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Albert Recio Andreu

Vivienda, modelo productivo y empleo

Cuaderno pandémico: 21

1. Un problema recurrente

El acceso a la vivienda ha vuelto a ser, si es que alguna vez dejó de serlo, una cuestión política prioritaria. La vivienda era un problema en los años cincuenta, cuando en ciudades como Barcelona se detenía y expulsaba de la ciudad a inmigrantes procedentes del resto de España que no podían acreditar un empleo y un lugar de residencia. Cuando las grandes ciudades se llenaron de asentamientos de chabolas. La vivienda fue el gran problema para toda la gente joven en la década de los sesenta. La contrapartida a la compra de vivienda fueron las largas jornadas laborales, las horas extra y el pluriempleo que caracterizaron la vida laboral en el tardofranquismo y la transición. La emancipación de los jóvenes siempre fue una quimera. Irse de casa siempre ha supuesto compartir una vivienda, a menos que se tuvieran padres ricos que cubrieran parte del gasto. La crisis de principios de la década de los ochenta supuso un parón inmobiliario y, cuando la actividad se reanimó hacia 1985, se experimentó una primera burbuja finalizada con la corta, pero aguda, crisis de 1992-94. Después vino el período del «boom» inmobiliario, cuando en España se construían más viviendas que en Francia, Reino Unido y Alemania juntas. Pero también en este período la vivienda fue un problema crucial, que afectó especialmente a jóvenes y los nuevos inmigrantes. Y florecieron movimientos sociales como «V de Vivienda». Después vino la crisis, los desahucios masivos, el desplome del sector inmobiliario. Y con la recuperación, una nueva burbuja de precios que de nuevo sitúan la vivienda como uno de los problemas esenciales de la sociedad española.

La vivienda siempre ha sido un problema para las clases subalternas. Lo único que ha ido cambiando han sido las manifestaciones de este problema. En el tardofranquismo tomó la forma del barraquismo, del realquiler, de las viviendas de mala calidad y de la urbanización deficiente —en algunos momentos de habló del «barraquismo vertical»—, y de largas jornadas laborales para acceder a la propiedad. En la crisis anterior, cuando el modelo de vivienda en propiedad era totalmente hegemónico, la crisis adoptó la forma de los desahucios que justificaron el nacimiento de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (la PAH). Ahora se vive, básicamente, como una cuestión de alquileres insoportables. En buena medida porque el cambio en el mercado financiero y el poso generado por las oleadas de desahucios de la crisis anterior han provocado que un porcentaje creciente de población no pueda considerar la compra como una alternativa posible. Aunque persisten los desahucios, sobre todo de gente que no puede pagar el alquiler, y han reaparecido viejas experiencias como el chabolismo, la vivienda compartida y la ocupación de viviendas vacías.

Nunca ha existido una verdadera política pública orientada a garantizar el acceso universal a la vivienda. Y la especulación urbana, el negocio inmobiliario, han estado siempre en el centro del modelo productivo y han constituido una fuente de renta esencial para las élites locales. Una realidad que en muchos casos explica, también, la persistente proliferación de la corrupción y el abuso social.

2. La crisis actual de la vivienda

El discurso dominante es que el problema de la vivienda es debido a un déficit de oferta. Es decir, que hay que construir más viviendas para cubrir las necesidades de la población. Y para conseguir este objetivo, lo que hay que hacer es cebar los ingresos de los promotores con todo tipo de incentivos: puesta a disposición de suelo barato, desgravaciones fiscales, subvenciones a los compradores o inquilinos, crédito barato, etc. O sea, todo lo que ya ha funcionado en períodos anteriores y que se ha mostrado tan inútil para alcanzar el objetivo de garantizar el acceso a una vivienda decente a una parte de la población como apto para el enriquecimiento de los sectores sociales que controlan el proceso inmobiliario: propietarios de suelo, promotores, constructores, financieros, propietarios de vivienda.

Hay razones para pensar que en determinadas circunstancias es necesario ampliar la oferta de vivienda. El crecimiento demográfico es el factor principal. Y este suele estar relacionado con procesos migratorios que a su vez guardan una estrecha relación con las dinámicas del mercado laboral. Hay otra situación que puede explicar una demanda creciente de vivienda: el aumento de metros cuadrados por individuo. Una misma población necesitará más o menos espacio residencial en función de su estructura familiar y su modelo de vida. Las familias intergeneracionales de mi juventud vivían bastante apiñadas. Las parejas adultas sin hijos tienen mucho más espacio a su disposición. El modelo de vivienda unifamiliar del extrarradio urbano, incomparablemente más. Y el sueño de mucha gente joven de una vivienda individual, también. Es imposible que ninguna política pueda garantizar una expansión sostenida de los metros cuadrados per cápita. Por ello, definir una política de vivienda exige también un debate social sobre el modelo de vivienda aceptable para una política social seria. Sin embargo, las razones de la crisis actual se encuentran sobre todo en otras partes.

La forma en que se saldó la crisis financiera está, en parte, en el origen de los problemas actuales. El rescate a los bancos vino acompañado de una verdadera dejación pública en materia de vivienda. A los bancos no sólo se les financió generosamente y por muchas vías: financiación directa, compra de activos sobrevalorados por parte de la Sareb, etc. sino que además se les permitió desahuciar brutalmente a miles de personas sin exigírseles siquiera una gestión inmobiliaria solvente. Para los bancos se trató, sobre todo, de quedarse con activos inmobiliarios para «limpiar» sus balances contables. Una operación meramente formal. Ni se preocuparon de buscar inquilinos, ni han asumido su cuota de gastos en las comunidades en las que tienen propiedades. Han generado un vacío que explica las ocupaciones de gente necesitada en aquellos barrios donde la crisis fue más aguda —y que han dado vida a pequeñas mafias que «intermedian» en este peculiar «mercado»—. Además, las nuevas normas bancarias diseñadas para impedir otra crisis bancaria han dificultado el acceso al crédito a un sector más amplio de la población. Desahuciados y personas sin acceso al crédito no han tenido otra alternativa que dirigirse al mercado de alquiler.

La otra parte de la historia tiene que ver con la propia transformación de la oferta de vivienda, que ha utilizado las posibilidades y vacíos legales para reorientar una parte de la oferta de vivienda residencial en una variante del modelo hotelero: vivienda turística y vivienda de uso temporal. O sea, una reducción de la oferta de vivienda y un desplazamiento de parte del parque residencial, especialmente en los centros urbanos, hacia un «mercado» diferente. (Algo parecido a lo que ha ocurrido en otros campos, como el «desvío» de medicamentos para diabéticos para uso de los tratamientos de adelgazamiento). Algunas de estas dinámicas fueron propiciadas por las políticas que aprobó el PP para tratar de realimentar la especulación inmobiliaria, como es el caso evidente de la posibilidad de conseguir permisos de residencia para inversores en vivienda, o la creación de las socimis con un régimen fiscal impresentable —unas medidas que no han sido revocadas por el Gobierno actual—. Pero en otros casos simplemente han prosperado porque los modelos de calificación urbanística y las normas sobre vivienda no protegen adecuadamente este derecho básico. En muchos casos, esta conversión atroz de viviendas en pisos turísticos ha contado con la tolerancia de muchas autoridades locales deseosas de promocionar el turismo a toda costa. Y cuando se ha tratado de ponerles freno, como en el caso de Barcelona, ha habido que enfrentarse a una feroz resistencia por parte de los sectores implicados y de buena parte de los grupos políticos que les representan. Como diría Yayo Herrero, se ha generado una escasez en beneficio de unos determinados intereses y en detrimento de la gente humilde —aunque la rapiña de los grupos inmobiliarios afecta en determinadas zonas, también, a sectores de asalariados medios—.

La nueva ley de vivienda introduce una serie de instrumentos que posibilitan presionar sobre los alquileres desaforados. Pero, al dejar fuera de regulación los pisos turísticos y los alquileres de temporada, deja un vacío por donde se pueden seguir colando las prácticas más depredadoras. Los grandes grupos inmobiliarios cuentan con una miríada de asesores legales que les ayudan a buscar todos los atajos legales que les permiten incumplir la ley. Y —como me contó un técnico municipal ducho en el tema— los jueces siempre dan más importancia a los derechos de la propiedad que a los del común.

Es cierto que la regulación de alquileres y de las viviendas turísticas y de temporada no resuelve el problema de la vivienda. Pero es una parte de la solución. Otra es sin duda la creación de un verdadero parque público de nueva o vieja construcción. Una política que sólo han practicado algunos Ayuntamientos y que —como ha mostrado la experiencia de Barcelona— requiere tiempo y recursos para alcanzar efectos palpables. Hay otras muchas cuestiones a tocar, como saben los buenos expertos en vivienda, pero la base de la que partir, políticamente, es que la vivienda es un bien esencial para todo el mundo.

3. Vivienda y especialización productiva

No se puede entender el problema de la vivienda sin ponerlo, además, en relación con la peculiar evolución de la economía española. En primer lugar, el peso desmesurado del turismo en el conjunto y en determinadas zonas. El turismo, cuando es masivo, requiere mucho espacio de alojamiento. No sólo para los turistas, también para las personas empleadas en su sector. Muchas de ellas personal de temporada y con necesidades de alojamiento parecidas a las de la clientela. La presión poblacional que se produce en determinadas zonas se traduce de forma creciente en un problema para la población local y para los trabajadores migrantes del sector, como recientemente han puesto de manifiesto reportajes que dan cuenta de que una parte creciente del personal en Mallorca o la Vall d’Aran tiene que residir en autocaravanas. Nomadland ya no es exclusivamente un fenómeno estadounidense. De la misma manera que se han ilustrado las dificultades que padecen determinados profesionales (maestros o personal sanitario) en zonas como Eivissa, porque nadie les alquila vivienda por el año completo. El turismo crea una presión temporal sobre la vivienda de difícil solución.

A este impacto general se suma, en algunas zonas como Barcelona, una segunda presión derivada de las peculiaridades del modelo productivo high tech. Me refiero no sólo a la actividad de las empresas «tecnológicas» de las comunicaciones y la informática. Se trata también de los centros de investigación, o de diseño, de las universidades y de un sistema sanitario orientado a atraer pacientes adinerados. Todos ellos atraen gente con recursos, gran parte de ella por temporadas relativamente cortas, que gozan de ingresos altos y buscan lugares agradables para vivir. Este mismo modelo genera una polarización ocupacional —derivada de que estos empleos requieren de un ejército de servidores mal pagados— y una segunda presión sobre el mercado inmobiliario que se suma a la del sector turístico. Suele ser menos visible porque lo tecnológico tiene buena prensa y también porque el turismo es un elemento más llamativo que concita muchas miradas críticas, a menudo bastante simplistas. Pero no tenerlo en cuenta constituye un olvido demasiado grave, porque al hacerlo se deja de lado una parte crucial del modelo económico que hay que cuestionar.

Y hay, a mi entender, una tercera cuestión que se combina con las otras dos y que tiene que ver con la propia mutación del capitalismo local. En España, y particularmente en Catalunya, la vieja burguesía industrial, que gestionaba sus negocios familiares, casi ha desaparecido. Las empresas que quedan (no tantas como antes pero no tan pocas como se piensa) o son filiales de empresas foráneas o han pasado a manos de empresas de capital-riesgo y fondos de inversión, gestionadas por profesionales. Esta mutación ha tenido lugar a través de un proceso de compraventa de empresas en las que a menudo los antiguos propietarios han obtenido, de golpe, una importante suma de dinero. Han pasado de industriales-gestores a rentistas. Y uno de los espacios preferentes para colocar estos caudales está en la inversión inmobiliaria. En generar un modelo que garantice una alta rentabilidad a sus inversiones. Debido a ello, el turismo y la «atracción de talento» forman el núcleo central del discurso de los lobbies locales (Círculo de Economía, Barcelona Global…): constituyen bases de un modelo inmobiliario de alta rentabilidad. Alguien informado sobre la enorme presión en favor de la ampliación del aeropuerto del Prat, sabrá que por detrás están poderosos inversores que tienen planes de desarrollo de urbanizaciones de lujo en su proximidad. Puede resultar exagerado, pero lo que es evidente es que en todo el debate sobre el modelo de Barcelona (o de otras ciudades) lo inmobiliario juega un papel central.

4. Salarios y vivienda

Que el gasto en vivienda sea insoportable depende de dos variables: del precio de los alquileres —o el del gasto hipotecario, el cual, a su vez, depende del valor de la vivienda y de los tipos de interés— y de los ingresos de los hogares. Para la inmensa mayoría de la población, estos últimos dependen de los salarios.

En la crisis de vivienda actual es obvio que el crecimiento de los alquileres juega un papel fundamental, agravado en los últimos meses por las políticas financieras que han endurecido y encarecido el acceso al crédito. Es más caro y difícil pagar una hipoteca y esto posiblemente alimenta la demanda de alquiler.

Pero este rebrote del mercado inmobiliario se combina con la devaluación salarial que se produjo con los ajustes de la crisis anterior y con el impacto de la inflación actual. En casi toda devaluación salarial importante inciden dos dinámicas: aumentos salariales menores que los incrementos de precios y lo que llamamos «efecto composición»: un crecimiento del peso de empleos de salarios más bajos. Ambos son visibles en la trayectoria salarial de la crisis anterior. La mayor pérdida de salarios tuvo que ver con el impacto de la reforma laboral sobre la negociación colectiva. Muchos convenios sectoriales no se renovaron y los salarios, de facto, quedaron congelados. Tampoco se puede obviar la contribución de la congelación del salario mínimo. Fue más importante el segundo efecto: la destrucción masiva de empleos en sectores de salarios más altos (banca, industria manufacturera, construcción) y la proliferación de empleos de bajos salarios en sectores de servicios. En algunos casos, esto vino reforzado por la combinación de despidos de empleados con larga trayectoria laboral (que acumulan pluses de antigüedad, promociones de categoría, pluses por circunstancias diversas) y su sustitución por nuevas personas a las que a menudo se les reconoce menor cualificación, se les excluye de determinadas compensaciones y no tienen derechos de antigüedad. Las cadenas de subcontratación y los procesos de externalización de actividades que realizan muchas grandes empresas tienen un papel crucial en esta dinámica, puesto que las empresas subcontratadas y las de servicios auxiliares, por su propia situación y características, pagan salarios inferiores a los de la empresa central. Un caso extremo lo ejemplifica el proceso de sustitución de las camareras de piso de los hoteles (cuyo salario estaba vinculado al convenio de hostelería) por empleadas en «empresas de servicios» (que cuentan con su propio convenio de empresa, mucho peor que el sectorial) y siguen haciendo el mismo trabajo, en el mismo hotel y posiblemente bajo el mismo mando.

La reforma laboral y la subida del salario mínimo han tenido un cierto efecto para contrarrestar esta devaluación salarial, pero están lejos de revertirla y su introducción ha ido acompañada de la reactivación de la inflación, que afecta especialmente a costes básicos como la alimentación.

El reciente acuerdo entre sindicatos y organizaciones empresariales tiene algunas virtudes, pero seguramente será insuficiente. Se trata de un acuerdo marco, una guía de negociación colectiva que puede concretarse o no en los convenios de empresa y sector. Su mayor potencialidad —según las fuentes sindicales que he tratado de obtener— está en que puede ayudar a desencallar la negociación colectiva en muchos sectores en los que esta se ha encallado y se mantienen muchos convenios en condiciones del pasado. El acuerdo, además, incluye un amplio abanico de temas que de negociarse pueden implicar no sólo mejoras salariales sino de condiciones de trabajo, derechos laborales, etc. De hecho, esta ha sido la línea en el que el sindicalismo español ha conseguido mejores avances, consolidando derechos que tienen un impacto importante en la vida de la gente.

En la cuestión salarial la cosa es menos clara. Se incluye una propuesta de crecimiento salarial del 10% en el período 2023-2025 y una posibilidad de revisión hasta un 1% adicional anual si el alza de los precios es superior a la prevista. Como se desconoce cuál va a ser el nivel de inflación en estos tres años, es difícil determinar el impacto neto en los salarios. Si la inflación supera el ritmo previsto en más del 1% anual, los salarios volverán a perder poder adquisitivo; si, por el contrario, la inflación en este período no supera el 10%, habría una modesta revaloración salarial. Lo que no incluye el acuerdo, en todo caso, es la revalorización salarial de 2022 (sólo se abre la posibilidad de negociar) lo que supone de facto que se da por perdida la reciente caída del salario real.

Tampoco se aborda la cuestión que más ha influido en la devaluación salarial: la estructura del empleo, que favorece la proliferación de bajos salarios. Cambiar esta estructura es realmente complejo. Plantearlo en un acuerdo salarial es imposible. Lo preocupante es que en la política sindical se plantee la fijación de salarios en función de los beneficios empresariales (por otra parte, difíciles de controlar efectivamente), porque en gran medida esto olvida que las desigualdades de beneficios están asociadas a la misma estructura de poder empresarial que ha generado parte de la devaluación de salarios. Hay suprabeneficios en algunas empresas —que en muchos casos ya retribuyen con altos salarios a sus empleados fijos, como ocurre en las eléctricas, las empresas de aguas, etc.— y una presión competitiva insoportable en las cadenas de suministro. Y fijar los salarios en función de los beneficios puntuales supone dejar desprotegida a una parte importante de la población y agravar las desigualdades de vida y acceso a la vivienda.

El problema de la vivienda, un elemento crucial para la vida, es complejo. Se requiere de políticas ambiciosas en diversos ámbitos: promoción pública, regulación de los alquileres (tenencia, cuantía) y de los derechos de uso de la propiedad, políticas orientadas a evitar el deterioro de las construcciones, adaptación ambiental… Pero se requiere también entender que los problemas de la vivienda tienen una interrelación directa con salarios y condiciones laborales, con los cambios en la estructura productiva y el empleo, con las propias dinámicas de uso del espacio. Mientras no se aborde todo esto en conjunto, y predomine el enfoque liberal que da más peso a la riqueza privada y la acumulación la vivienda, seguirá siendo un grave problema social y un generador de padecimiento y exclusión para una parte de la población.

30 /

5 /

2023

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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