La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rafael Poch de Feliu
El curso de la guerra
El ejército ruso, o mejor dicho el grupo Wagner a él asociado, ha concluido esta semana la conquista de Bajmut. Hasta 2016, esa ciudad del Dombás hoy convertida en ruinas se llamaba Artiomovsk, en honor al dirigente bolchevique Fiodor Sergeyev (cuyo nombre de guerra era Artiom). Sergeyev fue el inspirador de la República de Donetsk durante la guerra civil y luchó en 1918 contra intervencionistas extranjeros, rusos blancos y nacionalistas ucranianos. Cuando la población del Dombás proclamó en 2014 la República Popular de Donetsk, como reacción al cambio de régimen auspiciado por Estados Unidos y la Unión Europea al calor de la revuelta popular en Kiev, la nueva república se declaró sucesora de aquella primera república de 1918. Así que, en 2016, el presidente ucraniano Petró Poroshenko cambió el nombre de la ciudad en el marco de la campaña de anulación de nombres, monumentos y símbolos soviéticos y su sustitución por la narrativa nacionalista del nuevo régimen.
En la actual guerra, la ciudad fue declarada “fortaleza inexpugnable” por el gobierno de Kiev, que construyó allí una de sus tres líneas fortificadas de defensa. La prensa occidental y ucraniana glosaba hace unos meses la “importancia estratégica” de Bajmut/Artiomovsk. Ahora que ha sido tomada por los rusos, en un pulso militar iniciado el pasado febrero, los mismos medios y personas se refieren a la ciudad como “estratégicamente irrelevante”. Con Bajmut ha pasado lo mismo que con el periodista Seymour Hersh, “brillante y galardonado periodista” y “ganador del Pulitzer” hasta que desveló con detalle cómo Estados Unidos voló los gasoductos NordStream por orden del presidente Biden, momento en el que Hersh pasó a ser un “polémico periodista”. Ahora la conquista rusa de Bajmut apenas ha sido noticia aquí.
La toma de Bajmut, donde Ucrania destacó unidades de élite que preveía utilizar en su anunciada “contraofensiva”, es un indicador de que Ucrania está perdiendo la guerra y registrando muchas más bajas en combate que el ejército ruso, según los análisis más fiables.
Los analistas rusos se toman muy en serio la anunciada —y no se sabe muy bien si ya iniciada— “contraofensiva” ucraniana. Saben que las cosas pueden torcerse, pero los números no les cuadran. A diferencia del año pasado, ahora Rusia tiene superioridad numérica en efectivos y en artillería, el arma que decide una campaña que se parecería más a las de la Primera Guerra Mundial que a las de la Segunda, si no fuera porque Moscú practica una clara economía de vidas humanas en sus filas. Naturalmente, no es eso lo que nos explica la propaganda de guerra occidental y su correa de transmisión mediática, con su imagen de la guerra como picadora de carne rusa. No nos equivoquemos, y menos aún lo celebremos: los que ahora están poniendo más muertos en esta dramática carnicería son los ucranianos. Y su disponibilidad de nuevos soldados es muy inferior a la rusa.
La actual Ucrania, con su éxodo de ocho millones de ciudadanos al extranjero, más de tres millones de ellos hacia Rusia (otro dato revelador que ha sido ocultado), debe tener unos 25 o 30 millones de habitantes, frente a los 145 millones de Rusia. Ucrania está reclutando desesperadamente por la calle a ciudadanos sin ganas de ir al frente. En Járkov ya hace meses que los hombres en edad militar evitan refugiarse en el metro cuando hay alarmas, como hacían el año pasado, por temor a que una redada les envíe a morir al frente en 48 horas. Muchos evitan salir de casa por el mismo motivo. Centenares de miles de jóvenes rusos se han ido del país para evitar ser llamados a filas, y lo mismo pasa en Ucrania, donde en diciembre el servicio de fronteras informó de 12.000 detenidos intentando cruzar ilegalmente la frontera hacia Rumanía. Según informes de organizaciones antimilitaristas alemanas, hay más de 175.000 desertores y objetores conocidos en Ucrania. Y eso en un país en el que la exención militar se compra con unos miles de dólares convenientemente entregados a la persona adecuada.
Es una opinión bastante generalizada, tanto en Rusia como en Occidente —generalizada, pero apenas publicitada—, que los tanques y aviones suministrados por la OTAN o pendientes de suministrar cambiarán poco esa correlación de fuerzas. Estamos ante una guerra de desgaste para la que Rusia, pese a la manifiesta desproporción de fuerzas ante la OTAN, parece bien dotada desde el punto de vista industrial. Tiene un buen sistema de defensa antiaérea y un buen sistema de misiles que, por lo que parece, ya ha anulado alguna carísima batería Patriot americana, como sugiere, más allá de las respectivas propagandas, el hecho de que la cotización en bolsa de la empresa que fabrica esas armas haya caído este mes como reacción a las noticias sobre su ineficacia, lo que tendrá dramáticas consecuencias para la venta y exportación de esas armas vendidas como “infalibles”.
Todo eso no quiere decir que las cosas vayan bien para Rusia. Las nuevas armas occidentales, misiles ingleses, tanques alemanes y, algo más lejos, los aviones americanos, están alimentando la escalada bélica y seguramente harán posible ataques más concentrados contra Crimea. Por otro lado, las incesantes bravatas y acusaciones del jefe del grupo Wagner, Evgeni Prigozhin, contra el ejército ruso, insultando a sus generales y al propio ministro de Defensa y echando en cara que no le suministraron municiones, retratan muy bien los desbarajustes internos rusos.
Más allá de lo estrictamente militar, Rusia ha perdido el grueso del capital de rusofilia que había en Ucrania antes de la invasión. El nacionalismo étnico ucraniano, antes solo dominante en Galitzia y en las regiones occidentales del país, ha avanzado muchas posiciones en el conjunto del territorio. Fuera de Crimea y del Dombás, el resentimiento hacia Rusia de los ucranianos rusoparlantes ha crecido de forma irreversible. Esa es la única victoria conseguida por el nacionalismo ucraniano en esta guerra, y los rusos la han servido en bandeja.
La presión occidental, política y mediática, apoyando a los sectores más delirantes de Ucrania que sueñan con una “victoria completa”, con reconquista de todo lo que los rusos se han anexionado, Crimea incluida, es extremadamente peligrosa. Tal reconquista sigue pareciendo imposible sin una intervención militar directa de soldados de la OTAN en el conflicto, y en ese caso la hipótesis nuclear rusa cobraría grandes posibilidades.
Respecto a la sociedad rusa, sigue sin estar en pie de guerra. El conflicto no se nota en Moscú y San Petersburgo, más allá de la dureza de la represión contra una oposición marginal en los raros casos en los que esta se manifiesta. En ese contexto, una mayor implicación militar occidental, así como las acciones y ataques ucranianos contra territorio ruso, como la razzia militar de “voluntarios rusos de extrema derecha” en la región fronteriza rusa de Bélgorod, no harán más que cimentar el apoyo de una sociedad en general muy poco apasionada hacia la guerra.
Los atentados ucranianos en Rusia contra personalidades civiles que apoyan la guerra ya son abiertamente reconocidos por sus autores. “Lo que ellos llaman terrorismo, nosotros lo llamamos liberación”, ha dicho el joven general responsable de esos atentados en el Ministerio de Defensa ucraniano, Kiril Budanov. “Eso no empezó porque yo me volviera loco y empezara a matar gente en Moscú, sino porque ellos invadieron nuestro país desde 2014. No me voy a extender sobre esto, pero mataremos rusos y seguiremos matando rusos en cualquier lugar del mundo, hasta la completa victoria de Ucrania”. Decenas de “colaboracionistas” en las regiones ocupadas por los rusos han caído en atentados: el escritor Zajar Prilepin, el 6 de mayo en Nizhni Nóvgorod, que sobrevivió al atentado con bomba en su coche que costó la vida a su guardaespaldas y chófer; el bloguero ultra Vladlen Tatarski, muerto por bomba el 2 de abril en un café de San Petersburgo durante una charla en la que decenas de asistentes resultaron heridos; y la joven periodista Daria Dúgina, hija de un filósofo de derechas el pasado agosto, por una bomba colocada en su coche. “Estos casos han ocurrido y continuarán, esa gente recibirá un bien merecido castigo que solo puede ser su eliminación, que yo llevaré a cabo”, proclama Budanov, un ruso de Odesa de 37 años de edad.
El año pasado la posición declarada de Estados Unidos era disuadir a los ucranianos de ataques a territorio ruso, mientras que los ucranianos no reconocían la paternidad de sus acciones. Este año, las cosas han cambiado, Budanov lo dice bien claro, y hasta el timorato ministro de Defensa alemán, Boris Pistorius, califica de “completamente normales” las operaciones ucranianas en territorio ruso.
“Sabemos muy bien que las decisiones sobre estos atentados terroristas no se toman en Kiev, sino en Washington”, ha dicho el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov.
Estos hechos, así como los diversos sabotajes contra líneas férreas y otros cometidos en Rusia, se volverán contra Ucrania y Occidente, porque van a ir estrechando el consenso social interno ruso hacia una guerra que hoy sigue sin provocar entusiasmo, y eventualmente hacia una plena movilización con cierre de filas, en caso de que la OTAN intervenga directamente. Al mismo tiempo, estos atentados son un anuncio de lo que le espera a Rusia en las regiones ucranianas que ocupa, en caso de “victoria” militar con congelación del conflicto.
En el plano internacional, la última cumbre del G-7 en Hiroshima ha insistido en la escalada: capitulación e incondicional y plena retirada militar rusa, más “inquebrantable apoyo a Ucrania durante el tiempo que sea necesario hasta llegar a una paz justa” y luz verde a la entrega de aviones de guerra modernos, mientras que por el otro lado se endurece la tenaza contra China. La respuesta ha sido una mayor cooperación industrial y militar entre Moscú y Pekín, con la visita a Pekín, esta semana, del primer ministro ruso, Mijaíl Mishutin, acompañado de la tercera parte de los ministros de su gabinete, y la visita a Moscú del responsable de seguridad del Politburó del partido chino (es decir, el número uno en seguridad, mucho más que un ministro), Chen Wenqing.
Los chinos son muy conscientes de que Washington quiere “reproducir la crisis ucraniana en la región de Asia Pacífico”, se lee en el diario chino Global Times. El objetivo es una guerra por procuración contra China y la formación de una OTAN de Asia, dice. Los chinos se preparan contra la extensión de la guerra que propugna Estados Unidos con toda claridad y han pedido a los rusos que les transfieran sus sistemas de defensa antiaérea más modernos, incluidos los modelos S-400 y S-500 recién fabricados y perfeccionados. Obviamente, Rusia recibirá a cambio apoyo industrial/militar de China, tanto más intenso cuanto más se implique militarmente la OTAN contra ambos.
[Fuente: Ctxt]
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