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Juan Bordera

El decrecimiento a debate en el corazón de la bestia

Durante tres días, del 15 al 17 de mayo, el Parlamento Europeo ha acogido un evento —que más nos vale que sea— histórico. El Woodstock del poscrecimiento lo han llamado algunos. En el ciclo de conferencias Beyond Growth, organizado por 18 europarlamentarios de distinto color, muchas de las mejores cabezas del planeta al respecto de la cuestión del decrecimiento/poscrecimiento han debatido con algunos de los políticos más importantes del continente.

El primer plenario iba a ser una suerte de muestra de lo que estaba por venir. De la fractura que está abriéndose cada vez más entre ciencia y política. Una fractura entre las evidencias irrefutables de la urgencia científica, y los límites de la realpolitik de la Unión para lograr transformaciones que no sean parches, o aún peor, disfraces. Si siguen el relato de lo acontecido, verán que, pese a todo y pese a todos, sí hay una salida para Europa y para el resto del mundo.

A la presidenta del Parlamento, Roberta Metsola, y a la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, no les tocó el papel de malas de la película. Eligieron representarlo. Ante un público que abarrotaba el hemiciclo, y muy favorable a abandonar los eufemismos —al menos durante tres días—, decidieron abrir el evento con un gran jarro de agua fría. Metsola eligió defender la necesidad de promover más crecimiento en la apertura de un evento diseñado, por fin, para lo contrario. Von der Leyen fue más hábil y al menos concedió que “el modelo de crecimiento fósil está obsoleto”, evidenciando la estratagema que muchos poderosos van a seguir desde ahora: crecer será posible con energías renovables, captura y secuestro de carbono y unicornios voladores. De hecho, es la misma estrategia, calcada, que la que se va a seguir en la COP28presidida por un jeque del petróleo. La captura y secuestro de CO₂, de momento, es un sumidero de recursos que funciona sólo para captar y secuestrar FON2 públicos, y como tapadera/cobertura gatopardista para seguir engañando al personal.

Afortunadamente, tras Metsola y Von der Leyen se escucharon pocas voces más —todas institucionales, y algunas directamente abucheadas— que se atrevieran a negar la evidencia: el debate más crucial del siglo XXI no va a ser otro que cómo convertir nuestros sistemas económicos en unos que no necesiten crecer. Para empezar porque no va a ser posible hacerlo por mucho tiempo, salvo a costa de dejar fuera de la tarta menguante a cada vez más gente.

Si hay una intervención que explica a las mil maravillas —y en apenas diez minutos— por qué lo del crecimiento verde es un oxímoron imposible e indeseable, esa fue la segunda intervención del economista de la Universidad de Lund, Timothée Parrique. A Metsola y a Von der Leyen, a quienes apeló indirectamente, les debieron pitar los oídos.

Pero entrando ya en el debate que realmente importa, el cómo maniobrar concretamente, voy a tratar de dibujar un camino de salida que se puede entresacar juntando algunas de las aportaciones. Comencemos pues con la primera obviedad: que esto va, para empezar, de ir a por los megarricos. Sin políticas de redistribución agresivas no hay nada que hacer. Milena Buchs apostó por tasar la riqueza (stock) y no tanto los ingresos (flujo), para favorecer el funcionamiento transicional del propio sistema. Simone D’Alessandro introdujo una cuestión también crucial, el gasto militar. Cada euro gastado en aumentar los ya inflados presupuestos militares nos aleja de una solución coordinada al mayor reto que enfrenta la humanidad.

Con estas dos cuestiones, solamente, ya tendríamos muchos fondos disponibles para lanzar un programa lo más global posible (aunque podría comenzar siendo europeo) de reducción de la jornada laboral, renta básica universal, en dinero, o de servicios básicos universales, en especie (esto es, garantizar lo básico a todo el mundo, y parece obviamente más útil en un contexto que puede ir hacia la inflación o incluso la estanflación); y para acabar con este trinomio semimágico —porque admitamos que no va a ser fácil lograrlo—, rentas de emergencia y/o recetas de trabajo garantizado para las personas que trabajen en sectores que necesiten reconversiones o apoyo especial: agricultura ecológica, turismo, automoción, armas, etcétera. Nadie dijo que fuera fácil, pero el camino más interesante transita inequívocamente por aquí.

Otro gran debate se dio con el tema del lucro. Contener el lucro dentro de unos parámetros de sostenibilidad, defendido por D’Alessandro, parece la mejor opción disponible. No tratar de erradicarlo —defendido por Parrique—, porque eso es un objetivo tan maximalista que muy difícilmente podrá llegar a conseguirse, salvo en un tiempo que no tenemos. Además, no es el principal problema. Pensemos: si acabamos con el lucro pero seguimos pretendiendo crecer al 3% anual, el problema de la desigualdad desaparece con el tiempo, pero el del choque contra los límites planetarios, el más urgente, se queda prácticamente igual. Obrando al revés, eliminando el crecimiento, pero manteniendo un “lucro controlado”, quizá la desigualdad tarde más en estar adecuada a la justicia social, pero el problema más urgente sería atajado con rapidez. El principal problema es el crecimiento. Aunque atajar ambos problemas a la vez sea sin duda lo deseable, apostando por cambiar el modelo socioeconómico del capitalismo por uno que planifique mejor qué hacer con los recursos, y priorice el bienestar y satisfacer necesidades, en definitiva: el buenvivir. Simplicidad y suficiencia fueron dos palabras que también se escucharon muchas veces, especialmente en la boca de la autora del IPCC, Yamina Saheb. En esa línea, el economista Dan O’Neill aportó la propuesta de salarios máximos. Y por supuesto, se apostó por fomentar al máximo el cooperativismo y la economía social.

Las luchas decoloniales estuvieron también muy presentes. También el feminismo y la economía de los cuidados. Vandana Shiva fue quien expuso el dato que más debería avergonzar al mundo “civilizado”: el 80% de la biodiversidad que tanto nos protege y salva está en manos de los pocos pueblos indígenas que hemos permitido que sobrevivan, esos que consideramos atrasados desde nuestra tecnoatalaya colonial. La brecha Norte-Sur en realidad se da más bien entre bolsillos. Hay bolsillos del Norte en el Sur y viceversa –pero los grandes suelen ser hombres en ambos casos–.

De ese debate, otra obviedad: decrecer es una cuestión urgente sólo para los países ricos, porque así van a liberar espacio para que otras naciones puedan desarrollarse, crecer, y así encontrarse en una suerte de economía de estado estacionario o poscrecimiento. Este punto es compartido mayoritariamente: Europa —junto con sus descendientes, Estados Unidos y Australia— ha sido la mayor beneficiada históricamente por la colonización. Ahora nos debería tocar asumir su justa contraparte.

Pero en el corazón de la bestia hay más tinieblas que luces. Lo que Von der Leyen realmente plantea —con la competencia con EE. UU. y los países emergentes como pretexto— es justo lo contrario: rebajar legislaciones “verdes” que han sido hasta ahora cobardes, insuficientes y tibias. Todo debe ser sacrificado en el altar del auténtico dogma de fe de nuestra era: el imposible crecimiento infinito en un planeta finito. Siempre sostenido por el otro dogma, que la tecnología milagrosa XXX (ponga usted aquí su milagro favorito: hidrógeno verde, fusión nuclear, captura y secuestro de carbono…) nos va a llevar a las emisiones netas cero y por supuesto al 100% de la energía renovable —ojo, energía, no electricidad, que sigue siendo menos del 25% del total—.

Benoît Lallemand lo expresó claro y cristalino: nunca hemos hecho una transición energética, sólo hemos añadido cada vez más fuentes al mix energético. Y, seguramente, ya adivinarán con facilidad cuál es el obstáculo principal para que nunca la hayamos hecho.

Lo que se está evidenciando cada vez con mayor claridad es que uno de los materiales más cruciales para la transición energética, el cobre, ya está dando signos claros de choque contra los límites de su propia producción, demostrando que muchos tecnosueños, una vez se hacen unos pocos números, son más bien pesadillas. Sandrine Dixson-Declève, copresidenta del Club de Roma, dijo una de esas frases destinadas a ser recordadas: “La única tecnología que puede salvarnos es una máquina del tiempo que nos vuelva atrás en el tiempo 50 años”.

Respecto al PIB hubo debates —que ya están superados desde hace 70 años— cuando Kuznets, el propio inventor del medidor, dijo que eso de que fabricar bicicletas y tanques sume igual, pues como que no. Que eso de que contaminar un río sume al PIB, porque una empresa irá a limpiarlo, como que tampoco. Que ese medidor es una estafa que hace décadas que deberíamos haber abandonado. Que el debate crucial lo plasmó Parrique en dos frases: “Lo que hay que desacoplar son las necesidades humanas del crecimiento económico”. Cuando el PIB va hacia arriba, la naturaleza y los ecosistemas que sostienen la vida van hacia abajo. La verdadera pregunta es: “¿Cuál de los dos queremos salvar realmente?”.

Hubo muchas menciones a las generaciones jóvenes y por venir, y destacó la intervención de Tim Jackson en el último plenario, que terminó de manera inmejorable con dos de esas voces: Agata Meysner y Anuna de Wever, poniendo en pie a los asistentes.

En una magistral intervención, Ann Pettifor abogó por “volar el oleoducto del dinero fácil” porque estructuralmente favorece la concentración de riqueza. También algunas cuestiones quedaron pendientes o tratadas insuficientemente, como la necesidad de encontrar alianzas con luchas obreras y sindicatos, o de cómo conseguir todos estos cambios, cómo hacerlos realidad, las estrategias de acción, siempre insuficientemente tratadas.

Pero quizá el cuello de botella más importante sea el hipercomplejo tema de la deuda, con interrelaciones directas con la soberanía monetaria. Quizá hace falta un Beyond Debt. Un evento específico para tratar de encontrar salidas que escapen de eslóganes fáciles, como cancelarla por completo —ya que no tienen en cuenta las derivadas globales que algo así podría provocar y no distinguen entre deuda interna y externa—, pero que asuman que en realidad una buena parte es impagable —y odiosa—, y eso lo sabe hasta el apuntador.

Sin embargo, pese a todos los obstáculos y puntos ciegos, hay un camino trazado claramente por dos de las, en mi opinión, mejores intervenciones del evento: la de la autora del IPCC Julia Steinberger y la del antropólogo Jason Hickel. En ellas, además de muchas otras cuestiones interesantísimas, eligieron hablar de democratización, de asambleas ciudadanas, de cómo el sistema político actual está obsoleto, corrompido por el poder económico y sujeto al cortoplacismo electoral. Sólo mediante la democratización radical podemos albergar esperanzas de maniobrar a tiempo. La brecha entre ciencia y política, que este evento ha puesto aún más de relieve, sólo se podrá cerrar con más democracia, o con su antagonista.

Con una fórmula que precisamente une el mejor conocimiento científico disponible con la mejor forma de hacer políticas de urgencia que conocemos. Las asambleas están funcionando, y como sucede con esta conferencia, los medios no lo están contando. Y esas omisiones, como denunció la propia Julia Steinberger, tienen un claro motivo.

Allí donde se celebran estas asambleas se proponen medidas más adecuadas y radicales que las que ningún partido político podrá llevar a cabo. Si bien algunos llevan estas medidas en sus programas, lo que necesitamos es un cambio político que haga posible lo que, aunque imprescindible, hoy es imposible. Una reforma no reformista que, bien aplicada, sería revolucionaria. Asambleas temáticas y regionales que vuelvan a enraizar la política en el suelo que pisa, y que eviten que las decisiones se tomen con trazo grueso, con influencias de los lobbies y sin tener en cuenta el conocimiento de los expertos, y del propio territorio. Para temas como la transición energética, no pueden ser más cruciales.

Uno de los mayores responsables de que este evento tuviera lugar y fuera tan fértil fue el presidente del evento y copresidente de los Verdes europeos, Phillippe Lamberts, que pidió que este tipo de eventos se den en los parlamentos de los distintos países, y del que se podría hacer un artículo entero sólo con sus aportaciones. Pero destacaré una: si fallamos a la hora de reducir el metabolismo de nuestras economías, lo que vendrán serán más autoritarismos y dictaduras.

Ya las estamos viendo crecer como setas en toda Europa por no gestionar esta contradicción. Una contradicción que en castellano se entiende aún más fácil: o el decrecimiento ineludible se transforma en una cuestión vox populi, es decir, gestionado de manera radicalmente democrática, o acabará siendo Vox, a secas.

[Fuente: Ctxt]

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2023

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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