La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Nuria Alabao
Contra el feminismo de qué hay de lo mío
En un artículo anterior explicaba cómo la ley del ‘solo sí es sí’ y la ley de paridad son propuestas feministas que no responden a las prioridades de las mujeres que no pertenecen a las clases medias o altas. ¿Por qué la mayor parte de “logros” feministas no llegan a las mujeres pobres o incluso pretenden criminalizarlas como se hace con las migrantes sin papeles o con las prostitutas?
Las huelgas feministas de años anteriores —2018 y 2019 fundamentalmente— consiguieron posicionar públicamente la cuestión de la reproducción social, donde reside una de las potencias transformadoras más importantes del feminismo cuando se combina con una mirada de clase. Aunque el cambio cultural es innegable —y probablemente lo más importante que ha pasado en este ciclo—, después de unos años de las mayores movilizaciones feministas de las últimas décadas podemos decir que el balance de políticas destinadas a mejorar las condiciones de vida de las que están más abajo desde una óptica feminista ha sido escaso —más allá de la subida del salario mínimo que afecta a muchas mujeres—. Aquí el feminismo no es una excepción, la mayoría de las políticas que se aprueban están pensadas para las clases medias y altas.
También han sido casi nulos los avances que tienen que ver con cuidados, por ejemplo en la mejora de la Ley de Dependencia o de la inversión en este ámbito, que es central, y del que se habla muy poco. Podríamos nombrar sin embargo las mejoras en derechos laborales de las trabajadoras del hogar, aunque todavía queden muchas cosas por conseguir. La universalización y gratuidad de las escuelas infantiles es otra medida que cambiaría radicalmente la vida a muchas mujeres y que no parece una prioridad de casi nadie. Digamos que lo que no tiene que ver con sexualidad o violencia —lo traté en este artículo—, techos de cristal o políticas simbólicas tiene menos posibilidades de colarse en la agenda.
El feminismo es “un campo social”, como diría Bourdieu, donde se producen y negocian significados sociales y donde se generan y disputan capitales —es decir, tipos de poder—, ya sean económicos, culturales, sociales o simbólicos. En el campo feminista también se generan hegemonías. Paula Sánchez Perera analiza, en Crítica de la razón puta (La oveja Roja, 2023), cómo la posición abolicionista de la prostitución se ha convertido en hegemónica, en una seña del feminismo del poder —no necesariamente en la posición social mayoritaria, sino solo la del campo—. El feminismo es valioso por su capacidad de movilización y penetración social, por lo que se producen intentos de determinados partidos o figuras públicas de hacerse con su capital político erigiéndose en sus legítimas representantes. Basta comparar con otros campos, por ejemplo el ecologismo, que aunque también sufre intentos de apropiación, más bien lo hace de sus conceptos y propuestas —descafeinándolas o adaptándolas al mercado—, pero pocos políticos dicen legislar en nombre del movimiento y ninguno se pasea impunemente por una manifestación contra la crisis climática. ¿Será porque en el ecologismo todavía hay gente que ejerce la desobediencia civil, cosa que apenas sucede en el feminismo actual en España?
Así, el hecho de que el feminismo esté conformado de una manera tan transversal e interclasista vuelve difícil operar políticamente a las que pensamos que puede ser una palanca de transformación de lo existente, las que apostamos por un feminismo de las de abajo –o de clase– que busca la redistribución radical de la riqueza y del poder, uno que no se conforma con su 50% del infierno. Podemos expresarnos, manifestarnos u organizarnos para luchar por estos principios, pero al hacerlo a partir del feminismo compartimos “campo” con otras que lo utilizan como una vía de ascenso social o laboral, para legitimar sus posiciones institucionales, buscar presencia en redes —muchas veces movilizando la economía de la indignación— o defender su inclusión en listas electorales.
Techos de cristal
Este contexto implica enormes retos para el feminismo de las de abajo que, en la lucha por la hegemonía dentro del movimiento, y en la lucha entre los diferentes proyectos que contiene, parece que va perdiendo. Por una parte, el momento de cierre político post 15M se refleja también en las posibilidades que tenemos de operar. Si el momento es de repliegue o conservador —contrarrevolucionario, podemos decir, si el punto de comparación es la irrupción del 2011—, el campo feminista se vuelve también un reflejo de este contexto. Por otra, también es un reflejo de la propia estructura social: las feministas que ya ocupan lugares de poder —económico, político o simbólico— tienen más altavoces de todo tipo. Este feminismo concibe la desigualdad de género como una “disfunción del sistema” que se puede superar sin tocar demasiado el resto de la organización social; es decir, consideran que la sociedad ya está bien y que solo faltan mujeres en los lugares de toma de decisiones.
Pero también existen bases materiales para un feminismo “del techo de cristal”, ya que las mujeres de clase media o alta han conseguido llegar a determinadas posiciones sociales de relevancia, pero se encuentran con una barrera a la hora de asumir espacios de poder: el famoso techo de cristal del feminismo liberal. Por eso el PSOE ha aprobado una ley de paridad, es decir, que fija cuotas de cuántas mujeres tiene que haber en consejos de administración, colegios profesionales, gobiernos y listas electorales. Está contentando así a una parte importante de sus bases sociales o militantes, la que tiene más capacidad de incidencia política, pero además, en esta propuesta es inevitable ver algo del feminismo de “qué hay de lo mío”. Algunas de las impulsoras de esta ley sin duda acabarán en consejos de administración de eléctricas y constructoras, como viene sucediendo habitualmente con muchas figuras políticas en España. Ahora lo tendrán más fácil.
Veamos algunos datos sobre techos de cristal y cambios sociales en la composición del trabajo. En la administración pública española, aunque ya existe una mayoría de mujeres —el 57,7%— según datos del Instituto Nacional de Estadística de España del 2022, el número de mujeres disminuye a medida que se asciende de categoría profesional. Aunque son una clara mayoría entre los auxiliares y el personal de servicio, hay menos representación entre los altos cargos y las direcciones —solo el 37,8% son mujeres—. Podemos comprobar esta desigualdad también en la carrera judicial. Las mujeres ya son mayoría entre los jueces —el 54%—, pero todavía son una minoría en casi todos los estratos superiores. En el Tribunal Supremo, de los 74 magistrados solo diez son mujeres —un 12,34%—, y lo mismo sucede en las Audiencias Provinciales —el 34,5%— o en la Audiencia Nacional –44,4%—. Encontramos asimismo ejemplos en la carrera sanitaria, ya que, según el INE, la mayoría de los médicos colegiados son mujeres —el 54,2%—. Sin embargo, solo suponen el 32,7% de los profesionales médicos con cargos directivos en el sistema público de salud en España, según un estudio del Observatorio Mujeres, Ciencia e Innovación del 2019. La universidad no arroja resultados diferentes. Hoy, la mayoría de alumnas son mujeres y sus resultados académicos son mejores que los de los hombres, pero la presencia de mujeres es mayoritaria en los niveles inferiores de la carrera académica, mientras los niveles superiores están masculinizados, como sucede con el título de catedrático de universidad: solo hay un 26% de mujeres, según datos del Ministerio de Universidades correspondientes al curso 2021-2022.
Esto en el sector público, mientras que esta desigualdad de poder es mucho más acusada en el sector privado, sobre todo en los consejos de administración y en la alta dirección de empresas, donde las mujeres ocupan el 27,7% de los cargos, mientras que los hombres ocupan el 72,3% restante, según un informe de la Comisión Nacional del Mercado de Valores del 2021. También son minoría en puestos intermedios —el 34 %—, mientras que representan el 54,6% de los puestos de auxiliares y similares.
Por tanto, las mujeres de clase media o alta son mayoría —cualificada— en muchos ámbitos pero no han obtenido un poder equiparable. Esta composición social de mujeres que ven sus posibilidades de ascenso coartadas por el machismo estructural es, probablemente, la base material que ha dado fuerza al feminismo en los últimos años en España y lo ha posicionado con esa centralidad. De ahí que hayan tomado tanta relevancia las políticas de cuotas, contra el techo de cristal o simbólicas —de representación en lugares visibles— cuando no es una demanda muy presente en las luchas de calle. No se trata aquí de que no tengan derecho a “llegar” o conseguir poder, sino que esa no puede ser nuestra lucha si hablamos desde un feminismo de las de abajo. Que algunas mujeres lleguen a puestos de mando, aunque puede ser legítimo, no va a cambiar ni un ápice la situación laboral o vital de las que están situadas en la base de la pirámide, ni nos va a hacer la vida mejor a la inmensa mayoría de mujeres, solo va a dar una pátina feminista a este sistema injusto. Simplemente, esa no es nuestra lucha.
Contra las cuotas
En Estados Unidos, desde principios de los setenta del pasado siglo se vienen implementando este tipo de políticas de “discriminación positiva”, impulsadas por el feminismo liberal de NOW, que también apostó por el llamado “paradigma antidiscriminatorio” que, mediante la lucha legal, busca confrontar las desigualdades en el empleo. Nixon impulsó este paradigma tanto en cuestiones raciales como de género, mientras implementaba una política de mano dura contra los pobres en los guetos que empezó a llenar las cárceles —sobre todo de negros—. Este tipo de políticas no son nunca incompatibles con empeorar la vida de los que nunca van a poder ser integrados, como explica Susan Watkins en este artículo de la New Left Review. La ley de paridad y la ley del ‘solo sí es sí’ serían así dos caras de una misma forma de gobernarnos que se produce a través de la integración diferenciada —las que pueden llegar— y la exclusión selectiva —el refuerzo del sistema penal siempre va en detrimento de las de abajo—.
Por su parte, después de varias décadas de aplicación, las políticas de discriminación positiva casi habían conseguido cerrar la brecha de género en salarios y estatus entre las capas profesionales —el 15% de mujeres que están en lo más alto— en 1990, como demuestran estudios como el de Paula England. (Aunque se vuelve a abrir cuando esas mujeres son madres.) Sin embargo, para la gran mayoría de ingresos medios –60% de los trabajadores—, la brecha de género se redujo porque las condiciones de los hombres y sus salarios empeoraron, según investigaciones como las de Francine D. Blau y Lawrence M. Kahn. En las posiciones más bajas de la escala social, este tipo de políticas tienen cero impacto, las mujeres están más explotadas que antes por el avance del neoliberalismo y la precariedad laboral. ¿Alguien ha propuesto cuotas en los invernaderos de Almería o en la conducción de camiones?
En definitiva, sus beneficios han alcanzado mayoritariamente a la clase media-alta mientras se dejaba tras de sí una base de la pirámide social racializada, empobrecida y desigual. Del feminismo liberal se ha beneficiado tan sólo una minoría de mujeres que han visto cómo se les abría una multiplicidad de oportunidades profesionales y de ascenso social de las que estaban excluidas hasta entonces, mientras el resto sigue luchando por sobrevivir, como señala Watkins. Porque puede haber más igualdad entre hombres y mujeres mientras descienden las condiciones de vida de la mayoría y sobre todo del sector más excluido —aproximadamente un 30% de la población en España—, donde por supuesto se encuentran las migrantes.
Mejor apoyo mutuo que sororidad
Por tanto, una de las grandes cuestiones a las que nos enfrentamos desde un feminismo de clase es cómo podemos hacer de un movimiento interclasista, como el feminismo, una herramienta útil para la transformación que rompa el clasismo y sitúe los intereses de las que están más abajo en el centro, sean pobres, putas, trans o migrantes. Esto nos lleva a interrogarnos por nuestra propia composición social, ¿cómo trabajar políticamente con las mujeres más pobres o precarias? Aunque esto ya está sucediendo en algunas asambleas, donde se juntan trabajadoras domésticas organizadas o trabajadoras sexuales y otras formas de sindicalismo feminista, el feminismo sigue siendo mayoritariamente de clase media —y urbano—, una cuestión que no afecta únicamente a este movimiento sino que comparte con otras muchas movilizaciones de base. Las respuestas no son fáciles. Por un lado, la cuestión de reproducción social —desde una mirada de clase— sigue siendo un lugar político central desde el que impulsar propuestas transformadoras. (En este sentido, resulta inspiradoras las movilizaciones de los movimientos feministas vascos por un sistema de cuidados que los desprivatice, los universalice y mejore las condiciones de trabajo de las cuidadoras.) Por otra parte, más que encerrarnos en lo que se considera estrechamente “temas de mujeres”, tenemos que atravesar otras luchas en marcha, formar parte como feministas del movimiento de vivienda, el sindicalismo social, las luchas laborales o contra las fronteras. También con aquellas que defienden formas de distribución indirecta de la renta como son la sanidad y la educación –donde también es imprescindible introducir una mirada de clase—.
La pregunta sería ¿cómo romper la sororidad abstracta entre mujeres —es decir, el falso interclasismo feminista— para poner en el centro el apoyo mutuo entre las de abajo? O por lo menos, ¿cómo dar lugar a alianzas políticas que consigan situar esos intereses y esa mirada de clase en la agenda política? Sin duda, compartir espacios de militancia con mujeres que tienen otras preocupaciones distintas a las mujeres de clase media puede ayudar a centrar los discursos y las propuestas políticas. Si el feminismo de transformación quiere avanzar, tiene que consolidarse en este tipo de organizaciones existentes u otras nuevas, dotarse de instituciones propias que sean capaces de lanzar y sostener conflictos, y de mantener posiciones autónomas que no asuman e incluso defiendan la agenda que nos imponen desde los ministerios. La política no pasa solo por hacer demandas de derechos al Estado, sino que tiene que dar lugar a un mundo propio.
De aquí se desprende también el reto de articular un proyecto con vocación universalista. Si no queremos estar subordinadas es porque queremos un mundo donde nadie tenga que estarlo. Por tanto, desde este lugar se puede cuestionar toda la organización social. Nuestra preocupación por la situación de las mujeres no puede construirse al margen del cuestionamiento de la explotación y el sufrimiento de los hombres de clase trabajadora. Nos importa que no haya trata con fines de prostitución forzada porque no queremos que exista ningún tipo de trabajo forzado. No creemos en la explotación reproductiva porque no queremos ningún tipo de explotación. Por tanto, ¿cómo construir a partir de la posición de subordinación de las mujeres una propuesta emancipadora asociada a un proyecto de carácter universal que también pueda hacer más fuerte nuestra lucha? Probablemente solo desde estos planteamientos podremos desmarcarnos del interclasismo feminista y avanzar en una agenda propia del feminismo de las de abajo que vaya más allá de las leyes de paridad y de las leyes penales, y que cortocircuite la apropiación de nuestra capacidad de enunciación política con el objetivo de gobernarnos mejor.
[Fuente: Ctxt]
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