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Clara Serra

Estrategias feministas contra el paternalismo penal

En la actualidad está abierto un debate global acerca del lugar que ocupa la política penal en la construcción de la ciudadanía en el siglo XXI. El sociólogo Loïc Wacquant es uno de los principales referentes de una reflexión crítica sobre el actual avance de los sistemas de castigo en las democracias liberales. Su tesis es que la expansión del sistema penal es una característica esencial de la actual fase del neoliberalismo. Ante el retraimiento del estado de bienestar y los sistemas de protección social y el aumento de la incertidumbre y la inseguridad, los Estados prometen la paz y el orden a través del endurecimiento de los sistemas de castigo, sistemas que, a su vez, se están dirigiendo contra las poblaciones más pobres y más vulnerables. Cuando no se señala la desigualdad como problema estructural y no se aspira a atacar sus causas, emergen los discursos políticos que desligan la delincuencia de la pobreza, que señalan como culpables a individuos o grupos de individuos y que prometen duros castigos para los criminales.

En Estados Unidos diversos teóricos y teóricas provenientes de los estudios legales críticos y el antirracismo llevan años poniendo sobre la mesa la necesidad de reflexionar sobre el avance del sistema carcelario. No señalan solo las agendas conservadoras sino también las políticas que en las últimas décadas ha puesto en marcha el neoliberalismo progresista, a menudo en nombre del feminismo y las políticas LGTB. Ni Europa ni el Estado español son una excepción a esta regla. Como dice Ignacio González Sánchez [i] “hoy tenemos más policías y más personas presas que hace cincuenta años, y un Código Penal más duro que el vigente cuando Franco murió”.

En este contexto, el de una generalizada expansión de las políticas penales en las democracias capitalistas, hay que sumar la emergencia de proyectos reaccionarios que ha caracterizado la entrada en el siglo XXI. La llegada de fuerzas de extrema derecha a las democracias de Europa y del continente americano agrava aún más el problema y muestra la urgencia de que los proyectos democráticos salgan de la vía del punitivismo. Por ello, se vuelve radicalmente determinante el tipo de política que los feminismos pongan sobre la mesa. Porque la violencia contra las mujeres es muy a menudo la baza perfecta para defender las políticas penales más duras. Particularmente la violencia sexual es un asunto que el feminismo ha puesto en la arena pública de las democracias actuales y que ha provocado una demanda social de fuertes castigos como respuesta a los delitos que la engloban.

La penalista norteamericana Aya Gruber [ii] argumenta que una parte importante del feminismo estadounidense se ha convertido en colaborador necesario de la política carcelaria, expandiendo el poder de la policía y los fiscales, promocionando el castigo para resolver problemas y desviando los recursos hacia el sistema penal y no hacia las comunidades marginadas. Es evidente que estas recetas políticas son un arma del enemigo y que contribuyen a consolidar un sentido común reaccionario. Basta ver cómo los discursos de líderes del Frente Nacional en Francia o de Vox en España se usan para criminalizar a poblaciones migrantes o defender la pena de muerte.

La política feminista desplegada desde el Estado español siempre ha estado marcada por una fuerte confianza en la vía penal, con legislaciones contra la violencia de género que han convertido la denuncia judicial casi en el único camino para pedir ayuda por parte de las mujeres. La crisis de 2008, que desencadenó sucesivos recortes presupuestarios en las políticas de igualdad, consolidó el enfoque punitivo. Tras sucesivas reformas que recargaron nuestro Código Penal hasta convertirlo en uno de los más duros de Europa, algunas penas para los delitos de violación han llegado a equipararse a las penas por homicidio. Y, sin embargo, los debates actuales en torno a la violencia sexual demuestran que una gran parte de la ciudadanía siempre está dispuesta a pedir más dureza penal y que ni siquiera las izquierdas parecen querer hacer una pedagogía antipunitiva. El debate público al que ha dado lugar la Ley Orgánica 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual, la conocida como ley del sólo sí es sí, es prueba evidente de que una vez el punitivismo ha permeado el sentido común, nada activa más la sensación de inseguridad que la idea de delincuentes saliendo de las cárceles. Algo que después las extremas derechas pueden alimentar a su favor.

El feminismo institucional, embarcado también en la vía punitiva, ha contribuido a generar un debate sobre las penas que nos deja vendidos ante las extremas derechas. Los feminismos están hoy ante un importantísimo reto: cómo abordar la violencia y qué discursos construir sobre ella. Qué políticas públicas poner en marcha es una de las cuestiones políticas más sensibles y delicadas a las que nos enfrentamos. En ello nos jugamos la posibilidad de escapar de los marcos de las extremas derechas o el riesgo de caer por entero dentro de ellos y colaborar en el avance de sentidos comunes punitivos y reaccionarios.

Quiero detenerme en dos cuestiones estratégicas que un feminismo no punitivo debe incorporar si pretende abordar la violencia contra las mujeres, cuestiones que continúan estando por completo ausentes de los enfoques dominantes de las políticas públicas y los discursos hegemónicos.

Por un lado, el punitivismo es una rendición. Como ha señalado en numerosas ocasiones la feminista Laura Macaya, requiere de una determinada construcción de la masculinidad y de la feminidad. La primera se presenta como una masculinidad natural, irremediablemente peligrosa y violenta para las mujeres. La naturalización de esa masculinidad depredadora, la asunción de la inevitabilidad de ese peligro, sirve para construir discursos sociales en los que se instruye a las mujeres para que se cuiden, haciéndolas a ellas responsables de ponerse a salvo, por ejemplo, a través de su propia inhibición sexual. La otra cara de la moneda de esa masculinidad irrefrenablemente violenta es una feminidad retraída y vulnerable, absolutamente necesitada de protección y atrapada de modo insuperable en el lugar de la víctima. Esta mirada esencialista y determinista sobre los hombres y sobre las mujeres ha recorrido y recorre las políticas de igualdad, especialmente las políticas contra la violencia de género, y determina el tipo de respuesta que se da a la violencia desde organizaciones e instituciones.

Por ello, una de las estrategias que, frente a los enfoques clásicos, debemos introducir para combatir la violencia desde miradas no punitivas, es el trabajo con hombres y el desarrollo de políticas que se dirijan a contrarrestar el poder de los imperativos de la masculinidad hegemónica. Justamente en la medida en la que el feminismo aborda un verdadero problema, es decir, una estructura de dominación y desigualdad arraigada en lo más profundo de nuestro sistema social y cultural, su única solución no puede ser castigar a individuos particulares.

Si algo ha estado ausente, y sigue estando desaparecido de las políticas institucionales contra la violencia, es la cuestión de la masculinidad que, lejos de ser un fenómeno natural e inevitable, es una construcción social en la que todos y todas estamos involucrados. Si el patriarcado es una estructura, si antecede a los sujetos individuales y sigue existiendo después de ellos, si va a seguir condicionando nuestro lugar en el mundo, generando mandatos y prohibiciones sobre nuestros comportamientos y nuestros roles, el problema no se soluciona a través de la cárcel y el castigo. “La perpetuación de la violencia masculina a través de la enseñanza de un modelo de relaciones de dominación llega a los niños a través de mujeres y hombres” dice bell hooks.[iii]

De hecho, la atención feminista hacia la cuestión de la masculinidad debería llevarnos a una comprensión más compleja y más amplia de lo que podemos entender como violencias de género. Rita Segato propone que una gran parte de las expresiones de violencia masculina dirigida a perpetuar la masculinidad se dirige también contra los hombres. Esa cultura de la violencia en la que los hombres son instruidos desde la infancia los coloca no sólo como agresores sino también como víctimas y, por lo tanto, como objetos de un malestar que debe ser nombrado también por el feminismo. La imposibilidad de gestionar la violencia masculina por parte de los propios hombres, la falta de herramientas para enfrentarla, la falta de atención social y respuesta colectiva frente a ella, es inseparable del hecho de que una gran parte de la frustración, la rabia y la ira masculina se descargue contra las mujeres.

El feminismo debe, por tanto, señalar el carácter jerárquico del patriarcado entre los varones, sus relaciones de maltrato, su cultura de la humillación y sus formas de violencia y debe enseñar a los propios hombres a poder escapar de esa violencia no solo para no ejercerla contra las mujeres, sino para que, desde el primer momento, puedan no aceptarla y no padecerla como hombres. Esto abre una tarea urgente que nos involucra como sociedad a muchos niveles, desde los discursos feministas y las intervenciones educativas hasta los recursos institucionales que deben poner en marcha las leyes. Que los hombres pueden cambiar o, incluso, que los hombres pueden tener buenos motivos para desear cambiar es la premisa en la que se asienta todo feminismo que aspira a la transformación social y no al castigo.

Por otro lado, el punitivismo representa una renuncia. La consideración de los hombres como irreparables agresores innatos trae consigo, como correlato necesario, la concepción de las mujeres como víctimas estancadas en la posición de quien recibe la acción y el daño de otros sin margen alguno de acción propia. El punitivismo atrapa a las mujeres en la pasividad y pone en marcha discursos, prácticas y leyes paternalistas que, en nombre de la protección, acaba negando cualquier agencia a las propias víctimas. Así, muy a menudo, nuestras instituciones asumen la tarea de tutelar a todas las víctimas como menores de edad trasladando a la sociedad y a ellas mismas la idea de que son incapaces de tener alguna responsabilidad sobre su propia recuperación. En el marco de estas perspectivas las leyes españolas contra la violencia han imposibilitado algunas de las principales estrategias de una justicia restaurativa. La Ley 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género incluyó la prohibición explícita de la mediación como estrategia alternativa o complementaria al proceso penal. Casi dos décadas después, la Ley Orgánica 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual, ha vuelto a negar esta vía como opción. Lo que se ha considerado una herramienta de justicia válida para conflictos bélicos o casos de terrorismo, que una víctima se siente a dialogar con su agresor, se prohíbe directamente para las mujeres. El estado sabe lo que conviene a las víctimas y asume su protección y tutela incluso contra la posibilidad de que ellas pudieran decir qué necesitan para su recuperación.

Es esto lo que acaba abocando a muchas mujeres a emprender un procedimiento judicial que en algunos casos preferirían no emprender y cuyos efectos pueden ser revictimizadores. La vía judicial debe existir, pero no podemos empujar obligatoriamente a las víctimas hacia ese único camino ni debemos hacer de la denuncia la condición o el requisito principal para poder ser escuchadas por las instituciones (para acceder a ayudas, servicios de atención o incluso recursos de acogida). Para salir de la vía punitiva, es decir, para pensar la justicia de cara a la recuperación y no de cara al castigo, es también necesario poner en marcha estrategias feministas complementarias en las que las propias mujeres puedan saber lo que necesitan y sean escuchadas. No convertir el acompañamiento en tutelaje infantilizador ha de ser una de las apuestas feministas.

La austeridad de la segunda década del presente siglo ha dejado sin desplegar las políticas más allá de lo penal, las que más dependen de la inversión por parte de los gobiernos y las instituciones. Necesitamos políticas educativas y culturales para transformar los sentidos comunes compartidos. Y necesitamos políticas redistributivas, que pongan en manos de las mujeres más recursos y herramientas, que las hagan más autónomas y más capaces de decidir, más armadas y menos expuestas frente a la precariedad y las violencias. Las políticas más allá de lo penal no son las más rentables electoralmente y tampoco son las más baratas, pero son las más eficaces.

El principal problema que los feminismos críticos tienen con las soluciones punitivas es este profundo desacuerdo con el análisis del problema del que se deducen esas recetas. Al patriarcado jamás se le juzgará en el banquillo de un tribunal y, por lo tanto, cualquier política centrada en lo penal dejará intacto el problema de fondo. Para abordarlo es necesario escapar de algunas de las principales trampas en las que las políticas de las últimas décadas nos han encerrado. Hay que cambiar la mirada. Se trata de pasar de una política de la derrota —una que, además, servirá a las extremas derechas para afianzar sus discursos—, a una política que esté convencida de que hombres y mujeres deseamos cambiar. Es por eso por lo que podríamos creer que, juntos, podemos poner en marcha otra sociedad más justa que la que tenemos.

Notas

[i] Neoliberalismo y castigo, Bellaterra, 2021.
[ii] Gruber, Aya The Feminist War on Crime.The Unexpected Role of Women’s Liberation in Mass Incarceration, University of California Press, 2020.
[iii] hooks, bell El deseo de cambiar, Bellaterra, 2021.

[Fuente: Revista Per la Pau, n.º 41, mayo de 2023]

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2023

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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