Señores políticos:
impedir una guerra
sale más barato
que pagarla.
I
En junio de 2023, mi amigo Emilio Santiago Muíño (ocasionalmente abreviaremos ESM) publica Contra el mito del colapso ecológico.[1] Lo peor de este libro es su título —y la dirección en que orienta (desorienta) el mismo.
El título es mentiroso: si hay algo real, a estas alturas del Siglo de la Gran Prueba, es el colapso ecológico,[2] es decir, el radical empobrecimiento de la biosfera que ya estamos causando las sociedades industriales (extinción de especies, devastación de ecosistemas, caída en picado de las poblaciones de muchos seres vivos: que se lo pregunten a los y las expertas del IPBES).[3]
En una sociedad donde ni siquiera las capas cultas no negacionistas (muy minoritarias) perciben ni la magnitud ni los plazos reales de la crisis ecosocial (y esa ceguera es algo con me encuentro constantemente: también entre profesoras universitarias de izquierdas, también entre periodistas y comunicadores serios…), enunciar (gritar más bien: ¡es el título del libro!) que el colapso ecológico es un mito me parece contraproducente e irresponsable.
Se podría decir también así: parece un título ideado para que compre el libro un votante de Vox en la tienda del aeropuerto. Quizá autor y editor podrían argüir que se trata de una estupenda táctica de infiltración tras las líneas enemigas, pero cabe dudar de que eso vaya a salir bien…
El libro no es simplista (Emilio es un investigador solvente), pero la comunicación política en torno al libro sí que lo va a ser (de forma inevitable en estos tiempos nuestros de “redes sociales” y lectura sólo de los titulares de los textos). Y asombra que alguien como ESM, quien precisamente insiste tanto en los aspectos de comunicación política “realista” y astuta en la ciudad enemiga del neoliberalismo, no haya considerado esto como un problema grave.
La gente está tan ansiosa de comprar lenitivos para el alma, aun a precio de serio autoengaño, que sin duda el libro de Emilio será un éxito. Uno más en la larguísima lista de los que, desde hace medio siglo, denuncian el pesimismo ecologista. “Dame una palmadita en la espalda y dime que todo saldrá bien”… De hecho, y de manera harto significativa, eso es exactamente lo que responde a Emilio la primera persona que reacciona al anuncio de su libro en un hilo de Twitter, unos días antes de que se ponga en venta: “Me alegra saber que todo va bien entonces. Leí atentamente el libro de Greta Thunberg y un centenar de expert@s y la verdad es que me dejó muy intranquilo…”.[4] Nada, hombre: vuelve tranquilo a la narcosis precedente, que todo va bien, que nos esperan amaneceres radiantes, que sin duda lo mejor está por llegar.
II
Probablemente Emilio no quería escribir “colapso ecológico” sino “colapso ecosocial” o “colapso social”, pero se le fue la mano.[5] Mas todo se aclara un poco cuando en el capítulo segundo redefine, de forma totalmente idiosincrásica, el colapso como Estado fallido. Mientras aguante el Estado, ¡prohibido hablar de colapso![6]
En realidad, la posición de anti-“colapsistas” y grin-niudílers como ESM, César Rendueles o Xan López se basa en lo siguiente: si olvido al menos durante un rato (si pongo entre paréntesis) el ecocidio, si no cedo a ninguna tentación de moderar mi antropocentrismo fuerte, y si me olvido de los efectos del neocolonialismo sobre los pueblos y países del Sur global,[7] entonces tendré un espacio para el “crecimiento verde” que puedo tratar de declinar políticamente como un Green New Deal.
Escribir que el colapso ecológico es un mito se acerca al negacionismo puro y duro. Y redefinir “colapso ecosocial” como “Estado fallido” es un juego de manos que sólo tiene sentido amparándose en los privilegios de la dominación neocolonial. Este libro de Emilio está escrito con buenas intenciones, pero me temo que va a tener malos efectos.[8]
III
Se supone que estamos debatiendo sobre la posibilidad de colapsos ecosociales, pero en realidad no es así. Esto del “colapsismo” es sobre todo un debate sobre el pesimismo ecológico, juzgado indeseable para ganar elecciones (no sin razón) por parte de los anti-“colapsistas”.
Al traducir, a veces tomamos opciones lingüísticas que tienen consecuencias morales. Vertiendo un artículo de Richard Seymour, la redacción (anti-“colapsista”) de la revista Corriente Cálida elige traducir doomerism por “colapsismo”.[9] Es una versión incorrecta, pues el término inglés significa “talante apocalíptico” o “ecopesimismo”: rueda desde hace muchos años y no tiene relación con el debate hispano (de 2022-2023) sobre “colapsismo”. Pero esa opción lingüística fraudulenta lleva agua al molino de quienes quieren desacreditar a esa parte del movimiento ecologista a quienes ellos juzgan demasiado pesimista.
Bienvenido sea todo el análisis y toda la reflexión que nos ayude a no exagerar (un principio moral y epistémico a la vez). Pero el discurso que se desvía a la negación de la realidad, eso no. Explicaba el filósofo brasileño Rodrigo Nunes que hoy “existe una necesidad inconsciente ampliamente compartida de negar lo que tenemos delante, porque es demasiado duro aguantarlo: la perspectiva de extinción de la vida en la Tierra, el hecho de que hace una década el neoliberalismo ya no funciona ni en sus propios términos pero nada ha tomado su lugar, nuestra incapacidad colectiva de forzar a nuestras instituciones políticas para que se hagan cargo de estas cuestiones. Es lo que Freud llamó Verleugnung, la denegación”.[10] (Sólo hay que matizar aquí, por mor de la exactitud —no exagerar—, que lo que está en juego no es la extinción de la vida en la Tierra —la vida seguirá adelante, con nosotros o sin nosotros—, sino que el tercer planeta del sistema solar siga siendo habitable para seres como nosotros.)
Si tengo un talante pesimista u optimista, ése es de entrada mi problema (anímico). Como intelectual (si queremos seguir empleando esa categoría que más de uno juzgará obsoleta) lo que se me pide es que trate de analizar los fenómenos ecosociales de la manera más objetiva posible (sin exagerar) y ahí, sí, tratando de anular (o al menos de compensar) los sesgos a que el optimismo o el pesimismo puedan dar lugar. Y una vez realizado ese análisis, ya veremos si tenemos razones para exaltarnos o para deprimirnos.
IV
A lo largo de todo 2022 se desplegó un considerable ataque anti-“colapsista” por parte de compañeros como Emilio,[11] que ahora culmina en esta obra. Quizá tenga más que ver con la necesidad de fe (en buenos futuros) que con análisis de la realidad. Sea como fuere, aclaro que para mí estarían colapsando sociedades industriales que se adentran en una senda de ecocidio más genocidio, materializados en la eliminación de buena parte de la población humana mundial (aunque en esas sociedades continuase a lo largo de nuestro Siglo de la Gran Prueba cierto nivel de acumulación de capital y cierto grado de dominio de la situación por parte de Estados autoritarios y militarizados).
V
Colapso es “un concepto confuso, […] una construcción categorial indefinida” (p. 43). ESM primero muestra cómo Ugo Bardi (“colapsista” pero a la vez anti-“colapsista”) usa, en efecto, el concepto de manera laxa (p. 44). Pero lo que sigue a continuación es sorprendente: Emilio cita la muy precisa definición de Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes en términos de pérdida de complejidad social[12] y luego frunce el ceño: “En esta definición ya hay una toma de posición muy relevante”. Claro, porque son ellos quienes están ofreciendo su definición: tienen derecho a tomar posición. ESM nos pregunta: “¿Por qué hablar de colapso y no de crisis, cambio de régimen o invasión? ¿Por qué no utilizar términos como decadencia, estancamiento o mutación?” (p. 45). Pues porque están definiendo ellos mismos sus términos y no tú, diablos…
En más de un momento a lo largo del libro el lector se pregunta: pero ¿qué autor o autora de los heterodefinidos como “colapsistas” en nuestro país encaja en el tipo ideal de colapsista que traza Emilio? Por ejemplo, se supone que el “colapsismo” es reduccionista y determinista, y que avanza con demasiada alegría desde la termodinámica a los desenlaces sociales.
La cuestión esencial que quiero plantear es la siguiente: la crisis ecológica puede ser la consecuencia de seguir manteniendo un sistema expansivo y depredador como el capitalismo. Todos los ecosocialistas compartimos esta interpretación y luchamos por ella. Pero esta interpretación no está inscrita en la termodinámica. La termodinámica también permite entender que la crisis ecológica es consecuencia de que nuestros reparos éticos igualitaristas, nuestro buenismo naif, nos impide apostar en serio por exterminar o al menos someter aún más a una parte de la humanidad sobrante. (Contra el mito del colapso ecológico, p. 120).
Sin duda. Pero ¿es que Luis González Reyes, Carlos Taibo, Manuel Casal Lodeiro, Juan Bordera, Carlos de Castro, Adrián Almazán, Asier Arias o Antonio Turiel han sugerido nunca otra cosa?
VI
El “colapsismo”, según ESM, podría entenderse como un “abuso del concepto de sistema” (p. 103). Sin duda que el holismo presenta problemas, tanto epistémicos como normativos (me he ocupado un poquito de estos últimos en Simbioética, argumentando que la ética no puede perder de vista el sufrimiento individual, incluso si en el plano ontológico consideramos el holismo pertinente).[13] Pero si nuestras sociedades fallan epistémica y políticamente no es por exceso de holismo, sino todo lo contrario: pecan de exacerbado individualismo anómico, barbarie del especialismo, incapacidad de reorganizar los fragmentos de un cuerpo del conocimiento estallado en pedazos. Por eso, poner el acento en ocasionales abusos holísticos, denunciar “la trampa del holismo y el abuso del concepto de sistema” como hace ESM (p. 99 y ss.), a mi entender yerra el tiro. Bienvenidas las críticas a los momentos precisos en que el holismo lleve “a un abuso del concepto de sistema, que se traduce en un desprecio a los hechos concretos y una propensión a la exageración tremendista” (p. 103): pero lo que en general observamos va por otro lado. Lo que más se echa en falta, en la inmensa mayoría de la ciencia social existente, es un enfoque sistémico y multidimensional; y lo que prevalece son reduccionismos de toda clase.
Pondré un ejemplo. ESM evoca un momento de debate en la primavera de 2022 (pp. 108-109 de Contra el mito del colapso ecológico), que enfrentó a Juan Bordera y Antonio Turiel con Héctor Tejero, Xan López y él mismo, sobre hidrógeno verde y colonialismo energético. Sin duda se puede discutir que la idea de convertirnos en una colonia energética de Alemania sea la que mejor describe relaciones internas en la UE, y sobre los efectos políticamente contraproducentes de la misma. Pero centrándonos en eso, estamos ignorando lo más importante: la intensa promoción del hidrógeno que está teniendo lugar (y que desde el Green New Deal se ve con bastante entusiasmo) puede desembocar en un agravamiento del calentamiento global antes que contribuir a mitigarlo.
En efecto: el hidrógeno verde se obtiene por electrólisis del agua con electricidad procedente de fuentes renovables. Se presenta como una verdadera solución energética, una pieza clave para las transiciones que descarbonizarían las economías industriales. Se está generando, en este tercer decenio del tercer milenio y en nuestro país, algo que tiene el aspecto de una burbuja especulativa en torno al hidrógeno (con inversiones considerables en parte financiadas por los fondos post-COVID de la Unión Europea). Y sin embargo, en cuanto uno examina el aspecto material de esos proyectos y echa cuentas,[14] se ve que hay mucho de ilusión en ellos. El vector (que no fuente de energía) hidrógeno podría desempeñar un papel modesto pero importante en una sociedad industrial decrecentista que hiciese las paces por el planeta, pero no satisfará las expectativas que ponen en él quienes sueñan con proseguir la huida hacia delante de una sociedad industrial expansiva.[15] Y lo más importante de todo: el intento por “escalar” y descentralizar el uso del hidrógeno puede tener efectos muy destructivos sobre la biosfera a escala planetaria.
Pues sucede que el hidrógeno (que es el elemento más abundante del universo y también el átomo más pequeño de toda la tabla periódica, que forma la molécula más ligera: H2) tiende a escaparse de cualquier recinto, y dada su ligereza sube con rapidez hacia las capas más altas de la atmósfera. Y lo que la investigación en curso muestra es que, mientras que el uso de hidrógeno como tal puede no producir emisiones,[16] las fugas del sistema de distribución de hidrógeno pueden ser doce veces más destructivas para el medio ambiente que las de dióxido de carbono.[17]
Y sucede que no es realista suponer que una “economía del hidrógeno” plenamente desarrollada lograría los altísimos estándares de seguridad necesarios para evitar las fugas del ligerísimo gas a la atmósfera. En este caso como en otros, el intento por proseguir la huida hacia delante del capitalismo industrial nos interna en una senda de crecientes riesgos existenciales. No nos basta comprender cómo funcionan nuestros vínculos sociales intramuros; necesitamos entender también qué sucede con el metabolismo social y la ecología extramuros.
Todo esto nos hace pensar en la cuestión de la escala. Pues un poco de hidrógeno verde, concentrado en unos pocos lugares, nos permitiría reconfigurar algunos procesos industriales donde hoy los combustibles fósiles resultan imprescindibles, como la petroquímica o el acero. Y posibilitaría seguir adelante con pequeñas producciones para lo suficiente, para lo verdaderamente necesario… pero de ninguna manera ese mundo de gigantismo y crecimiento al que nos han malacostumbrado los combustibles fósiles.
VII
¿Qué muestra este importante ejemplo? Estamos hablando de peligros existenciales que sólo se muestran a una mirada sistémica (que ha de abarcar desde la química atmosférica de las reacciones de diversos gases hasta la escala con que el capitalismo “verde” pretende desplegar ciertas tecnologías). ESM denuncia que “el colapsismo es el producto de un telescopio que sólo ve las corrientes de fondo del mar de la historia” (p. 95) y que adolece de cierta hipermetropía, pero cabe señalar que los habituales enfoques parcelarios del conocimiento, tanto en ciencias sociales como naturales, padecen un defecto contrario que en una situación de crisis como la actual puede resultar letal: formas de miopía que nos impiden la visión de conjunto que necesitamos. En el asunto del hidrógeno verde, estamos mirando el dedo que señala la Luna, pero la propia Luna se nos escapa.
Lo que tiende a condenar a nuestras sociedades es la ausencia de perspectiva sistémica y no el abuso de la misma. Quizá eso se echa de ver, sobre todo, en la ubicua visión de túnel de carbono con que se abordan las transiciones energéticas.[18] Aquí se puede atender a la atinada observación de Jaime Nieto y Óscar Carpintero, reclamando un enfoque sistémico y multidimensional:
Como resultado de la persistente tendencia al aumento del metabolismo económico, no es de extrañar que el déficit ecológico de la economía mundial —la diferencia entre su huella ecológica y su biocapacidad— no haya dejado de crecer en las últimas décadas. En otras palabras, la economía mundial ha sobrepasado su propia capacidad regenerativa y, cada día, esta brecha no hace sino aumentar. Este “sobrepasamiento” (overshoot) puede plasmarse también en la superación de diversos límites planetarios. Hace más de una década, Rockstrom et al. (2009) propusieron un marco general para cuantificar este sobrepasamiento a través de nueve ámbitos diferentes: cambio climático, acidificación de los océanos, reducción del ozono estratosférico, interferencia con los ciclos globales del fósforo y el nitrógeno, pérdida de biodiversidad, uso de agua dulce, cambios en los usos del suelo, emisión de aerosoles y contaminación química. En la actualidad, sabemos que la mayoría de los límites planetarios han sido ya sobrepasados o, de no interrumpirse la tendencia actual, estamos en camino de ello. Es importante notar que, en este marco, el cambio climático es uno más entre un conjunto de límites planetarios. Esto no implica, en ningún caso, una minusvaloración o relativización del cambio climático como el mayor reto al que la humanidad se enfrenta en el presente siglo. Sin embargo, lo que sí pone de relieve es que, en la transición hacia una economía descarbonizada, los atajos no sirven. Como sugieren Siebert y Rees (2021): “El cambio climático antropogénico es tan solo un síntoma del sobrepasamiento y no puede ser tratado aisladamente de la enfermedad general”. De no adoptarse un enfoque sistémico y multidimensional, la lucha contra el cambio climático chocara irremediablemente con otros límites que, con demasiada frecuencia, son pasados por alto.[19]
Para orientarnos necesitamos primero mapas de escala pequeña (que representan grandes extensiones de terreno). ¿No estamos hablando de crisis en el Sistema Tierra durante el Antropoceno/Capitaloceno? Nos hacen falta primero mapas a escala continental, o de la Tierra entera: mapamundis para “volver a ser terrestres” (Bruno Latour).[20] Tras los mapas de escala 1:500.000 nos fijaremos en los detalles, y usaremos las escalas 1:5.000 o 1:500 que requieren las fintas de la política intramuros dentro de la ciudad neoliberal. Pero si partimos de la microsociología o la micropolítica para tratar de lograr orientación, acabaremos gravemente extraviados. “Los seres humanos no hemos evolucionado para ser pensadores de amplia escala. Pero en términos de sustentabilidad, eso es precisamente lo que se necesita ahora…”.[21]
Creo que este libro de ESM se orienta mal.
VIII
Las páginas en que ESM desgrana su convicción de que “podemos ganar” a mí me resultan de un optimismo exagerado, casi maníaco: pero seguro que habrá gente que las considerará tonificantes. Optimismo a ultranza es la consigna que encarna en estas páginas. Pero el riesgo de despegarse demasiado de la realidad se hace patente cuando vemos, a lo largo de todo el texto, cómo se mantiene la ficción de que + 1,5 ºC (de incremento de temperatura promedio en la Tierra, con respecto a las temperaturas preindustriales) es una meta todavía a nuestro alcance.
Se supone que vamos ganando pero no nos damos cuenta (p. 196 y ss. de Contra el mito del colapso ecológico). ¡Ojalá! Emilio sostiene que “el ecologismo ha logrado en los últimos cinco años un salto cualitativo esencial que no había logrado en los últimos cincuenta” (p. 210): será, también, que damos saltos cualitativos sin que nos demos cuenta. A mí esta clase de optimismo me chirría especialmente cuando se aplica al pasado: Emilio también sostiene que el ecologismo de los años 1970 “no fracasó en su tarea histórica” (p. 187), pues los problemas “que alimentaron su rebeldía primigenia, que eran fundamentalmente los problemas de toxicidad de la sociedad industrial, fueron parcialmente resueltos” (p. 188). Tan parcialmente que interpretar eso como una victoria redunda en craso autoengaño.
Consideremos un momento la cuestión. La alerta de Rachel Carson en 1962 (Silent Spring, más Our Synthetic Environment que publica ese mismo año Murray Bookchin) evidencia las señales del envenenamiento con agrotóxicos que está perpetrando en EE. UU. la agricultura industrial que viene despegando desde el decenio de 1920. En la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, el DDT se convierte en el emblema de esa clase de contaminación química. Y en los años setenta se logra, en efecto, la prohibición del DDT y algunas otras sustancias en los países del centro del sistema. Pero si vemos el asunto con algo de perspectiva histórica, la pauta que aparece es similar a la respuesta que se había dado a las emisiones (ricas en azufre y nitrógeno) generadoras de lluvia ácida: diluyamos la contaminación en el medio ambiente. De entrada, chimeneas mucho más altas para que los vientos dispersen las emisiones sulfúricas en un área mayor; luego, traslademos parte de esa industria pesada lejos de las ciudades y de los países centrales, y en tercer lugar invirtamos (cuando la legislación obliga a ello) en dispositivos anticontaminación. En el caso del DDT y otros biocidas organoclorados: 1) cuando se restringe o prohíbe su uso en los países centrales del sistema, la producción continúa y se exporta hacia las periferias; 2) los agrotóxicos se sustituyen por otros (p. ej., insecticidas organoclorados por organofosforados) que con el tiempo evidencian nuevas contaminaciones y daños para toda clase de seres vivos; 3) la presión constante del oligopolio químico que fabrica esas sustancias conduce a un uso cada vez más extenso. A la postre, la que sería la respuesta ecológica (una conversión de la agricultura industrial hacia la agroecología) avanza con paso de tortuga, y sesenta años después de La primavera silenciosa de Carson nos encontramos con un medio ambiente toxificado de forma intensa, donde insectos y pájaros están sufriendo una impresionante mortandad en sus poblaciones. ¿Hemos ganado los ecologistas, pero no nos dimos cuenta?
Lo que Emilio nos propone en el capítulo 7 (“Los ecologistas podemos ganar”) es sobre todo arenga. Arenga de alta calidad literaria (¡ESM es un gran escritor!); pero no debería hacerse pasar la arenga por destilado de ciencia social.
¿Deberíamos halagar a “nuestro pueblo”? No, más bien sentir miedo y vergüenza de lo que somos, de aquello en que nos hemos convertido.[22]
IX
La crítica que me parece más atendible, entre todas las que plantea Emilio en su obra, es la que se refiere al potencial de las renovables como un debate abierto (p. 72 y ss.). Hay, en efecto, una viva controversia sobre la energía neta que los combustibles fósiles y las renovables de alta tecnología (sobre todo eólica y solar fotovoltaica) han aportado y pueden aportar a las sociedades industriales[23]. El debate sobre TRE (Tasa de Retorno Energético) y EROI (Energy Return On Investment) de las diferentes clases de energía es altamente técnico, pese a lo cual no deberíamos asumir sin más que “estamos obligados a manejarnos con estos datos políticamente tan importantes como con cajas negras” (p. 76 de Contra el mito del colapso ecológico). Como el propio ESM señala con acierto, la verdad científica no es asunto de consenso de la mayoría: “La verdad no es democrática” (aunque “el modo en que se aceptan los paradigmas científicos se parece muchísimo a una democracia plebiscitaria”, p. 87).
Precisamente porque la verdad no es asunto de consenso democrático, un enfoque de “caja negra” no sirve a la hora de fundamentar políticas responsables. Asumir “caja negra” y dedicarse luego a cuantificar papers al peso, en el seno de una cultura cuya tecnolatría (Adrián Almazán nos diría: sesgo tecnolófilo)[24] resulta innegable, no puede conducirnos a una comprensión racional de las perspectivas de las sociedades industriales. Cierto que los no especialistas no podemos entender los detalles de toda esa investigación por nuestra cuenta, pero sí que deberíamos pedir a los especialistas la clase de deliberación divulgadora que nos permita entender de dónde vienen las discrepancias, para a la postre poder tomar decisiones políticas democráticas.[25]
X
“Sois unos cenizos catastrofistas que nos angustiáis, y unos moralistas culpabilizadores que nos creáis mala conciencia”. Éstas son respuestas típicas que ha recibido el movimiento ecologista desde sus orígenes… ¿No podríamos transmitir los duros mensajes ecologistas de otra forma?
Resulta ingenuo creer que los problemas políticos de fondo que plantea la crisis ecosocial van a resolverse con cambios comunicativos (lo que no significa que no debamos aprovechar las buenas técnicas de comunicación… pero ése es otro asunto). Podemos decir “cambios en la dieta” en vez de “dejar de comer carne y pescado, esencialmente”, pero ¿alguien puede pensar que eso disolverá las férreas resistencias asociadas al apetito por la proteína animal? Es cierto que “reducir el consumo de carne abre la puerta a un universo distinto de alimentos, sabores y gastronomía de la que disfrutar”,[26] pero también cierra la puerta a otros universos.
Por otra parte, los ejemplos que aduce Cristina Monge (reducir el consumo de carne o “dejar el coche en casa para evitar atascos en los desplazamientos cotidianos”) sugieren cambios de pequeño calado sin auténtico cuestionamiento del modelo: en realidad no se trataría de dejar a veces el coche en casa sino de no tener coche (no basar nuestros sistemas de movilidad en el automóvil privado, ni aunque fuese eléctrico). O pensemos por ejemplo en la aviación. Cuando básicamente tendríamos que dejar de volar, el sistema nos ofrece “filosofía para volar sin culpa”.[27] La filosofía convocada es la de Michael Marder, quien afirma tajante: “La renuncia, el ascetismo y el sentimiento de culpa no son opciones viables”.[28] Ahora bien, me temo que el elemento de ascetismo ecologista no podemos sortearlo, si de verdad estamos hablando de transiciones hacia sociedades sustentables (y no de insuficientes medidas cosméticas).[29] Suelo enunciarlo así: autolimitación para dejar existir al otro (humano y no humano). Plantear todo en términos de disfrute, eliminando cuanto sea “renuncia y sacrificio” (como hace Monge en el artículo antes citado), no nos lleva lejos.
Hay que tener un poco de cuidado con esta clase de mensajes: “Explico que es posible mantener el nivel de vida consumiendo la décima parte de energía y materias. En realidad yo hago un discurso bastante optimista: podemos reducir mucho el consumo de energía y materiales y a pesar de eso vivir igual que vivimos ahora o mejor. Cambiar el estilo de vida, sin duda, lo que nos permitiría estar igual, o incluso mejor…”.[30] No, mantener el nivel de vida (en términos cuantitativos) no: sí buscar la calidad de vida (cualitativa). “Estar igual o incluso mejor” sería posible desde un conjunto de valores (p. ej. lentitud frente a velocidad) que son casi antagónicos con los que hoy prevalecen. Ésa es la (enorme) dificultad política del asunto, que no se soluciona cambiando de palabras, o con mejores técnicas comunicativas.
XI
En la mayoría de los casos, las soluciones win-win presuponen un capitalismo expansivo en un mundo sin límites: es decir, presuponen un mundo irreal. En las duras realidades a las que hacemos frente, se trataría —nada menos— de cambiar radicalmente los modos de producción y consumo: salir a toda velocidad del capitalismo y de los “modos de vida imperiales” (Alberto Acosta y Ulrich Brand). No se puede, a la vez, conservar el pastel y comérselo —nos dice la lengua inglesa. ¿Argucias comunicativas para contrarrestar dinámicas sistémicas? No, eso no va a funcionar.
XII
Emilio acusa al “colapsismo” de “confusión ideológica cuyos efectos involuntarios, en este momento crítico, rozan la negligencia política” (p. 33). Y es que “los riesgos de la deriva colapsista no terminan de calibrarse sin entender la contribución que sus imaginarios pueden hacer a la autocastración del ecologismo transformador en los paraísos artificiales de la micropolítica” (p. 145). Bueno, qué a gusto se queda uno después de haber escrito una frase sonora, rotunda y retumbante como ésa…
Casi nada se atrevería uno a vaticinar de aquí a treinta, cincuenta años. Pero una predicción a medio siglo vista sí que me atrevo a hacer: se organizará un tribunal internacional, análogo al de Núremberg tras la Segunda Guerra Mundial, para juzgar el comportamiento criminal de los dirigentes empresariales y políticos entre 1980 y 2030 aproximadamente. Cuando aún era posible evitar los escenarios peores del “mucho más infierno en construcción”, que diríamos con Silvio Rodríguez.
Concluyo como suelo hacerlo tras cada episodio de este largo debate con Emilio, desplegado a través de los años últimos: ojalá su optimismo se encuentre más cerca de la realidad de lo que a mí me parece. Ojalá sea yo quien se equivoque al ver venir futuros sombríos.
[Fuente: VientoSur]
Notas
2023
Señores políticos:
impedir una guerra
sale más barato
que pagarla.