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Albert Recio Andreu

Chapapote político

I

Una contaminación de chapapote derechista contamina el mundo occidental. El “nunca máis” —que se planteó al final de la Segunda Guerra Mundial— se ha mostrado más como un buen deseo que como un salto estructural. De hecho no duró mucho, especialmente en los Estados Unidos, donde la caza de brujas consiguió eliminar gran parte de las dinámicas progresistas que se habían desarrollado en torno al New Deal. Pero, durante un largo período, persistió un aire reformista que en diversos momentos alimentó esperanzas de cambios más radicales. La contrarrevolución neoliberal significó un brutal cambio de ciclo. No sólo en lo económico; estuvo también asociado a un importante cambio cultural y comunicativo, en la vida laboral, en las formas de relación social. Un cambio que no fue súbito, que se ha desarrollado paulatinamente con sucesivas reformas, con cambios tecnológicos, restructuraciones productivas… Que la crisis de 2008-2013 —que puso de manifiesto las miserias de las políticas neoliberales— no generara un largo ciclo reformista y diera lugar a la implementación de alguna de las reformas más antisociales es una expresión de cómo los cambios sociales y la densidad institucional generada por las políticas neoliberales habían conseguido neutralizar, aislar y debilitar a las fuerzas políticas y sociales que habían protagonizado la mayor parte de los cambios sociales. El declive electoral de la izquierda en casi todas partes es otro reflejo de estas transformaciones de largo plazo. Y el renacimiento de una “nueva” extrema derecha es otro. Un renacimiento que no sólo es patente en la emergencia de partidos manifiestamente ultras, sino que también afecta a las formas y las propuestas de la derecha tradicional, rompiendo la posibilidad de pactos sociales y reforzando su vena autoritaria, anti-igualitaria, antidemocrática. En España ya era visible en las políticas del Gobierno Aznar (especialmente en su segundo mandato), y no ha hecho más que agrandarse con la emersión de Vox y la radicalización del PP de Casado y Feijóo.

No se trata de una simple vuelta al pasado, sino una versión renovada de los proyectos clasistas, patriarcales y antidemocráticos. No es, salvo en algunos aspectos, un proyecto “fuerte”, como eran las propuestas de nazis, fascistas y falangistas. Y, quizás por ello, resulta más difícil de detectar para parte de sus víctimas potenciales. Sus puntos aparentemente más fuertes —como es el ataque a todo lo que ha representado revolución sexual: políticas de género, LGTBI+, moral sexual— pueden convertirse en su mayor debilidad. Ello porque en este campo ha habido un cambio social en profundidad; como estas posturas ideológicas afectan a la vida de mucha gente, tienen un enorme potencial de revulsivo. Siempre he pensado que la crisis de la moral tradicional jugó un papel esencial en las movilizaciones del tardofranquismo, especialmente entre la población urbana. Pero, por muy agresivas que sean las políticas represivas, alimentadas por los sectores religiosos más reaccionarios, hay otras cuestiones relevantes que no pueden perderse de vista. De una parte, el nacionalismo cerrado que empieza por aplicarse a la inmigración irregular se transmite al conjunto de la población de origen foráneo. Sirva de ejemplo la respuesta de la recién elegida alcaldesa de Ripoll, una versión catalana del neofascismo global, al recordársele que la mayor parte de las ayudas sociales van a parar a personas de nacionalidad española: inmediatamente respondió que “sí, pero muchos son árabes recién nacionalizados”.

La nueva derecha es neoliberal en varios sentidos: dejar que los negocios funciones sin restricciones (excepto cuando se trata de que el estado promueva negocios en beneficio de determinados grupos), destruir todas las regulaciones que acotan los costes sociales de la empresa privada, defender un consumismo sin complejos. Y, por tanto, representa una reacción a todo lo que el ecologismo pone en cuestión del actual modelo económico. El peligro principal es que esto conecta directamente con las pulsiones vitales de mucha gente: con los fanáticos del automóvil, con los agricultores que ven cuestionadas las prácticas predatorias, con los intereses del sector turístico… Gente que ve atacado sus intereses particulares y que ahora se siente arropada por el discurso irracional de esta derecha.

Y esta derecha es sin duda autoritaria, pero va a practicar un autoritarismo selectivo, en algunos casos brutal pero en otros sofisticado (como está ocurriendo en Madrid con el cierre de centros cívicos para impedir que la “mala gente” se reúna). En una sociedad donde nunca se ha desarrollado una cultura democrática de base es fácil que prosperen este tipo de maniobras. Y que esta derecha pueda practicar, impunemente, su política de recorte selectivo, clasista, patriarcal, racista, xenófoba, antiecológica.

II

El chapapote ya ha llegado masivamente a nuestras “costas”. Lo hizo el 28 de mayo con el triunfo del tándem PP-Vox en gran parte del país. Y lo ha seguido haciendo con la posterior toma al asalto de ayuntamientos, parlamentos y gobiernos autonómicos. Una parte de la contaminación ya está avanzada.

Queda por ver sí la brutalidad de sus primeras acciones y el temor a sus anunciadas políticas de derogación de reformas sociales provoca una movilización en contra que frene su acceso al Gobierno. A estas alturas, y visto el fracaso de las anteriores encuestas electorales, parece un objetivo difícil de conseguir. En gran medida porque el teórico electorado de izquierdas está, en parte, desmovilizado de forma estructural.

Y, aunque al final la actual coalición de gobierno y sus aliados consiga la mayoría parlamentaria, la situación será todo menos estable. La razón principal es que, en el mejor de los casos, entraríamos en una fase de doble poder, con un Gobierno controlando el Estado central y una oposición derechista atrincherada en la mayoría de las autonomías y grandes ayuntamientos. Que puede dejar en papel mojado la aplicación de muchas de las políticas estatales, como ya se está percibiendo en el caso de la ley de vivienda, la ley de educación, etc. Los ganadores suelen contar a su favor con la rápida “conversión” a sus postulados de parte del personal público que siempre antepone sus intereses profesionales al ejercicio de su dignidad. Lo vivimos en Catalunya cuando se aplicó el 155 y la resistencia pasiva fue nula. Y parece que ya está empezando a suceder en aquellas Comunidades en la que desembarca la derecha.

La situación actual tiene otra derivada peligrosa. En Catalunya y Euskadi, donde es imposible que triunfe el dúo PP-Vox, el nuevo mapa autonómico y político posibilita el retorno de alguna variante del discurso rupturista, basado en el “España es cada vez más fascista y nosotros somos demócratas”, “la independencia es la única posibilidad de alejarnos de esta deriva autoritaria”. Ello se traducirá, sobre todo, en nuevas versiones de la retórica independentista, que sirven tanto para tener entretenido al personal como para tapar todos los males de la propia gestión, que sirven, como ya ha ocurrido en Barcelona, para frenar cualquier Gobierno de izquierda que exige inevitablemente la participación de ERC (aunque la historia es siempre más complicada y fue el PSC el que creó más dificultades para que en Barcelona tuviéramos un tripartito “progresista”). Una tensión soberanista que también se traducirá en la relación de un hipotético gobierno de izquierdas en Madrid con sus potenciales aliados.

No se trata de un mal trago coyuntural. Estamos ante un proceso de largo alcance, que está teniendo lugar en muchos países. Y para el que las apelaciones a la vieja amenaza fascista no parecen adecuadas. Porque se trata de una nueva versión a la vez sofisticada y simple del viejo reaccionarismo social. Porque los mecanismos tradicionales de intervención no acaban de funcionar. Estamos obligados a reaccionar, reflexionar y encontrar vías de intervención en tiempos cortos. Aunque posiblemente vayamos a tener que afrontar plazos largos de resistencias diversas.

III

La concreción de Sumar, en el tiempo récord que impuso la decisión de Pedro Sánchez de convocar elecciones en julio, debería considerarse un relativo éxito. Por primera vez en mucho tiempo, un amplio abanico de izquierdas, de ecologistas, de nacionalismos progresistas, acuden juntos a una convocatoria electoral. Con un programa reformista que ha tratado de engarzar las preocupaciones básicas de cada ciudadana y ciudadano corriente. Y con un liderato que al menos puede presentarse con la autoría de las mejores reformas de la pasada legislatura.

Esta es la parte positiva. En lo negativo está el ruido, excesivo, con el que se ha acompañado el proceso. No sólo generado por algunos líderes, como Pablo Iglesias, sino por toda una masa de seguidores de los diferentes bandos siempre más motivados para marcar diferencias que para construir colectivamente. Es difícil saber el efecto que tendrán estas peleas en el próximo envite electoral. En contra pueden pesar otros factores, especialmente que una parte del electorado, ante el temor de un triunfo de la derecha, decida desplazar su voto hacia el PSOE, como ya ha ocurrido otras veces. Y lo peor es que unos malos resultados vuelvan a abrir las tradicionales querellas que tienen casi siempre efectos devastadores para el conjunto.

La izquierda alternativa padece de males endémicos. Uno de sus síntomas se expresa en un comportamiento electoral espasmódico. Sólo es capaz de alcanzar buenos resultados cuando antes ha habido una oleada participativa y se han renovado líderes. Esto es lo que ocurrió, sobre todo, en el período 2015-2019, cuando el impulso generado por el 15-M y las protestas contra los recortes, y la emergencia de nuevos liderazgos emparentados con las mismas, abrió unas expectativas que cristalizaron en la llegada de los “Ayuntamientos del cambio”, y la mayor presencia parlamentaria de esta izquierda en todo el período democrático. El actual Gobierno de coalición, y alguna de sus reformas, son herederas de este período. El problema reside en que estas fases de euforia colectiva duran poco, la presencia institucional nunca se traduce en cambios radicales en la vida de la gente, la labor institucional dificulta el contacto con las bases… Y la euforia se traduce, según casos, en desencanto, desapego, abulia electoral. Que los Comuns en Barcelona hayan conseguido mantener una relevante cuota de representación tras ocho años de gobierno municipal y unas campañas inclementes de acoso por todas las vías posibles (similares a las que han padecido los líderes de Podemos o, en su tiempo, Julio Anguita) debería contabilizarse como un éxito. Ahora hemos entrado en un claro período de desgaste, producido tanto por la fuerte actividad institucional como por el debilitamiento de los movimientos sociales. Y, aunque la lógica electoral obliga a proclamar que se aspira al Gobierno, el objetivo alcanzable debería ser el de la consolidación institucional, aumentando la presencia institucional.

Para tener éxito, la izquierda transformadora necesita trabajar en diversos espacios. Uno, el institucional, desdeñado por los puros, los que ningún logro vale la pena como su revolución pendiente. Este espacio permite introducir reformas, políticas que realmente mejoran la vida de la gente, aunque sea de forma marginal. Otro es el de los movimientos sociales, las instituciones de base, lo que permite entender cómo funcionan las cosas, arraigar en la base social, favorecer la emergencia de activistas, provocar dinámicas de movilización que contribuyan a crear los climas que hacen posibles los avances. Y un tercero el de producción cultural, en un sentido amplio que va desde la conexión con la mejor ciencia hasta la capacidad de desarrollar intervenciones que favorezcan tomas de conciencia, que generen racionalidad donde dominan los prejuicios y las noticias falsas, que promuevan la creatividad social. Son espacios diferentes, cada cual con sus lógicas y sus limitaciones. Que requieren un abordaje político y organizativo sofisticado y que exigen contar con personas y recursos que habitualmente escasean.

Esta complejidad tiene, además, el efecto añadido de la dificultad real de provocar una transformación profunda de un sistema social de elevada complejidad, consolidación institucional, sofisticada maquinaria cultural y que cuenta con una base social suficientemente amplia que se beneficia de altos niveles de consumo y de relativa libertad individual. Si todo ello no bastara, si todo el funcionamiento social no estuviera marcado por líneas de ruptura de clase, género, etnia, por la diferente percepción de la crisis ecológica, está además la persistencia de estructuras nacionales que compiten y dificultan el desarrollo de procesos sociales universales. Las revoluciones tradicionales eran, relativamente, procesos mucho más simples. Y mientras la izquierda siga ensimismada con las batallas del pasado, con todo el respeto y el reconocimiento que merecen, con todo lo que se puede aprender, seguiremos sin encontrar vías, seguramente lentas, de transformación social efectiva. Lo peor de todo es que el no reconocimiento de la complejidad favorece que también entre la izquierda florezcan comportamientos individuales más dedicados a poner el dedo en el ojo ajeno, a desmovilizarse a la primera de cambio, a detectar desviaciones, que a promover la tenacidad, la capacidad de comprensión, la empatía que exigen las políticas de cambio.

IV

El próximo resultado electoral es incierto. Pero lo que es seguro es que, en todo caso, estaremos envueltos en una ofensiva derechista de gran calado. En el peor de los casos experimentaremos alguna variante de estos regímenes pseudodemocráticos que indican tendencia. Que exigirán un enorme esfuerzo de resistencia, trabajo social, cultural, político. Y, por eso, más allá de la movilización electoral, lo que hay que abrir es un ambicioso proyecto social que genere densidad social y política a las mil y una respuestas que tendremos que dar. Y esto exige de partidos y movimientos sociales un esfuerzo de reflexión y de acción que exigen como condición básica generar confianzas, solidaridades, nexos. El chapapote invade nuestras vidas. Solo se puede combatir con trabajo colectivo, con buen rollo.

29 /

6 /

2023

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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