¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Fernando González García
Visita nocturna
Shangrila, Col. Swann-Poesía,
Valencia,
2022,
74 págs.
La discreta sencillez de lo complejo
Francesc López Pavón
En un mundo enfermo de sobredosis retórica y saturado de claves, códigos y mensajes que se cruzan con lecturas precipitadas, lo realmente difícil no es descifrar los signos o aprender a interpretarlos, sino desaprender. Deshacerse del peso de los prejuicios con que hemos sobrecargado el lenguaje y hemos construido el simulacro al que llamamos realidad. Eludir el amasijo de guiones que se superponen para darle una apariencia de trama estructurada a lo que de imprevisible tiene la vida. Desandar las galerías de un poder perverso que, bajo el pretexto del orden del discurso, nos confina en la resignación de los lugares comunes y las frases hechas, y nos condena a creer que la libertad es solo una quimera (o un privilegio exclusivo de quienes pueden comprarla).
Walter Benjamin ya advertía de que perderse en una ciudad como quien se pierde en un bosque requiere un esfuerzo por liberarse de ese lastre de los signos para entregarse al discurso fragmentario y aleatorio de los indicios que ofrece el azar. Un aprendizaje, que anunciaba incompleto y con el paradójico fin de desaprender. En otros escritos de esa misma edición, contraponía a la experiencia en el espacio colectivo de la ciudad la escala más reducida pero no menos profunda de la intimidad doméstica, en cuyo dominio es posible el encuentro directo con aquellos estímulos que encienden la vida, sin importar si para ello es necesario irrumpir a tientas en la más recóndita oscuridad de lo que creemos familiar: la despensa de la casa, expoliada a oscuras por la mano atrevida y golosa del niño, o los escondrijos en los que éste intenta transformarse en los personajes de su fantasía, son territorios súbitamente ignotos.[1]
Años más tarde, Peter Handke, dejándose llevar entre el escepticismo y la fascinación en un paseo por el entonces nuevo barrio parisino de la Défense, se sorprendía de que la ciudad le volviera a “parecer desconocida de tantos símbolos conocidos”.[2]
Los poemas que Fernando González García reúne en Visita nocturna no se encadenan en un simple por más que ingenioso juego de pistas que alguien haya dispuesto secretamente para que otro alguien deba descifrar a medida que lee. Tampoco son los hitos de un mapa sobre los que, ante la inminencia de un viaje a una ciudad desconocida, imaginamos sus calles, sus lugares y prefiguramos un paisaje que ya pretendemos familiar y hacemos nuestro mediante una “composición de lugar”. Al contrario, están dispuestos en un orden sencillo que sin embargo mantiene toda la consistencia de lo profundamente vital, dejando que rueden las palabras para que quien las lea pueda hacerlo saltando a lado y lado de ellas, como quien se deja llevar por un arroyo, sorteando el fluir inquieto del agua mientras confía su equilibrio a la solidez de las paredes de roca entre las que se abre su curso.
Agrupados en tres secuencias, “Jardines”, “Visita nocturna” y “Epifanías”, los poemas de Fernando González nos invitan desde el primer momento a entrar en los “jardines de un amigo al que apenas conozco […] donde inquieto el reposo contradanza […] se detiene y se hace casa”. Desde esa paradójicamente inquieta pausa inicial, que podremos habitar con la serenidad de las palabras devueltas a su registro primordial y más sencillo, nos propone dejarnos llevar por aquellas sensaciones que nos conducen a lo más profundo del sueño como parte, no inseparable sino imprescindible, de la vida. La mano mojada en el agua del río, las uñas que sujetan la trucha que salta, la transfiguración de sus convulsiones en el lomo de la nutria o en el zambullirse del martín pescador… Todas esas imágenes transformadas en palabras y todas esas palabras, prendidas en imágenes, mantienen la continuidad siempre verosímil del poema: “Si alguien puede contarlo, estuvo”.
La poesía no es, en este primer y excelente libro de González García, simple evasión a excesos preciosistas. Se abre en ella un compromiso que exigirá a quien lea implicarse en la evocación para devolverle a la palabra su dignidad original y para que a través de ella se transmita la vida y se siga construyendo y transformando el mundo. La Visita nocturna es tanto la de quien escribe como la de quien lee. “¿Qué hace ese, quién es? […] Yo soy él”.
Y esa visita, tan enigmática y paradójica como cierta y consistente (al menos tanto como lo son la luz de la vela en el discurso de Gaston Bachelard o la ingravidez de los cuerpos en el universo de Marc Chagall), aflora en las Epifanías de la tercera parte para ofrecernos los indicios que nos permitan reencontrar, en la alquimia de la poesía, el vínculo primordial que une el lenguaje con la raíz de la vida.
[…] eres lengua capaz de hablar
rompiendo la tierra, haciendo surcos
de donde brotan palabras casi desconocidas.
Notas
26 /
6 /
2023