia Civil para esto”, concluye.
Un documental internacional coordinado por Lighthouse Reports —que acompaña este artículo— demuestra que agentes marroquíes cruzaron la valla de Melilla y golpearon a migrantes en suelo español, algo que confirma el propio Defensor del Pueblo, con el objetivo de devolverlos en caliente. El documental prueba también que al menos hubo un muerto en territorio español y también los abusos protagonizados por guardias civiles. Es decir, deja muy claro la responsabilidad española en los hechos, las ilegalidades, que no son sino “fallos” en el intento de España de externalizar la brutalidad policial de su frontera sur al matón marroquí para poder lavarse las manos de cualquier cosa que suceda. (De las muertes innecesarias, la falta de asistencia, los presos, los desaparecidos.) Todo para que las vulneraciones de derechos humanos más descarnadas ocurran en otros sitios y nosotros podamos seguir disfrutando de la ficción democrática con su correspondiente fantasma: “Que viene la ultraderecha”.
En su día, el presidente Pedro Sánchez respaldó completamente la actuación de Marruecos y apoyó las devoluciones en caliente que realizó la Guardia Civil en aquel momento, cuya legalidad está en entredicho, aunque se encuentren respaldadas por la llamada ley mordaza. La infame ley antidemocrática del PP que el propio Gobierno de Pedro Sánchez se comprometió a derogar antes y después de formar el ejecutivo. Una promesa olvidada. Hasta el día de hoy ninguna autoridad española ha asumido responsabilidad sobre estos hechos. Se ha pasado página. De hecho, como señalaba en un tuit Helena Maleno, activista de derechos humanos perseguida por Marruecos, el número de víctimas en las fronteras se ha disparado durante esta legislatura. Tampoco hemos exigido con suficiente contundencia estas responsabilidades.
Lo que la extrema derecha enuncia lo hacen ya las fronteras
Estos días de aplanamiento de los discursos y los horizontes que impone la contienda electoral, algunos dirán “que no es el momento”, que lo que viene “puede ser peor”, que hay que cerrar filas. Pero no formamos parte de ningún ejército y para muchos su realidad cotidiana ya es insoportable, como lo es la realidad de las fronteras destinadas a proteger un sueño europeo de “integración” que se desmorona. Y si ahora no es el momento, ¿cuándo? Ante las muertes en la frontera sur, el momento es siempre ahora. No queremos a fascistas en el gobierno, pero eso empieza por no legitimar estas prácticas, justificarlas o esperar momentos más “oportunos” para la crítica. Empieza por dejar de mirar para otro lado.
Ante las imágenes apabullantes, las pruebas, las declaraciones, el nivel de violencia, ¿dónde están las movilizaciones contra la masacre de Melilla? ¿Dónde se está exigiendo que España rescate a las embarcaciones a la deriva para evitar más muertes? Es difícil no pensar que los mismos que nos piden que callemos las críticas forman parte del conjunto de personas que, aunque sea por ideología, deberían estar más concernidas por estas muertes. Es decir, probablemente el propio hecho de contar con un gobierno “progresista” —en el que estaba incluido Unidas Podemos—, uno que salió de las entrañas del ciclo 15M, es el mejor elemento desmovilizador en este caso. Si esto mismo hubiese sucedido bajo el mando de PP y Vox, estaríamos clamando al cielo de indignación. La institucionalización del ciclo 15M nos ha dejado un claro clima general de apatía y pérdida de horizontes emancipadores más allá de lo electoral.
Tampoco podemos olvidar algo de fondo que está presente de una u otra forma: nos estamos acostumbrando a lo intolerable, las vidas de los migrantes que mueren tratando de llegar a Europa son el “precio que hay que pagar”, el “sacrificio necesario” para proteger “nuestra forma de vida”. Los partidos progresistas no dirían algo así en público, sino que “luchan contra las mafias” o contra el “efecto llamada”. Hablan de inmigración ordenada y no de que “no cabemos todos”. O de que “las condiciones laborales en nuestro país tienen que ser mejoradas” antes de facilitar la regularización de los migrantes sin papeles, como hace Yolanda Díaz. Es decir, comprando el marco reaccionario de que las condiciones laborales están reñidas con la llegada de migrantes, cuando el problema de fondo es la falta de organización sindical y la escasa capacidad de los sindicatos para oponerse al poder del capital.
De una manera u otra, los discursos contra la inmigración de las extremas derechas han impregnado nuestra subjetividad —más allá de su propio electorado—. Los ultras dicen lo que no queremos reconocer que pensamos o ponen en el foco sobre lo que ni siquiera queremos pensar. Los informativos cuentan las vidas de aquellas víctimas que consideramos inocentes, de las que conocemos nombres y circunstancias. Algunas de estas muertes provocan concentraciones de repulsa porque en el fondo “es algo que podría pasarnos a nosotras”. De los refugiados, que mueren por cientos o miles a causa de la violencia policial en la frontera —o abandonados en las prisiones o CIE—, no sabemos ni sus nombres. “Los ves y son de mi edad más o menos, tíos con los que podría estar jugando al fútbol”, dice uno de los guardias civiles entrevistados sobre los jóvenes a los que golpeó en Melilla. Él lo ve claro, ve que la distancia es ficticia, que somos lo mismo, que podrían ser nuestros amigos. ¿O no?
Esta desmovilización, esta permisividad con las muertes provocadas en Melilla tiene que ver con no querer mirar la fosa común del Mediterráneo, con el miedo de las clases medias —pero también populares— a que todo vaya a peor cuando la crisis acecha. A más crisis, menor afectación por las desgracias ajenas, incluso las brutales. Cuanta más crisis, más miedo y menos derechos humanos. Es aquello que la antropóloga Rita Laura Segato llama pedagogía de la crueldad, o acostumbramiento a la pérdida. A medida que el capitalismo acelera su crisis, necesita cada vez más de un gobierno de excepción para dejar caer a más y más personas y que eso no produzca ningún tipo de reacción. Si en la primera década del milenio Didier Fassin hablaba del gobierno a través de “la razón humanitaria”, esa que transformaba la injusticia y la explotación en términos morales y de sufrimiento personal como una forma gestionar los conflictos sociales, tras la crisis del 2008 los nuevos miedos que surgieron al desplome de las clases medias y la emergencia de las extremas derechas europeas, cada vez es menos necesario disfrazar la dominación y la violencia que la acompaña. No es necesario ya hablar de derechos humanos, columna vertebral de esa imagen de una Europa —o un Occidente— civilizados que nos hizo creernos superiores al resto para permitirnos legitimar nuestra preeminencia y sostener nuestra forma de vida sobre la explotación de otros cuerpos y territorios. Hoy la violencia es cada vez más descarnada y brutal y precisa menos disfraces ideológicos. Este es nuestro verdadero paisaje moral construido sobre un Mediterráneo alfombrado de cadáveres.
[Fuente: Ctxt]
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