La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Michael T. Klare
Colapso 2.0
En su bestseller de 2005 Colapse: How Societies Choose to Fail or Succeed [publicado en castellano por Debate/Debolsillo] el geógrafo Jared Diamond se centraba en civilizaciones del pasado que se enfrentaron a graves crisis climáticas, adaptándose y sobreviviendo o fracasando y desintegrándose. Entre ellas, la cultura pueblo del Cañón del Chaco (Nuevo México), la antigua civilización maya de Mesoamérica y los colonos vikingos de Groenlandia. Estas sociedades, que habían alcanzado un gran éxito, implosionaron cuando sus élites gobernantes no adoptaron nuevos mecanismos de supervivencia para hacer frente a unas condiciones climáticas radicalmente cambiantes.
Hay que tener en cuenta que, para su época y lugar, las sociedades estudiadas por Diamond mantenían poblaciones grandes y sofisticadas. Pueblo Bonito, una estructura de seis pisos en el Cañón del Chaco, contenía hasta 600 habitaciones, lo que lo convertía en el edificio más grande de Norteamérica hasta que se levantaron los primeros rascacielos en Nueva York, unos 800 años más tarde. Se cree que la civilización maya llegó a tener una población de más de 10 millones de personas en su apogeo, entre los años 250 y 900 d. C., mientras que los vikingos de Groenlandia establecieron una sociedad claramente europea en torno al año 1000 d. C. en medio de un páramo helado. Sin embargo, al final, cada una de ellas se derrumbó por completo y sus habitantes murieron de hambre, se masacraron unos a otros o emigraron a otro lugar, dejando tras de sí nada más que ruinas.
La pregunta hoy es: ¿Serán nuestras élites mejores que las de los gobernantes del Cañón del Chaco, el corazón de los mayas y la Groenlandia vikinga?
Como argumenta Diamond, cada una de esas civilizaciones surgió en un periodo de condiciones climáticas relativamente benignas, cuando las temperaturas eran moderadas y el suministro de alimentos y agua adecuado. En todos los casos, sin embargo, el clima cambió bruscamente, provocando sequías persistentes o, en el caso de Groenlandia, temperaturas mucho más frías. Aunque no quedan registros escritos contemporáneos que nos digan cómo respondieron las élites gobernantes, las pruebas arqueológicas sugieren que persistieron en sus formas tradicionales hasta que la desintegración se hizo inevitable.
Estos ejemplos históricos de desintegración social suscitaron un animado debate entre mis alumnos cuando, como profesor del Hampshire College, asignaba regularmente Colapso como texto obligatorio. Incluso entonces, hace una década, muchos de ellos sugirieron que estábamos empezando a enfrentarnos a graves desafíos climáticos similares a los que sufrieron las sociedades anteriores, y que nuestra civilización contemporánea también corría el riesgo de colapsar si no tomábamos las medidas adecuadas para frenar el calentamiento global y adaptarnos a sus ineludibles consecuencias.
Pero en esas discusiones (que continuaron hasta que me retiré de la enseñanza en 2018), nuestros análisis parecían totalmente teóricos: sí, la civilización contemporánea podría colapsar, pero de ser así, no pronto. Cinco años después, es cada vez más difícil sostener una perspectiva tan relativamente optimista. No sólo el colapso de la civilización industrial moderna parece cada vez más probable, sino que el proceso ya parece estar en marcha.
Precursores del colapso
¿Cuándo sabemos que una civilización está al borde del colapso? En su clásico de hace casi veinte años, Diamond identificó tres indicadores clave o precursores de una disolución inminente: un patrón persistente de cambio medioambiental a peor, como sequías de larga duración; signos de que los modos existentes de agricultura o producción industrial estaban agravando la crisis, y la incapacidad de las élites para abandonar prácticas perjudiciales y adoptar nuevos medios de producción. En algún momento, se cruza un umbral crítico e invariablemente sobreviene el colapso.
Hoy en día, es difícil evitar los indicios de que se están cruzando esos tres umbrales.
Para empezar, a escala planetaria, los impactos medioambientales del cambio climático son ya inevitables y empeoran año tras año. Por citar sólo uno de los innumerables ejemplos mundiales, la sequía que azota el oeste de Estados Unidos dura ya más de dos décadas, lo que ha llevado a los científicos a calificarla de «megasequía», que supera en amplitud y gravedad a todas las sequías regionales registradas. En agosto de 2021, el 99% de Estados Unidos al oeste de las Rocosas estaba en sequía, algo para lo que no hay precedentes modernos. Las recientes olas de calor récord en la región no han hecho sino acentuar esta sombría realidad.
La megasequía del oeste estadounidense ha ido acompañada de otro indicador de un cambio medioambiental permanente: el descenso constante del caudal del río Colorado, la fuente de agua más importante de la región. La cuenca del Colorado suministra agua potable a más de 40 millones de personas en Estados Unidos y, según economistas de la Universidad de Arizona, es crucial para unos 1,4 billones de dólares del conjunto de la economía estadounidense. Todo ello está ahora en grave peligro debido al aumento de las temperaturas y la disminución de las precipitaciones. El volumen del Colorado es casi un 20% inferior al que tenía cuando empezó este siglo y, como las temperaturas globales siguen aumentando, es probable que ese descenso empeore.
El último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático ofrece numerosos ejemplos de esas alteraciones climáticas negativas a escala mundial (al igual que los últimos titulares). Es evidente que el cambio climático está alterando permanentemente nuestro medio ambiente de forma cada vez más desastrosa.
También es evidente que el segundo precursor del colapso de Diamond, la negativa a modificar los métodos de producción agrícola e industrial que no hacen sino agravar o —en el caso del consumo de combustibles fósiles— simplemente provocar la crisis, es cada vez más evidente. A la cabeza de cualquier lista estaría la continua dependencia del petróleo, el carbón y el gas natural, las principales fuentes de los gases de efecto invernadero (GEI) que ahora recalientan nuestra atmósfera y nuestros océanos. A pesar de todas las pruebas científicas que vinculan la combustión de combustibles fósiles con el calentamiento global y de las promesas de las élites gobernantes de reducir el consumo de esos combustibles —por ejemplo, en virtud del Acuerdo de París sobre el Clima de 2015—, su uso sigue creciendo.
Según un informe de 2022 elaborado por la Agencia Internacional de la Energía (AIE), el consumo mundial de petróleo, dadas las actuales políticas gubernamentales, aumentará de 94 millones de barriles diarios en 2021 a unos 102 millones en 2030 y luego se mantendrá en ese nivel o cerca de él hasta 2050. El consumo de carbón, aunque se prevé que disminuya después de 2030, sigue aumentando en algunas zonas del mundo. Se prevé que la demanda de gas natural (que recientemente se ha descubierto que es más sucio de lo que se imaginaba) supere en 2050 los niveles de 2020.
El mismo informe de la AIE de 2022 indica que las emisiones de dióxido de carbono relacionadas con la energía —el principal componente de los gases de efecto invernadero— pasarán de 19.500 millones de toneladas métricas en 2020 a unos 21.600 millones en 2030 y se mantendrán aproximadamente en ese nivel hasta 2050. Las emisiones de metano, otro de los principales componentes de los gases de efecto invernadero, seguirán aumentando gracias al incremento de la producción de gas natural.
No es de extrañar que los expertos en clima prevean que la temperatura media mundial superará pronto los 1,5 grados por encima del nivel preindustrial, la cantidad máxima que creen que el planeta puede absorber sin sufrir consecuencias catastróficas irreversibles, como la extinción del Amazonas y el deshielo de las capas de hielo de Groenlandia y la Antártida (con una subida del nivel del mar de un metro o más).
Hay muchas otras formas en las que las sociedades están perpetuando comportamientos que pondrán en peligro la supervivencia de la civilización, como la dedicación de cada vez más recursos a la producción de carne de vacuno a escala industrial. Esa práctica consume enormes cantidades de tierra, agua y cereales que podrían dedicarse mejor a una producción vegetal menos despilfarradora. Del mismo modo, muchos gobiernos siguen facilitando la producción a gran escala de cultivos intensivos en agua mediante extensos planes de regadío, a pesar de la evidente disminución de las reservas mundiales de agua que ya está produciendo una escasez generalizada de agua potable en lugares como Irán.
Por último, las poderosas élites actuales optan por perpetuar prácticas conocidas por acelerar el cambio climático y la devastación global. Entre las más atroces, la decisión de los altos ejecutivos de ExxonMobil Corporation —la mayor y más rica empresa petrolera privada del mundo— de seguir bombeando petróleo y gas durante interminables décadas después de que sus científicos les advirtieran de los riesgos del calentamiento global y afirmaran que las operaciones de Exxon no harían sino amplificarlos. Ya en la década de 1970, los científicos de Exxon predijeron que los productos de combustibles fósiles de la empresa podrían provocar un calentamiento global con «dramáticos efectos medioambientales antes del año 2050». Sin embargo, como ha quedado bien documentado, los responsables de Exxon respondieron invirtiendo fondos de la empresa en poner en duda la investigación sobre el cambio climático, incluso financiando grupos de reflexión centrados en el negacionismo climático. Si en lugar de ello hubieran difundido las conclusiones de sus científicos y trabajado para acelerar la transición a combustibles alternativos, el mundo estaría hoy en una situación mucho menos precaria.
O pensemos en la decisión de China de aumentar la combustión de carbón —el combustible fósil más intensivo en carbono— para mantener las fábricas y los aparatos de aire acondicionado en funcionamiento durante los periodos de calor extremo.
Todas estas decisiones han garantizado que las futuras inundaciones, incendios, sequías, olas de calor, lo que sea, serán más intensas y prolongadas. En otras palabras, los precursores del colapso civilizacional y la desintegración de la sociedad industrial moderna tal y como la conocemos —por no hablar de la posible muerte de millones de personas— ya son evidentes. Peor aún, numerosos acontecimientos de este mismo verano sugieren que estamos siendo testigos de las primeras etapas de tal colapso.
El apocalíptico verano del 23
Julio de 2023 ya ha sido declarado el mes más caluroso jamás registrado y es probable que todo el año también pase a la historia como el más caluroso.
Las temperaturas inusualmente altas en todo el mundo son responsables de un sinfín de muertes relacionadas con el calor en todo el planeta. Para muchos de nosotros, el calor implacable será recordado como la característica más distintiva del verano del 23. Pero otros impactos climáticos ofrecen sus propios indicios de que se aproxima un colapso al estilo de Jared Diamond. En mi opinión, hay dos fenómenos que encajan en esta categoría de forma sorprendente. Los incendios en Canadá: El 2 de agosto, meses después de que estallaran las primeras llamas, todavía había 225 grandes incendios incontrolados y otros 430 bajo cierto grado de control pero que seguían ardiendo por todo el país. En un momento dado, la cifra superó los 1.000 incendios. Hasta la fecha, han ardido unos 81.000 kilómetros cuadrados, una superficie del tamaño del estado de Alabama. Estos asombrosos incendios, atribuidos en gran medida a los efectos del cambio climático, han destruido cientos de hogares y otras estructuras, al tiempo que han enviado humo cargado de partículas a ciudades canadienses y estadounidenses, llegando en un momento dado a teñir de naranja el cielo de Nueva York. En el proceso, se enviaron a la atmósfera cantidades récord de dióxido de carbono, lo que no hizo sino aumentar el ritmo del calentamiento global y sus efectos destructivos. Aparte de su escala sin precedentes, hay aspectos de la temporada de incendios de este año que sugieren una amenaza más profunda para la sociedad. Para empezar, en términos de incendios —o más exactamente, en términos de cambio climático— Canadá ha perdido claramente el control de su interior. Como sugieren los politólogos desde hace tiempo, la esencia misma del Estado-nación moderno, su principal razón de ser, es mantener el control sobre su territorio soberano y proteger a sus ciudadanos. Un país incapaz de hacerlo, como Sudán o Somalia, se considera desde hace tiempo un «Estado fallido». A estas alturas, Canadá ha abandonado toda esperanza de controlar un porcentaje significativo de los incendios que asolan zonas remotas del país y se limita a dejar que se consuman por sí solos. Estas zonas están relativamente despobladas, pero albergan a numerosas comunidades indígenas cuyas tierras han sido destruidas y que se han visto obligadas a huir, quizá permanentemente. Si se tratara de un hecho aislado, podría decirse que Canadá sigue siendo una sociedad intacta y funcional. Pero dada la probabilidad de que el número y la extensión de los incendios forestales no hagan sino aumentar en los próximos años a medida que sigan subiendo las temperaturas, puede decirse que Canadá —por difícil que resulte de creer— está a punto de convertirse en un Estado fallido.
Las inundaciones en China: Aunque la información estadounidense sobre China suele centrarse en asuntos económicos y militares, la noticia más significativa de este verano ha sido la persistencia de lluvias inusualmente intensas en muchas partes del país, acompañadas de graves inundaciones. A principios de agosto, en Pekín se registraron las precipitaciones más intensas desde que se empezaron a medir estos fenómenos hace más de 140 años. En un patrón característico de los ambientes más cálidos y húmedos, un sistema tormentoso se mantuvo sobre Pekín y la región de la capital durante días y días, vertiendo 736 milímetros de lluvia sobre la ciudad entre el 29 de julio y el 2 de agosto. Al menos 1,2 millones de personas tuvieron que ser evacuadas de las zonas inundables de las ciudades circundantes, mientras que más de 400 kilómetros cuadrados de cultivos resultaron dañados o destruidos. No es raro que las inundaciones y otros fenómenos meteorológicos extremos asolen China, causando un sufrimiento humano generalizado. Pero 2023 se ha distinguido tanto por la cantidad de precipitaciones como por el calor récord que las ha acompañado. Y lo que es aún más sorprendente, los fenómenos climáticos extremos de este verano han obligado al Gobierno a comportarse de una forma que sugiere un Estado a merced de un sistema climático furioso.
Cuando las inundaciones amenazaron Pekín, las autoridades trataron de evitar que la capital sufriera sus peores efectos desviando las aguas a las zonas circundantes. Debían «servir resueltamente de foso para la capital», según Ni Yuefeng, secretario del Partido Comunista en la provincia de Hebei, que limita con Pekín por tres de sus lados. Aunque eso podría haber librado a la capital de graves daños, el agua desviada se vertió en Hebei, causando grandes daños a las infraestructuras y obligando a reubicar a esos 1,2 millones de personas. La decisión de convertir Hebei en un «foso» para la capital sugiere un liderazgo asediado por fuerzas que escapan a su control. Como en el caso de Canadá, China se enfrentará con toda seguridad a catástrofes aún mayores relacionadas con el clima, lo que llevará al gobierno a tomar quién sabe qué medidas extremas para evitar el caos y la calamidad generalizados.
Estos dos acontecimientos me parecen especialmente reveladores, pero hay otros que me vienen a la mente de este verano récord.
Por ejemplo, la decisión del gobierno iraní de declarar el 2 de agosto una fiesta nacional de dos días sin precedentes, con el cierre de todas las escuelas, fábricas y oficinas públicas, en respuesta al calor y la sequía sin precedentes. Para muchos iraníes, ese «día festivo» no era más que una estratagema desesperada para disimular la incapacidad del régimen para suministrar suficiente agua y electricidad, un fracaso que está llamado a ser cada vez más desestabilizador en los próximos años.
Entrando en un nuevo mundo inimaginable
Hace media docena de años, cuando comenté por última vez el libro de Jared Diamond con mis alumnos, hablamos de las formas en que el colapso de la civilización aún podría evitarse mediante la acción concertada de las naciones y los pueblos del mundo. Sin embargo, poco imaginábamos algo parecido al verano del 23.
Es cierto que se ha avanzado mucho en los años transcurridos. Por ejemplo, el porcentaje de electricidad suministrada por fuentes renovables en todo el mundo ha aumentado considerablemente y el coste de esas fuentes se ha reducido drásticamente. Muchas naciones también han tomado medidas significativas para reducir las emisiones de carbono. Aun así, las élites mundiales siguen aplicando estrategias que no harán sino amplificar el cambio climático, garantizando que, en los próximos años, la humanidad se deslice cada vez más cerca del colapso mundial.
Es imposible prever cuándo y cómo nos deslizaremos hacia la catástrofe. Pero como sugieren los acontecimientos de este verano, ya estamos demasiado cerca del borde del tipo de fracaso sistémico experimentado hace tantos siglos por los mayas, los antiguos poblanos y los vikingos de Groenlandia. La única diferencia es que puede que no tengamos otro lugar adonde ir. Llámenlo, si quieren, Colapso 2.0.
[Fuente: blog de Rafael Poch de Feliu. Artículo original publicado en Tom Dispatch. Michael T. Klare, es profesor emérito de estudios sobre la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College y miembro visitante de la Arms Control Association. Es autor de quince libros, el último de los cuales es All Hell Breaking Loose: The Pentagon’s Perspective on Climate Change. Es uno de los fundadores del Committee for a Sane U.S.-China Policy.]
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