¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Lourdes Beneria
El largo camino hacia la economía del cuidado
* Conferencia impartida en el encuentro “El futuro de los derechos humanos con perspectiva de género”, Lateinamerika-Institut, Freie Universität Berlin, 19-20 de abril de 2023.
Probablemente, todas y todos coincidamos en que, al menos desde la crisis económica de 2008 y especialmente, desde la pandemia y la pospandemia, la crisis de los cuidados se ha convertido en una cuestión central en nuestras sociedades. Contamos con numerosos informes y artículos académicos que documentan las penalidades y dificultades que muchas personas han experimentado como efecto de la crisis, especialmente las familias pobres y aún más las mujeres. Ya en mayo de 2020, el secretario general de Naciones Unidas alertó al mundo de estos impactos negativos, especialmente para las mujeres, debido a su papel en la crianza infantil y en que son las principales proveedoras de cuidados. Desde entonces, una multiplicidad de estudios e informes nacionales ha ilustrado reiteradamente lo que es una evidencia manifiesta en todas partes: la crisis de cuidados ha alcanzado tal nivel que finalmente ha llamado la atención de los políticos y la prensa, incluso de los economistas masculinos, que habitualmente han ignorado la cuestión. Las mujeres, en cambio, han sido siempre conscientes de la pesada carga que suponen los cuidados que constituyen la columna vertebral de las familias y las sociedades. Es una herencia universal de las sociedades patriarcales que se ha constituido en una parte esencial del orden social. En todo caso, los cuidados no siempre se han visto de la misma forma y es útil volver la mirada atrás, a los primeros tiempos de la segunda oleada feminista, para descubrir las raíces de la situación actual.
La década de 1970: el debate sobre el trabajo doméstico
Con la nueva ola feminista en la década de 1960, las mujeres empezaron a preguntarse qué era este trabajo llamado “trabajo doméstico” en el que ellas estaban concentradas las mujeres. Este fue el centro del “debate sobre el trabajo doméstico” de finales de la década y, especialmente, a lo largo de los años 1970. Recuerdo como algunas de nosotras en Nueva York nos reuníamos en los llamados “grupos de mujeres” en los que discutíamos los temas de nuestro incipiente feminismo una vez por semana o cada quince días. Originado en Europa en los sesenta, el “debate” fue un intento, concentrado especialmente en las mujeres de izquierdas, de conceptualizar la opresión de las mujeres bajo el capitalismo y un análisis materialista del trabajo femenino no retribuido. Aunque la cuestión del trabajo doméstico se discutió en muchos círculos de feministas no marxistas, el “debate sobre el trabajo doméstico” se centró, básicamente, en la metodología y el punto de mira del marxismo.
Discutíamos la naturaleza del trabajo no retribuido y tomamos conciencia de la importancia que tenía para nuestras vidas y la de nuestras familias, pero pensamos que era difícil compararlo con el trabajo que realizaban los hombres. Podía conceptualizarse como “trabajo” pero ¿Cuál era la diferencia con el trabajo masculino? ¿No era sustancial para la supervivencia? ¿Era productivo o improductivo según las categorías marxistas? ¿Podía no ser retribuido? ¿Producía “valor”?, o ¿no era comparable con el trabajo mercantil que hacían los hombres, y algunas mujeres? ¿Era útil utilizar el término “explotación” para conceptualizar el trabajo doméstico? Al menos sabíamos que era diferente porque: 1) no estaba retribuido; 2) no se intercambiaba en el mercado; 3) era una combinación de diferentes bienes y servicios para los hijos/hijas y la familia, tales como cocinar, lavar, comprar, recoger los niños/niñas en la escuela, etc.; 4) no tenía pautas temporales cerradas para la mayoría de las actividades, aunque era necesario adaptarse a los horarios familiares; 5) incluso podía incluir actividades agrícolas de subsistencia u otro tipo de trabajos no remunerados en torno al hogar.
Estas discusiones profundizaron nuestro incipiente feminismo y significaron un esfuerzo para discutir y entender las conexiones entre el trabajo doméstico y la economía en general, conexiones que en realidad no habían sido objeto de discusión. El debate fue especialmente vivo en Francia, alimentado por las contribuciones al feminismo de Simone de Beauvoir con la publicación, en 1969, de El segundo sexo y posteriormente, en 1976, del ensayo El enemigo principal.
La discusión era un esfuerzo dirigido a entender la naturaleza de la opresión de las mujeres a través de un análisis materialista basado en el marxismo. Fue un intento de demostrar de qué modo el trabajo doméstico contribuye al mantenimiento del capitalismo a través de la producción de bienes y servicios y la reproducción de la especie, o sea a través del “modo de producción doméstico”. De Beauvoir también criticó al marxismo por desentenderse de la opresión de las mujeres. En cualquier caso, se configuró como un análisis materialista del trabajo doméstico que, a pesar de que en Estados Unidos no alcanzó la audiencia que tuvo en Europa, contribuyó a nuestros debates sobre la naturaleza del trabajo doméstico. Y, aún más importante, contribuyó a reforzar nuestro subdesarrollado análisis y nuestro incipiente feminismo al hacernos muchas preguntas sobre la naturaleza del trabajo de las mujeres y de nuestra propia implicación en el mismo. Podríamos decir que significó el nacimiento de la “economía feminista”.
A finales de los años setenta, la participación femenina en el mercado de trabajo estaba creciendo, pero las mujeres seguían siendo las mayores responsables del trabajo doméstico. Y con ello aumentaron nuestras preguntas sobre su naturaleza. Las mujeres siguieron debatiendo sobre el trabajo doméstico, pero se abrieron nuevos caminos sobre cuestiones que fueron emergiendo. En 1979, Maxine Molyneaux publicó un artículo muy interesante “Beyond the Domestic Labor Debate” (New Left Review, julio-agosto 1979) en el que argumentaba que el debate teórico no había conseguido producir una teoría de la economía política de las mujeres. Intentó desarrollar una propuesta para ir más allá de las limitaciones analíticas y los conceptos estrechos generados por el reduccionismo económico y los argumentos funcionalistas. En todo caso, el enfoque marxista era menos visible e influyente en Estados Unidos que en Europa. Los análisis feministas en los Estados Unidos estaban más influenciados por la ortodoxia económica y orientados a tratar cuestiones convencionales como la participación de las mujeres en el mercado laboral —en lugar del hogar— y en la economía en su conjunto. Además, en la medida que las mujeres estaban entrando en el mercado laboral el debate sobre el trabajo doméstico no dejó de ser relevante pero adoptó nuevas perspectivas. Sin embargo, es de justicia reconocer que muchas de las cuestiones que planteó el debate permanecieron como sustrato básico en el desarrollo de la teoría feminista y del propio feminismo.
Los años ochenta
Uno de los “nuevos” objetos de estudio fueron las estimaciones del trabajo de las mujeres y su contribución a la economía debido a que las estadísticas de la fuerza de trabajo y las cuentas nacionales solo contemplaban el trabajo mercantil. Reflexioné por primera vez sobre esta cuestión en un viaje a Marruecos en el que participé como directora del programa de la OIT sobre Mujeres y Desarrollo en 1979. Antes de viajar a Marruecos había consultado las estadísticas laborales y daban tasas de participación laboral femeninas del 7-8% frente al 70-75% de los hombres. Sin embargo, en una visita mañanera a la ciudad de Xauen descubrimos a mujeres trabajando duramente, llevando pan desde y hacia el horno público, cestas con ropas para lavar en el río, sacos llenos de comida y otras cosas y, casi siempre, rodeadas de niños. Era obvio que el trabajo de estas mujeres era crucial para la vida familiar y su subsistencia. Por el contrario, observé hombres sentados en frente de las tiendas para turistas que tenían a su cargo a pesar de que no fuera temporada turística: fundamentalmente permanecían sentados. Era obvio que las estadísticas laborales de Marruecos que había visto no reflejaban adecuadamente la contribución de hombres y mujeres al mantenimiento de las familias y al producto nacional.
Tras mi vuelta del viaje a Ginebra me dediqué a analizar las estadísticas de otros países y comprobé que los datos “oficiales” de participación laboral, bajos para las mujeres y altos para los hombres, eran parecidos en todos los países. En realidad, pronto me di cuenta de que no median todo el trabajo de las mujeres, ya que sólo incluían el trabajo mercantil. El trabajo no mercantil no se consideraba en las estadísticas del producto nacional porque no estaba considerado como un componente del PIB y de las estadísticas laborales, por tanto, se trataba de una cuestión de definición. Este modelo de cuentas nacionales había sido establecido por la Sociedad de Naciones en 1938 se había convertido en el estándar, de todas las naciones, especialmente desde que la Conferencia de Estadísticas Laborales celebrada en 1954, adoptara estos conceptos que se habían convertido en norma. Lo cierto es que el trabajo doméstico de las mujeres y otras formas de trabajo no retribuido todavía no se tienen en cuenta en las estadísticas oficiales y tienen que calcularse aparte. El foco del análisis económico se centraba —y se centra todavía— en la producción capitalista y el crecimiento que se expresa básicamente a través del mercado (Beneria, 1981). Y de aquí se derivaba la forma de evaluar el trabajo y las estadísticas de fuerza de trabajo, aunque actualmente pueden hacerse otras estimaciones del uso del tiempo que toman en consideración el trabajo de las mujeres en torno al hogar. Fue la primera vez que pensé que estaba ante una cuestión muy básica para las mujeres y para la economía en general.
Claramente, había pocas voces, como la de Margaret Reid que había publicado The Economics of Household Production (1934), que, como ella, defendieran la importancia del trabajo doméstico para la economía familiar y para el país. Reid argumentó que el trabajo doméstico debía ser contabilizado no sólo para “valorizar” a las mujeres sino porque permitiría una mejor evaluación y comprensión de cómo funciona la economía nacional. Margaret Reid era consciente de la gran aportación económica de las mujeres. Fue una pionera, y la disciplina económica le debe un reconocimiento por su aportación. Sin embargo, los economistas consideraban que estimar la producción doméstica no era necesario para el cálculo de la renta nacional. No fue hasta los años setenta y ochenta cuando el feminismo fue tomando conciencia de la relevancia de las cuestiones que ella defendió.
Especialmente en la década de 1980 proliferaron los debates sobre la ignorancia del trabajo femenino en muchos aspectos, tanto en las estadísticas generales como en las específicas. Muchos de mis colegas masculinos en la OIT pensaban que no hacía falta reflejar el trabajo femenino en las estadísticas laborales porque lo único que importaba era el trabajo mercantil. A pesar de ello, fueron aceptando paulatinamente que al menos necesitábamos mejores estimaciones y estadísticas sobre el trabajo de las mujeres. Sin duda, la idea de estimar el trabajo no retribuido encontraba mucha más hostilidad en los economistas ortodoxos, ya que lo consideraban incompatible con la economía ortodoxa. En una discusión que mantuve por correo con un profesor de la Universidad de West Virginia, este acusó a las feministas de mezclar la política con el análisis económico más científico y “neutral”.
En cambio, las mujeres entendieron de inmediato la importancia del proyecto de contabilización del trabajo doméstico. Por ejemplo, Marylin Waring, una parlamentaria neozelandesa, en su libro de 1988 If Women Counted, destacó de forma irónica, que si un país produce más bombas aumentará su PIB, mientras que no se toma en cuenta, ni se discute, el valor de la producción doméstica. A lo largo de esta década, fueron habituales los debates sobre la necesidad de estimar el trabajo no retribuido de las mujeres, y hacia el final de los ochenta y en años posteriores empezaron a aparecer los primeros intentos de evaluación. Empezaron a circular los estudios sobre usos del tiempo y de la producción no mercantil, especialmente entre las economistas.
En conclusión, pienso que es adecuado destacar que en los ochenta emergieron nuevas cuestiones básicas en el estudio del trabajo femenino que consiguieron un eco importante. Feministas, grupos de mujeres y especialistas en desarrollo se interesaron gradualmente de la falta de evaluación, de la infravaloración y de la necesidad de medir el trabajo de las mujeres, no sólo como una cuestión estadística sino también por sus implicaciones en todo tipo de políticas. De hecho, la subevaluación se daba a tres niveles: 1) en la producción de subsistencia, como es la producción de alimentos para el consumo familiar; 2) en la implicación de las mujeres en el trabajo informal y 3) en el trabajo doméstico, que era claramente la cuestión más compleja. Los dos primeros son especialmente relevantes en los países en desarrollo, mientras que el tercero es una cuestión universal. El objetivo final era obtener una evaluación completa de la contribución femenina al bienestar humano, a unos niveles nunca considerados anteriormente. Pero había tres tipos de objeciones y cuestionamientos al proyecto de contabilización que los críticos subrayaron: 1) era “teóricamente erróneo”; 2) era una pérdida de tiempo; y 3) en el caso del trabajo doméstico, debía considerarse “una cuestión diferenciada” del resto de la economía y, por tanto, tratada de otra forma. Estas objeciones han disminuido a medida que la realidad y las críticas feministas se han impuesto.
Los años noventa y más allá
En todo caso, desde la década de 1980 y, especialmente, desde los años noventa en adelante, se ha progresado en la definición del trabajo doméstico y en su medición, no sólo en aspectos teóricos y conceptuales, también en la evaluación práctica y los métodos de contabilización. Por ejemplo, en muchos países se han elaborado estadísticas de usos del tiempo y tiempo de trabajo no retribuido con diversas metodologías, tales como diarios personales sobre usos del tiempo, entrevistas telefónicas o estudios de tareas. Países como Australia, Canadá, Francia, Reino Unido, Suecia, Noruega y los Países Bajos ya llevan algunas décadas recopilando datos de forma regular. Otros, como Bolivia, India o Sudáfrica y algunos más, lo han hecho de forma esporádica (Beneria, Berik y Floro 2003, 2006). La recolección de datos sobre usos del tiempo debe hacer un esfuerzo para adaptarse a las necesidades y los presupuestos de cada país y por ello se ha producido una enorme variedad de experiencias. Las economistas feministas han jugado un papel instrumental como asesoras y supervisoras de muchos de estos proyectos (Carrasco, 1991; Floro & Miles, 2003; Floro & Mesier 2010; Floro 2011).
En la conferencia de las Naciones Unidas de Beijing en 1995, la quinta y última de la Década de las Mujeres de Naciones Unidas, se reconocieron oficialmente muchos de estos proyectos y pasaron a formar parte de la Plataforma de Acción. La declaración de Beijing y la Plataforma de Acción fue una agenda de largo plazo para el empoderamiento de las mujeres que reflejó la nueva conciencia sobre los derechos y los trabajos femeninos precarizados. A pesar de la continuada incorporación femenina al empleo mercantil, la Declaración reconoció que las mujeres seguían asumiendo la mayor parte de la carga de trabajo no remunerado tales como “el cuidado de la infancia y de las personas mayores, preparar la alimentación familiar, proteger el entorno y dar asistencia voluntaria a los grupos vulnerables. La contribución de las mujeres al desarrollo está claramente subestimada y por ello su reconocimiento social es limitado”. Así, la Plataforma de Acción significó un importante apoyo y un empuje substancial al trabajo que habían iniciado en la década de 1980 investigadoras individuales y algunas instituciones.
Mientras tanto, algunas feministas habían empezado a hablar del “cuidado” como la carga de trabajo más importante que realizaban las mujeres. Un libro pionero de Nancy Folbre, Who Pays for the Kids, publicado en 1994, se centraba en el concepto de “reproducción social” analizando los diferentes modelos históricos que se habían adoptado (en Europa noroccidental, Estados Unidos, Latinoamérica y el Caribe). Folbre desarrolló el concepto de cuidados y de economía del cuidado cuando no había alcanzado su uso actual. Como economista, Folbre definió el cuidado como la mayor carga para las mujeres, no para los hombres, tanto desde una perspectiva microeconómica cómo macroeconómica. El trabajo doméstico era el centro de esta carga y mostró su conexión con la enorme transformación que estaba teniendo lugar en el acceso de las mujeres al trabajo mercantil, así como la caída de la fertilidad en muchos países y los cambios en el gasto público. Así, el libro argumentaba que los Países Nórdicos habían desarrollado un modelo más avanzado de cuidados que los EE. UU. o los países del Caribe.
La noción de “economía del cuidado” tuvo una rápida aceptación, no sólo en Estados Unidos, y no sólo entre las mujeres. Conectó con los debates feministas acerca de la desigual carga de trabajo, asociada especialmente a la masiva incorporación femenina, en muchos países, en las décadas de 1990 y posteriores. Debates que se intensificaron con la crisis económica de 2008 y, especialmente, con la pandemia de la COVID en 2020 que incrementó la carga para las mujeres con el confinamiento de niños y adultos. Estas consecuencias fueron evidentes a corto plazo. En mayo de 2020 el secretario general de Naciones Unidas llamó la atención sobre la gravedad de los problemas en cuestión que incluían: 1) en muchos países, la intensificación de la violencia machista contra las mujeres; 2) a nivel mundial, las mujeres realizaban el 75% del trabajo doméstico; 3) muchas mujeres tuvieron que abandonar sus empleos remunerados porque era incompatible con la necesidad de atender a sus hijos confinados en casa y con el trabajo doméstico; 4) muchas mujeres perdieron sus empleos, especialmente las empleadas en la economía informal en países pobres, lo que significó que se quedaron sin ingresos ni ningún tipo de protección; 5) la pérdida de empleos informales significaba que estas mujeres no tuvieran ningún tipo de compensación; 6) a escala mundial, el secretario general mencionó que las mujeres trabajaban, en conjunto, entre 15 y 30 días más que los hombres.[1]
Desde esta fecha, muchos estudios nacionales han corroborado que las mujeres cargaron de forma desproporcionada con el trabajo doméstico no remunerado generado por los cierres empresariales. La evidencia de once países del área Asia- Pacífico indica que el impacto de la pandemia fue mucho más allá de las cuestiones de salud (FE, vol. 29, 2023). Con los niños sin escuela, la intensificación de los cuidados a personas ancianas o enfermas, aumentaron significativamente las necesidades de trabajo de cuidados. Las investigaciones indican que las mujeres cargaron un peso desproporcionado de trabajo y al mismo tiempo, fueron mucho más vulnerables a la pérdida de medios de vida. También, que los problemas de salud mental afectaron más a las mujeres que a los hombres (Seck et al., FE, vol. 27).
Además, la pandemia generó una nueva categoría de trabajos considerados “esenciales” en la primera fase de esta que incluían una elevada proporción de empleos femeninos en servicios de cuidados. Diversos trabajos empíricos destacaron que los empleos en servicios esenciales de cuidados en Estados Unidos —mayoritariamente femeninos— perciben ingresos inferiores al de otros servicios básicos (Folbre, Gautham and Smith, 2021). La preocupación por los ahora considerados “trabajadores esenciales” se extendió rápidamente a otros países durante la pandemia, especialmente porque en muchos casos estaban expuestos, diariamente, a situaciones que afectaban la salud. Estudios similares en Reino Unido y Sudáfrica, Italia, Países Bajos, Turquía, China, Australia, España y Brasil mostraron resultados similares, con algunas diferencias.[2] Además, recordando lo que había manifestado el secretario general de Naciones Unidas, los estudios iniciales sobre violencia de género indicaron que la violencia doméstica había aumentado en frecuencia y gravedad en todos los países. De hecho, se destacó que en algunos países se habían doblado las llamadas telefónicas pidiendo auxilio frente a casos de violencia (Naciones Unidas, 2020).
A pesar de que las mujeres ya eran conscientes de lo que significaba la carga de trabajo doméstico y de cuidados, la pandemia fue un punto de inflexión para ellas y para las sociedades de que era necesario actuar. La crisis de la COVID-19 interpeló en todas partes sobre la necesidad de la protección social. Con el cierre de escuelas, universidades, y guarderías en más de 100 países, que afectaron a más de 800 millones de niños y niñas (Unesco, 2020), ganaron relevancia las políticas de apoyo a las familias (ONU Mujeres, 2020). Lo mismo ocurrió con las políticas de salud y, en general, con todas las políticas de protección social. La crisis se convirtió así en una oportunidad para ampliar las políticas de bienestar social y generó en un aumento masivo de medidas de protección ad hoc en muchos países.
Tal como destacó un extenso artículo del New York Times del 14 de mayo de 2020, “Cómo el cuidado infantil se convirtió en una cuestión económica”, los economistas —y más concretamente los economistas ortodoxos— no habían considerado hasta entonces que el cuidado infantil era una cuestión económica, debido a que las mujeres lo asumían “por amor a ellos y a sus familias”. Pero, cómo argumentaba el NYT, esta visión tradicional/ patriarcal había resultado en una grave situación con la pandemia, porque el cierre de escuelas y centros de atención infantil habían generado tensiones insoportables. Un estudio oficial había estimado que, en Estados Unidos, diez millones de progenitores —especialmente mujeres— habían tenido que dejar su empleo, aumentado los problemas de sus familias, pero también el mercado laboral. Por esta razón la administración Biden decidió financiar servicios de cuidados para la infancia, y también para personas mayores y enfermos. La justificación de estas medidas fue que son esenciales para el funcionamiento de la economía “como lo pueden ser el sistema de transporte y las redes eléctricas”. Es interesante destacar que este artículo del NYT aparecía en la sección de negocios.
Una estrategia europea de cuidados
En los países europeos, y en muchos otros, se produjeron reacciones similares, no sólo como respuestas políticas coyunturales sino también en términos de repensar las políticas de cuidados a largo plazo. En la Unión Europea, la economía del cuidado y la distribución de este constituyó el foco del debate sobre desigualdades de género analizadas en el informe “Considerando toda la igualdad: desigualdades en la economía del cuidado” (septiembre de 2020). De pronto, viejos debates fueron tomados en consideración para elaborar políticas de cuidados que acabaron generando medidas en muchos países. El resultado de todo ello se plasmó en la “Estrategia Europea de Cuidados” publicado por la Comisión Europea en septiembre de 2022.
La estrategia tiene como objetivo “asegurar el acceso, la calidad, la accesibilidad y un coste accesible de los servicios de cuidados con mejores condiciones laborales…y mejorar la situación tanto para “las cuidadoras” como para los receptores de cuidados”. Considera que cuidados asequibles de alta calidad” pueden garantizar servicios universales de cuidados, con independencia de la edad, el género o el estatus social. Este es el caso incluso para “muchas personas que actualmente no los reciben” debido a que: a) casi un tercio de la infancia de menos de tres años y del 90% de los que están entre 3 años y el inicio de la educación obligatoria no tienen acceso a servicios de cuidados y educación temprana, dado que muchas familias no pueden acceder a centros adecuados o son excesivamente costosos; b) un tercio de los hogares con necesidades permanentes de cuidados no acceden a servicios especializados por su elevado coste; c) más de la mitad de la población mayor de 65 años con necesidades prolongadas de cuidados no puede cubrirlas adecuadamente; y d) 38 millones de personas en la Unión Europea necesitará cuidados de larga duración en 2050, un 25,5% más que en 2019. Por tanto, la Estrategia, también incluye las necesidades de cuidado de la población envejecida de la Unión Europea. El gran reto es el ponerla en práctica en todos los países.
El texto explica por qué la Estrategia Europea del Cuidado promoverá la equidad de género dado que las mujeres son las principales proveedoras informales de cuidados en el hogar (el informe estima que había 7,7 millones de mujeres fuera del mercado laboral debido a sus responsabilidades de cuidados en el periodo que se escribió). Las mujeres representan el 90% del empleo de cuidados, a menudo con bajos salarios, trabajo precario y escasas oportunidades de carrera profesional. Por esto se argumenta que “los servicios de cuidados de alta cualidad promovidos por la Estrategia Europea del Cuidado promoverán la participación laboral femenina en el mercado de trabajo y ayudará a abordar las desigualdades de género en ingresos y pensiones, y con ello contribuirá a promover la igualdad de género”. También se espera que la mejora de las condiciones de trabajo en los empleos de cuidados ayudará a erosionar los estereotipos de género al atraer más hombres a estas actividades. La Unión Europea provee de financiación y asistencia técnica para apoyar las inversiones en el sector en cada país.
Otras regiones y países en desarrollo también han realizado esfuerzos en la promoción de una sociedad cuidadora. En noviembre de 2022, la Comisión Económica para Latino América y el Caribe, en coordinación con ONU Mujeres, reunió a representantes gubernamentales, organizaciones intergubernamentales, académicos y sociedad civil —en particular movimientos de mujeres y feministas— para planificar acciones orientadas a las políticas de cuidados. El encuentro tuvo lugar en Buenos Aires con el objetivo de poner la “sociedad del cuidado” en el centro de los acuerdos regionales e impulsarlo en las negociaciones ministeriales. Ministros de Bolivia, Guatemala, Honduras y Paraguay mostraron su interés por unirse a la Alianza. Naturalmente, queda mucho por hacer para llevar este objetivo a la práctica.
También en Asia, los países de la Asean se han unido para elaborar un “marco comprensivo de cuidados” con el objetivo de elaborar una agenda regional para construir un ecosistema resiliente de cuidados en la región Asia-Pacífico. Por el contrario, África es el continente que menos ha avanzado en dar reconocimiento, soporte y respeto a los cuidados, tras el episodio de la COVID. Destaca porque es la región con el “sistema de cuidados más desigual”, donde más del 70% de los cuidados se cubren por trabajo no retribuido, por personas individuales, en el seno de familias o comunidades. Según el Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) la actividad realizada por “mujeres y niñas” es 16 veces superior a la de “hombres y niños” en Egipto, cinco veces más en Senegal y el doble en Sudáfrica, un panorama desolador para las mujeres.
En resumen, se ha recorrido un largo camino desde los debates sobre el trabajo doméstico en la década de 1970. Se ha producido una creciente toma de conciencia del trabajo de las mujeres, en términos de evidencia estadística, de su relevancia y de conciencia feminista. Hemos mejorado nuestro conocimiento que el trabajo de cuidados está en el núcleo de la carga de trabajo femenino y de la desigualdad de género. La estructura de la provisión de cuidados, de la distribución de las responsabilidades de cuidados es, quizás, el factor más importante en la persistencia de esta desigualdad. Las mujeres ya no lo quieren aceptar y ya no se puede justificar. Dado el gran aumento de la participación laboral de las mujeres en todo el mundo, y dada la fuerza del feminismo, las sociedades no pueden seguir considerando que la cuestión de los cuidados depende fundamentalmente de ellas. Es una responsabilidad social de la cual depende la reproducción social. El COVID-19 ha ayudado a las sociedades a reconocer que los cuidados son trabajos que garantizan elementos básicos de nuestra vida común. Estamos en un momento crucial en esta larga lucha para conseguir que una nueva década donde la revolución en la provisión de cuidados esté en el centro, un gran paso en la lucha contra las sociedades patriarcales. Esperemos que la evolución de la política no frene esta tendencia.
Referencias
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—, 1976, El enemigo principal, panfleto.
Beneria, Lourdes, 1981, “Accumulation, Reproduction and Women’s Role in Economic Development: Boserup Revisited,” Signs, Winter (amb Gita Sen).
—, 1981, “Conceptualizing the Labor Force and the Underestimation of Women’s Economic Activities”, The Journal of Development Studies, abril. Versión Española: Papers de Seminari, Centre d’Estudis de Planificació, Barcelona, Spain, 1982.
—, Gunseli Berik y Maria Floro, 2018. Género, desarrollo y globalización, Edicions Bellaterra.
Carrasco, Cristina, 1991. El trabajo doméstico. Un análisis económico, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid.
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— and Marjorie Miles, 2003. Time Use, Work and Overlapping Activities”: Evidence from Australia”, Cambridge Journal of Economics, 27 (6), pp. 881-904.
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Sek, Papa A., Jessamyn O. Encarnacion, Cecilia Tinonin, and Sara Duarte-Valero, Gendered Impacts of COVID-19 in Asia and the Pacific: Early Evidence on Deepening Socioeconomic Inequalities in Paid and Unpaid Work, Feminist Economics, vol. 27, January-April 2021, pp. 117-132.
Waring, Marylin, 1988, If Women Counted: A New Feminist Economics, San Francisco, Harper & Row.
Notas
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