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Asier Arias

¿El nuevo Consenso de Washington?

Notas sobre estrategia ecologista

Voy a dedicar estas líneas a cuestiones «estratégicas» —lato sensu—, de forma que lo más honesto será que comience por explicitar mi principal intuición estratégica: no creo que nadie tenga nada particularmente sólido que decir sobre «estrategia». Si esta intuición se me presenta como válida en el plano de las luchas específicas, tanto más en ésos que se aproximan en generalidad al de la pugna por una humanidad libre y una sociedad justa en un planeta habitable.[1] En aquellas luchas, en esta pugna, nos lo jugamos todo, de forma que nos vemos obligados a reflexionar sobre estrategias, y a juzgarlas, por poco que confiemos en nuestros juicios estratégicos.

Xan López publicaba a comienzos de mayo un interesante artículo bajo el título «El Nuevo Consenso de Washington». Usaré el artículo de López como telón de fondo por varias razones. En primer lugar, porque el mismo sugiere que existirían motivos para intuir una cierta deriva hacia la recomposición de un «orden global» cortado por alguna clase de patrón keynesiano, o al menos motivos para creer que el actual hegemón alberga la intención de preservar su preponderancia por esa vía. En segundo lugar, porque se trata de un texto que pone implícitamente en juego el sentido común estratégico de un sector del ecologismo que viene abogando en los últimos años por esa constelación programática a la que ha dado en llamarse Green New Deal (GND).

Las aguas del debate en el seno del ecologismo parecen sugerir la conveniencia de apuntar a un extremo que debiera sobrar poner de relieve: valoro muy positivamente el hecho de que sean cada vez más las voces y esfuerzos orientados a dar cuerpo a una cultura y una praxis que pudieran permitirnos hacer frente a la actual coyuntura ecosocial con alguna garantía de éxito. Parto pues de la intención de contribuir con un pequeño granito de arena a la tarea de avanzar hacia una «ecología política que sea útil para este tiempo», y asimismo de la convicción de que la «diversidad puede ser en cierta forma una fuerza» (López, 2023a). Por supuesto, el respeto a la diferencia es un valor que no echa exclusiva ni primariamente raíces en esa convicción, pero se trata en cualquier caso de un valor que violentaríamos si disimuláramos las diferencias.[2]

Debemos preguntarnos pues cuál podría ser esa cultura política y esa ecología política útil para este tiempo. Es ésta la pregunta que me interesa plantear, pero avanzaré hacia ella dando un rodeo por la señalada asunción de acuerdo con la cual pueden detectarse ya entre las cenizas del neoliberalismo los brotes de un nuevo orden socioeconómico que habría de ser descrito trazando analogías y rescatando imágenes motivadoras de esa línea que va del New Deal al keynesianismo de posguerra.

La época de la historia económica global que va de 1933-1945 a 1973 —de la investidura de Roosevelt a la consumación del shock de Nixon, digamos— arranca con una iniciativa legislativa destinada a atar en corto a la banca. La Ley de Emergencia Bancaria, aprobada al día siguiente de la investidura de Roosevelt, fue enseguida sustituida por la más acabada Glass-Steagall, que trazaba estrictos límites a la especulación financiera separando con claridad la actividad de la banca comercial y la de la banca de inversión. Transcurridos tres lustros desde la última implosión financiera, se espera con más confianza la siguiente que el menor asomo de valentía legislativa dirigida a su contención. Sobra anotar que la palabra «financiarización» es una de las que mejor definen nuestra época económica, del mismo modo que sobra explicar que una de las facetas más importantes de su significado es la relativa al creciente poder político de las instituciones financieras.

En lugar de ninguna clase de atisbo de regulación del sector bancario análoga a la que abriera la época del New Deal, lo que hallamos en nuestro presente es la prolongación de la tendencia de los principales agentes del sector a la inversión de los depósitos, dificultando el flujo del crédito y facilitando la emergencia de quiebras y crisis periódicas, con cargo al contribuyente. La «nueva crisis bancaria» de la que se viene hablado en el último mes y medio no es nueva, pues. Se trata de la crisis de 2007-2008, que el mundo atlántico resolvió poniendo a funcionar la máquina de hacer dinero, regando con él al sector financiero y cruzando los dedos hasta la próxima. Es de justicia reconocer, no obstante, que el actual Juggernaut es un hueso más duro que el que royeran tras el crac del 29: domesticar al sector financiero significaría hoy desmantelar la arquitectura de la globalización capitalista que surgiera de la década de «el fin de la historia» —una década que, casualmente, se cierra con la derogación de la Glass-Steagall—.

Sea como fuere, el volumen de ingresos por intereses de los principales bancos no deja de crecer, y la remuneración de los depósitos oscila entre el cero y la nada. La brocha gorda antiinflacionaria de las subidas de tipo encarece hipotecas y créditos al consumo y se combina con el bisturí de «la firme decisión de apuntalar a la banca» (Bayona, 2023). Éste es el contexto en el que el sector bancario español se atreve a poner el grito en el cielo y presentar recursos contra un impuesto temporal que aproxima tímidamente la tributación de las principales entidades financieras del país a la del amable contribuyente.

La fiscalidad ofrece otro ángulo privilegiado desde el que contemplar la distancia que media entre nuestro contexto y el del New Deal. David Harvey recoge en su Breve historia del neoliberalismo un gráfico que nos ahorra cualquier comentario ulterior (Harvey, 2005: 33). En él podemos apreciar cómo entre el 33 y el 45 el tipo impositivo al tramo más alto se dispara en EE.UU. desde el entono del 25% hasta el del 90%, en el que permanece durante dos décadas para caer luego al 70% y desplomarse ya a partir de 1980. Un vistazo a la Base de datos global de estadísticas tributarias de la OCDE basta para convencerse de que no es ésa la línea que sigue hoy EE.UU. —el único logro legislativo de la administración Trump, su masivo recorte fiscal a los multimillonarios y las grandes empresas, sigue en pie—, pero tampoco ningún país atlántico.[3]

Estamos, en fin, tan lejos del 33 y el New Deal americano como del espíritu del 45 y el consenso de posguerra británico. Olvidarlo sólo puede contribuir a menoscabar nuestras metáforas, nuestra memoria[4] y nuestra estrategia. La defunción del neoliberalismo de la que llevamos hablando tres años podría discutirse, y con buena base, pero mucho más controvertible resulta la idea de que esa defunción estaría dando paso a algo equiparable al New Deal. Indudablemente, la retórica está ahí, pero son escasos los hechos que anuncien, a este lado del Atlántico o al otro, la inminencia de su traducción en políticas efectivas. El optimismo en torno al protagonismo del Estado en la rápida transformación que nuestras economías deberían haber emprendido ayer debe confrontarse con la imagen que nos devuelve la comparativa de su poder relativo frente al capital transnacional.

Si lo que tenemos en mente es, como López, el liderazgo del líder atlántico, no debiéramos desatender que, con una previsible recesión en el horizonte, lo que hemos presenciado en el último año ha sido una sucesión de recortes del gasto social: al considerar el arco que va de la sanidad a la asistencia alimentaria, de la ayuda federal a los Estados a las coberturas por desempleo, lo último de lo que un observador imparcial hablaría sería del florecimiento del Estado de bienestar estadounidense.[5]

Pero si lo que tenemos en mente es el empeño del líder atlántico en el apuntalamiento militar de su hegemonía, entonces haríamos bien en pensar despacio. Ni López ni nadie necesita que le recuerde los riesgos de la rampante confrontación geoestratégica. Tampoco es preciso aclarar que en esa confrontación trastabilla el hegemón más violento de la historia. Ni que aplaudir sus traspiés en la cuerda floja de la hegemonía puede con facilidad equivaler a aplaudir el preludio del omnicidio. En uno de esos traspiés debemos leer, por cierto, el principal logro de la administración Biden en este terreno: desconectar a Europa de su «socio comercial natural» en Rusia (Chomsky, 2023) y asegurar su esfera de influencia en la Unión Europea a través de una OTAN increíblemente reforzada. Este gran logro trae consigo, entre otras cosas, una grave catástrofe ecológica, no sólo por la contradicción entre rearme y sostenibilidad, sino asimismo por el absurdo termodinámico del nuevo mercado gasista. Sobra insistir, pues, en que es difícil encontrar «elementos que debamos apoyar» (López, 2023b) en la estrategia hegemónica del jefe atlántico —tampoco en su aspecto económico, plasmado en acuerdos de cooperación económica y militar con sus clientes europeos y asiáticos: en realidad, trae antes a las mientes el neo-mercantilismo del «sistema americano» que el New Deal—.

Es poco menos que obvio, no obstante, que podría haber «elementos que deberíamos apoyar» en proyectos reformistas tipo New Deal. Nadie en su sano juicio se opondría a políticas redistributivas de verdad, a reducciones de la jornada laboral, a extensos programas de vivienda pública,[6] a la ampliación de los servicios públicos existentes o a la creación de otros inexistentes.[7] Nada de lo que hoy está sucediendo a ambos lados del Atlántico tiene estos perfiles, ni tampoco la iconografía que ha venido a asociarse al GND bajo la forma de macroproyectos «renovables».

Hay un último elemento que López identifica en su texto y que diferencia nuestra situación de la del New Deal: la actual debilidad del movimiento obrero. Con todo, las conclusiones que deben extraerse de aquí distan, a mi juicio, de la que extrae el autor. Desde su punto de vista, dada esa debilidad, no queda sino caminar hacia la sostenibilidad siguiendo la estela de la «socialdemocracia de guerra y por la seguridad» del jefe atlántico. Sin embargo, la conclusión razonable sería la de la necesidad de contribuir a la revitalización del movimiento, como ejemplifica el propio New Deal histórico.

El movimiento obrero estadounidense había sido aplastado en los veinte, pero en la década subsiguiente resucitó. Contribuyó el contexto de crisis, pero también un ingente volumen de trabajo cultural, social y político. Sin ese trabajo, el New Deal habría tenido una forma radicalmente diferente, porque la efectiva fue, en buena medida, obra del activismo de las organizaciones de base. Este punto suele ilustrarse echando mano de esa conocida anécdota de acuerdo con la cual el presidente Roosevelt solía despedirse de los sindicalistas diciendo: «muy bien, ahora sólo queda que salgáis ahí fuera y me obliguéis a hacerlo». Y lo hicieron. Los años treinta estadounidenses han de recordarse no tanto como los años del New Deal de Roosevelt, sino sobre todo como los años del renacimiento del movimiento obrero tras el violento asalto del primer Red Scare. No debe esperanzarnos hoy, por tanto, la retórica del consejero de Seguridad Nacional de la administración Biden (cf. López, 2023b), sino antes bien el modesto resurgir del sindicalismo en EE.UU. o, en Europa, las lecciones que desde Francia nos llegan de la confluencia entre la lucha ecologista y la obrera.

Así pues, incluso aunque entendiéramos que alguna clase de GND constituye de hecho el límite político de nuestros horizontes ecosociales posibles, y aun del discurso útil, cabe argüir que la tarea de construir una cultura política a la altura de nuestro tiempo depende tanto o más de la revitalización de los movimientos populares que del control de un hipotético Estado emprendedor llamado a dirigir la transición por la vía socialdemócrata.

Una importante pregunta estratégica es en este punto la relativa a aquellos límites del discurso útil. Una posible respuesta apelaría al «realismo político» para orillar el debate sobre los límites de la «transición ecológica» entendida en los términos convencionales: como sustitución tecnológica. Otra aconsejaría espolear el debate sobre esos límites, entendiendo el «sentido común» no tanto como el suelo sobre el que debemos avanzar con cautela en nuestra «guerra de posiciones», sino sobre todo como un objetivo: el de alumbrar un sentido común mejor (Gramsci, 1948: 129).

Podemos denominar «liberalismo verde» al sentido común imperante: verde en la superficie, radicalmente antiecologista en la sustancia (Arias, 2020). Cualquier proyecto político a la altura de los tiempos tiene que lidiar con él de un modo u otro: puede pretender usarlo como un ambiguo viento de cola, e incluso interpretar algunos de sus elementos como «victorias ecologistas», pero puede también cuestionarlo abiertamente. Si partimos de la convicción de que, en política, de lo que se trata es de ganar posiciones en una batalla por el discurso en la que no conviene ponerse demasiado grave con lo bueno o lo verdadero, será difícil llevar el frente mucho más allá de la idea de «transición ecológica» como sustitución tecnológica (cf., v. g., López, 2023c).

Al pensar en los medios políticos para una transición justa nos movemos en el terreno de la política ficción: a corto plazo, la socialdemocracia climática del GND radical se antoja tan hacedera como el leninismo ecológico (Andreas Malm), y los plazos son endiabladamente cortos. Al pensar en la transición en sí misma, las cosas parecen más claras: llegará, solita o acompañada, y se inclinará hacia el apartheid ecológico y el neocolonialismo —el plan A, en curso—, o hacia un reparto más o menos justo de la escasez. Serán muchos los factores que puedan contribuir a inclinar la balanza, pero uno decisivo residirá sin duda en el sentido común vigente en las metrópolis. Ganar terreno al sentido común ecoliberal —firmemente establecido en el plan A, con centro de gravedad en el cortoplacismo neocolonial de la «transición» como sustitución tecnológica— podría concebirse hoy como el principal frente de la batalla por la posibilidad de una transición justa. Los ecos de la Conferencia de Bandung y las voces de los agricultores indios, los Trabajadores Rurales Sin Tierra, la Vía Campesina o el CADTM nos traen en este sentido mensajes más importantes que la retórica del consejero de Seguridad Nacional de Biden.

¿Una cultura política a la altura de los tiempos? Aquella que ponga en primer plano cada aspecto de nuestra situación de extralimitación. El aspecto más importante de esa situación es que es nuestra: del Norte. «Transición justa» tiene varios significados: como mínimo, el relativo a las desigualdades dentro de las sociedades opulentas y el relativo a la opulencia de las sociedades opulentas. Señalar que no debemos dejar de subrayar ninguno de los dos de cara a la configuración de una cultura política útil para este tiempo no es un mero ejercicio de reconfortante purismo moral, y quizá tampoco una violación de las reglas del juego del «realismo político». En cuanto a éstas, estaría bien verlas por escrito, porque mucho me temo que no están tan definidas y asentadas como las leyes de la mecánica de fluidos, pongamos por caso.[8] En cuanto a lo del purismo moral, sólo cabe insistir en el peso del sentido común metropolitano en esa balanza de la transición que habrá de inclinarse hacia el reparto de la escasez o hacia la profundización del apartheid ecológico, la militarización de las fronteras, el extractivismo desaforado, el neocolonialismo, la proliferación de zonas de sacrificio y, en fin, la prolongación de nuestro business as usual terminal.

Referencias

Arcarons, J. & Raventón, D. (2023) «Sobre la propuesta de Sumar de la ‘herencia universal’», Ctxt, 10 de mayo.

Arias, A. (2020) La batalla por las ideas tras la pandemia. Crítica del liberalismo verde. Madrid: Catarata.

Arias, A. (2022) “Autoadulación y psicopatología especulativa ante el abismo nuclear”, mientras tanto, 217.

Bayona, E. (2023) «La subida de tipos del BCE lleva la economía a una situación límite», Público, 4 de mayo.

Chomsky, N. (2023) «The clock is ticking», The Progressive Magazine, 27 de marzo.

Gramsci, A. (1948) El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce. Buenos Aires: Nueva Visión, 2003.

Harvey, D. (2005) Breve historia del neoliberalismo. Madrid: Akal, 2007.

Harvey, D. (2023) “Making sense of today’s inflation: Debt, austerity and tax cuts”, The Anti-Capitalist Chronicles, 5(2), 26 de enero.

López, X. (2023a) «La hipótesis Oasis», Público, 7 de abril.

López, X. (2023b) «El Nuevo Consenso de Washington», Público, 2 de mayo.

López, X. (2023c) «El retardismo climático y un Green New Deal para una época escéptica», eldiario.es, 19 de febrero.

Riechmann, J. (2021) “Autolimitarnos para que pueda existir el otro. Sobre energía y transiciones ecosociales”, Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 156, pp. 11-25.

Notas

  1. Isaiah Berlin nos explicaba en su biografía de Marx la convicción con que éste defendía la intuición opuesta: la de que había, en efecto, alguien con algo crucial que decir sobre estrategia, y ese alguien era un Karl Marx que, de hecho, solía acertar en sus pronósticos estratégicos.
  2. «No seamos ambiguos: en el debate de ideas no debe haber piedad. Las ideas no están para respetarse, están para discutirse» (Arcarons & Raventón, 2023).
  3. Otra diferencia entre aquel contexto y el nuestro reside en la tasa de desempleo, hoy en mínimos históricos en EE.UU. Como es sabido, estas cifras suponen un problema para la tasa realmente importante, la de ganancias. Existe una forma de abordar este problema, y no se esmeran en ocultarla los arquitectos de la política económica (Harvey, 2023): propiciar una recesión que arrastre consigo la tasa de salarios.
  4. Al hablar de la memoria en el contexto del artículo que hemos escogido como botón de muestra, es difícil dejar de señalar que en el mismo se nos presenta a John Fitzgerald Kennedy como «el artífice de la misión a la Luna» (López, 2023b). Entiendo que el autor no pretendía otra cosa que insertar una referencia al penúltimo libro de Mariana Mazzucato, pero escribía esas líneas en el aniversario de la liberación de Vietnam. Por la salud de la memoria, debió referirse a él como el presidente que arrojó sobre los campesinos vietnamitas a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, autorizando el uso del napalm y dando inicio a la mayor guerra química de la historia (más de 80.000 millones de litros de herbicidas, principalmente del nefando agente naranja). Fue ésta su principal hazaña en calidad de pionero, pero hubo otras en las que estableció marcas difíciles de batir. Así, por ejemplo, su victoria electoral dependió en buena medida de una mentira deliberada de acuerdo con la cual el pueblo americano debía temblar de miedo porque los rusos les sacaban varios cuerpos en la carrera armamentística: «no votéis a ese blando de Ike, que no ha sabido defender al país de esta terrible amenaza inexistente». Cuando poco después Jruschov le ofreciera una reducción conjunta de capacidad militar ofensiva —y la emprendiera unilateralmente, de hecho—, Kennedy respondió con el silencio y el ejemplo: financiando un inmenso programa de rearme. Cabría mencionar también el infame heroísmo de su resolución de la crisis de los misiles (cf. Arias, 2022), pero basta con lo indicado como preludio de la pregunta decisiva: ¿qué ganan nuestras metáforas ilusionantes con esas imágenes deformadas, tomadas del baúl de los recuerdos falsarios?
  5. Mientras redacto estas líneas se prolonga el enésimo debate sobre el techo de deuda ante un posible default. Como en todos los anteriores, pasa curiosamente inadvertida una posibilidad obvia: cabe endeudarse, pero también aumentar los ingresos fiscales. Se trata de una opción que no está en la agenda: se discute una vez más, exclusivamente, sobre el techo y los recortes de gasto, y todo indica que habrá más recortes. Si echamos, por otra parte, un vistazo a los últimos vaivenes de nuestra eurocracia, encontramos que la propuesta de la Comisión para la reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento no anuncia cambios significativos, y por si cupieran dudas Bruselas se apresura a acompañarla de llamadas de atención sobre el exceso de déficit —entendido, claro, como cualquier cifra que supere ese 3% que Guy Abeille basó, según sus propias palabras, en nada—.
  6. Con varios millones de viviendas en desuso, no sería en nuestro país necesario imitar el afán constructor de la Public Works Administration.
  7. El cuarto pilar del Estado del bienestar del que tanto nos ha hablado Vicenç Navarro sería un buen ejemplo, pero también el de los programas educativos, artísticos y culturales de la Works Progress Administration, que podrían inspirar hoy proyectos de formación y contratación de mineros urbanos u hortelanos ecológicos.
  8. Es claro que el realismo exige acusar recibo del auge de las derechas, adecuar mensajes a contextos y poner entre comillas todo maximalismo que pueda chocar con objetivos inmediatos cuya importancia no cabe minimizar —la reedición de un gobierno de coalición sería aquí el ejemplo más inmediato—. Nada de esto habla, sin embargo, en contra de la necesidad de aprovechar todos los espacios posibles para atacar la idea de «transición ecológica» como sustitución tecnológica y para recalcar que no puede haber una «transición justa» sin un rápido abandono de la actual senda neocolonial y una drástica reducción del metabolismo económico del Norte, responsable —tanto histórica como actualmente— de la catástrofe ecosocial en curso. Jorge Riechmann lo ha expresado con claridad, completando el apotegma de Emilio Santiago Muiño: «o nos empobrecemos, o morimos matando» (Riechmann, 2021: 23).

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2023

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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