¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Pere Ortega
Alternativas a la seguridad y la defensa de los estados
La clase política occidental, en general, nunca ha tenido interés en profundizar sobre una cuestión tan trascendental como es la construcción de la paz desde la perspectiva de la noviolencia. En cambio, sí lo ha hecho, y mucho, sobre cómo regular la seguridad y la violencia. Pese a ello, ha habido excepciones, y algunos pensadores de la talla de Rawls, Arendt, Tilly, Galtung, Habermas, Bobbio y Gandhi entre otros, se han ocupado de reflexionar sobre la seguridad y la violencia desde otras perspectivas que permitieran que la convivencia estuviera regulada por medios menos violentos. A pesar de esas reflexiones, existen pocas experiencias y propuestas de cómo gestionar la violencia desde posiciones que favorezcan a la mayoría de la población mundial, en especial, a las capas sociales más desfavorecidas; en cambio, sí las hay desde concepciones que favorecen a las capas sociales más altas. Es desde ese despropósito sectario que, en general, la seguridad se concibe como ausencia de violencia física, personal que, por defecto, conlleva la persecución del delito y de quien lo comete mediante medidas coercitivas “duras”. Algo que podemos denominar como securitización. Para simplificar: una seguridad basada en leyes punitivas que persiguen el delito mediante fuerzas policiales que garanticen la seguridad interior. Pero, en cambio, no se han desarrollado, o son escasas, las políticas que pongan el acento en elaborar medidas sociales y de cuidado que tengan como propósito la reducción de la delincuencia.
Algo similar ocurre en el ámbito de la seguridad nacional. De la protección de la soberanía delimitada por las fronteras del estado se encarga el ejército mediante un sistema de defensa militar basado en la disuasión de posibles ataques del exterior, y del interior, en el caso de rebelión de la población. También, para intervenir en el exterior para pacificar conflictos que pudieran poner en peligro la seguridad nacional o regional. Una defensa militar que también tiene un carácter securitario, pues pretende resolver los conflictos mediante medidas igualmente “duras”: el uso de la fuerza.
En definitiva, unos modelos de seguridad que han favorecido en mayor medida a las élites, pues tratan de preservar los bienes privados que, en mayor medida, están en manos de las clases acomodadas. Unos modelos que en poco ayudan a la población en general, en especial la que se sitúa en la parte baja de la sociedad. Esto se evidencia si se analizan cuáles son las seguridades que demandan las poblaciones, que, además de reclamar seguridad física para su persona y bienes, también demandan una seguridad que provenga de disponer de trabajo, vivienda, alimentación, medio ambiente y una protección social que proporcione dignidad a sus vidas.
Debido a esta discriminación en el modelo de seguridad vigente en el mundo, Naciones Unidas, a través de la agencia del PNUD, en el Informe de Desarrollo Humano de 1994, lanzó la propuesta de Seguridad Humana con el enfoque de que ésta debía estar dirigida a proteger a las personas en todas sus necesidades y capacidades, y no centrarse en la seguridad de los estados.
Sin embargo, a pesar de los argumentos que señalaba el informe de Seguridad Humana y los posteriores de desarrollo humano que lo complementaban, los analistas afines a los grupos en el poder del norte global se han obstinado en continuar afirmando que el derecho a la seguridad de los estados está relacionado con la defensa militar. Que el derecho a la defensa es un principio del derecho natural que debe ser respetado y acatado. Una concepción que sigue siendo la predominante cuando se observa que la seguridad debe estar siempre relacionada con defensa. Una concepción que, aunque tiene algún aspecto coincidente —el derecho a defenderse ante una agresión— en otras ocasiones puede que sea contraproducente, pues la respuesta a una agresión no necesariamente requiere de respuesta armada. Así, una cosa es que ante una agresión violenta nos defendamos, y otra si responder con violencia es la mejor de las respuestas, pues puede haber otras respuestas que impidan una espiral que conduzca a más violencias de las que después sea mucho más difícil salir.
Por otro lado, no es lo mismo una agresión interpersonal que una agresión entre estados. Pues en la primera, el sufrimiento queda circunscrito a un grupo reducido de personas, mientras que una agresión entre estados puede conducir a una violencia muy superior: la guerra. Guerra donde existe el consenso de que es la más perversa de todas las violencias por el enorme sufrimiento que comporta para las poblaciones que la sufren. Cuando, y, sobre todo, los estados disponen de mecanismos (diplomacia) para evitarlas actuado sobre las causas que las motivan. Pues, ¿acaso la guerra es la mejor manera de defenderse cuándo el mal que puedes provocar puede ser muy superior al que quieres remediar?
Sobre la guerra justa
A lo largo de la historia ha habido profundos debates entre quienes han justificado la existencia de guerras justas e injustas, y que ha llevado a diversos autores a diferenciar entre ellas desde un punto de vista ético, basándose en el derecho a defenderse ante una agresión. Fue Agustín de Hipona quién formuló los principios morales de cómo debe llevarse a cabo una guerra, entre los que se encontraba el derecho a la autodefensa. Desde entonces ha corrido mucha tinta, pero no fue hasta finales del siglo XIX, en Ginebra, donde se reglamentó a nivel internacional el ius ad bellum, o derecho a la guerra, y el paso al ius in bello o derecho internacional humanitario, que junto a diversas disposiciones posteriores han intentado regular el derecho a la guerra.
En su argumentación sobre la guerra, San Agustín advertía que, en la guerra, los ejércitos deben enfrentarse en una lucha entre iguales en un campo de batalla donde medir sus fuerzas, capacidades, estrategias y habilidades en combatir. Pero añadía una cuestión importante: que no se debía atacar a la población civil, sino que el combate únicamente debía ser entre militares. Entonces, debemos preguntarnos: ¿lanzar bombas con la impunidad que otorga arrojarlas a 10.000 o 14.000 pies de altura es justo? O: ¿lanzarlas sobre objetivos civiles como centrales eléctricas, plantas de agua potable, fábricas, escuelas u hospitales es justo?
Contradiciendo a San Agustín, el Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in Terris, escrita en plena Guerra Fría y justo después de la crisis de los misiles en Cuba de 1962, cuestionó el concepto de la guerra justa al señalar que, en la era de las armas nucleares de destrucción masiva, es absurdo defender la guerra cuando ésta puede producir un holocausto mundial. Juan XXIII, rechazó de forma incuestionable la carrera de armamentos y la guerra en sí misma, afirmando que la guerra no es un instrumento para restablecer la justicia. En definitiva, rechazó el concepto de guerra justa.
Desde la filosofía del derecho, John Rawls[1], para valorar si la guerra es justa o no, afirmará que un pueblo tiene derecho a declarar la guerra a otro pueblo por dos razones: autodefensa o defensa propia, o para llevar a cabo una intervención humanitaria, es decir, cuando el gobierno de otro país viola de manera brutal los derechos humanos de sus ciudadanos.
En contraposición, desde el pensamiento pacifista se rechaza la guerra en cualquiera de sus formulaciones, incluida la defensiva. Este movimiento, con los pensadores que lo han encabezado, se ha opuesto a la guerra. Einstein, Bertrand Russell, Gandhi, Luther King, Galtung… han aspirado a hacer posible la abolición de la guerra. Considerando que los humanos tienen capacidades para abordar los conflictos y concertar soluciones que impidan un sufrimiento tan enorme como el que comporta una guerra. Unas propuestas que pretenden hacer posible la aspiración de Emmanuel Kant en La paz perpetua,[2] donde se proponía que la paz sea un estado permanente en las relaciones entre los gobiernos. Aunque Kant añadía algo importante: que eso solo sería posible después de disponer de un gobierno mundial que tuviera como objetivo asegurar la paz mundial; y por tanto disponer de unos cuerpos de seguridad propios que puedan mediar e intervenir frente aquellos que se salten las normas de convivencia entre los pueblos.
Es desde esas concepciones que se puede afirmar de que no hay guerras justas, que todas son injustas para las víctimas de uno y otro bando. Injustas, por el dolor y destrucción que producen. Injustas, porque los humanos disponemos de capacidades para negociar cualquier tipo de conflicto y concertar soluciones que eviten la guerra. Injustas, porque todas sin excepción, podían haberse evitado si los estados hubieran actuado sobre las causas que las motivaron.[3] Si esto no ha sido así es debido a que, en nuestro mundo actual, prevalece el uso de la fuerza antes que el del diálogo y la negociación política. Algo que ocurre porque nuestras sociedades están dominadas por un sistema patriarcal y jerárquico donde el poder radica en el uso de la fuerza. Y es por este motivo que los estados continúan aumentando sus capacidades militares, cuando podrían recurrir a aumentar sus capacidades diplomáticas a través del diálogo cultural, compartir la seguridad, las relaciones económicas e instalando una coexistencia pacífica con los países vecinos. El establecimiento de unas relaciones multilaterales donde predominara la cooperación y la fraternidad con el objetivo de alcanzar una convivencia que impidiera la guerra. Es desde esa concepción que se puede afirmar que la guerra justa no existe, que es un oxímoron, que las guerras siempre son injustas para las poblaciones que las sufren y que es posible abolirlas.
Sobre los ejércitos defensivos
De los ejércitos defensivos se empezó a hablar en los años más duros de la Guerra Fría, con el auge de la carrera de armamentos nucleares con la que se amenazaban las dos entonces potencias hegemónicas, Estados Unidos y la URSS. Algunos estrategas de ambos bandos auspiciaron, a principios de los años 1970, la propuesta de diversos tratados: el de Misiles Antibalísticos (ABM) o escudo antimisiles que impedía la instalación de antimisiles en Europa; y el que eliminaba las Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF), que eliminaba los mísiles de medio y corto alcance en suelo europeo. Era la doctrina de destrucción mutua asegurada que, supuestamente, impediría una guerra nuclear entre las dos potencias. Aquellos Tratados desataron el debate sobre las armas defensivas y si éstas eran útiles para construir ejércitos estrictamente defensivos. Esos debates tenían un precedente en el movimiento de los países no alineados, que rechazaban el imperialismo y se situaban fuera de la órbita de Estados Unidos y de la URSS buscando un camino intermedio de neutralidad. Una neutralidad que unida a la propuesta de desarme que pedía Naciones Unidas abría la esperanza de un cambio de rumbo en la política de enfrentamiento entre los dos bloques. Pues frenar la carrera de armamentos era tanto como abogar por un mundo menos militarizado y más defensivo que ofensivo.
En esos debates apareció la propuesta de que los estados neutrales y no alineados iniciaran el camino de construir un modelo de fuerzas armadas destinadas a defender sus territorios mediante armas de tipo defensivo que disuadieran a posibles invasores de ataques exteriores. No obstante, hay que precisar que el arma defensiva es paralela al nacimiento de los ejércitos: el escudo, la armadura, el casco de acero, el antitanque o las actuales baterías de antimisiles forman parte de las armas defensivas de las que han sido y son poseedoras todos los ejércitos. Además, detrás del arma defensiva con la que proteger al militar y supuestamente a la población civil se esconde una falacia: todos los ejércitos combinan las armas defensivas y las ofensivas, pues los militares necesitan de unas y otras para contrarrestar los ataques de otro ejército. No obstante, cierto es que ha habido países que han dado mayor relevancia a los ejércitos defensivos, como ha sido el caso de aquellos que tenían una vocación de neutralidad, como en Europa lo han sido Suiza, Irlanda, Austria, o Suecia y Finlandia (hoy truncada tras su decisión entrar en la OTAN). Es importante tener en cuenta esa opción, porque un país que se declara neutral, aunque disponga de ejército, desarrolla una estrategia de defensa de sus territorios de carácter no ofensivo, al no estar integrado en un bloque militar.
Países con seguridad compartida
Dejando a un lado la seguridad interior, que merece otro tipo de planteamientos, aquí se va a hacer un recorrido sobre cómo afrontar la seguridad de un estado ante el temor de una posible agresión proveniente del exterior. Para prevenir esos ataques, los estados se han dotado de ejércitos con los que disuadir a posibles agresores. Esto viene siendo así por los menos desde hace unos siete mil años, pues antes, al parecer de paleontólogos y arqueólogos, en el paleolítico y hasta mediados del neolítico los humanos, durante miles de años, vivieron con escasas violencias y sin guerras, como lo demuestra la inexistencia de armas y fortificaciones militares en las excavaciones llevadas a cabo en múltiples lugares (Eisler, 2021).[4]
Considerando que la humanidad tiene una antigüedad de unos 300.000 años, tan solo hace unos 7.000 que los humanos han escogido como modelo de seguridad la defensa armada. Algo que en la etapa contemporánea se ha ido exacerbando hasta llegar a los ejércitos actuales, donde prima, en general, un desaforado crecimiento armamentista. Un armamentismo que, en el caso de las potencias, más que disuadir a posibles atacantes, aspira a alcanzar un poder que les permita ser hegemónicos a nivel regional y, si es posible, mundial. Una aspiración que, inevitablemente, conduce a una carrera de armamentos entre países que pretenden ese mismo objetivo y que conduce a enfrentamientos armados en territorios donde se disputan su control.
Un militarismo que contagia a países de tamaño medio o grande que continúan apostando por acrecentar sus capacidades militares. Algo que, por razones obvias, no es posible para estados de tamaño reducido. En el mundo actual existen 31 estados que no disponen de ejércitos, la mayoría de ellos porque debido a sus diminutas dimensiones se han visto obligados a establecer excelentes relaciones diplomáticas con sus países vecinos para evitar conflictos que los pudiera hacer desaparecer. Relaciones de convivencia regional a través de compartir la seguridad, del establecimiento de relaciones económicas y culturales. Entre ellos, algunos de mayor tamaño, como Costa Rica, Panamá o Islandia, no tienen ejército porque han subrogado la seguridad a terceros países. Pero unos y otros mantienen una coexistencia pacífica y de cooperación con sus vecinos que les proporciona seguridad.
Estos ejemplos deberían servir para reflexionar a los estados de mayor tamaño, para promover procesos de seguridad compartida entre países que faciliten el camino de un desarme con el objetivo de crear un equilibrio en seguridad a nivel regional y mundial. Un mínimo denominador común al que aspira Naciones Unidas a través de sus múltiples demandas de desarme destinadas a evitar la competición armamentística entre estados para evitar futuros conflictos.
El mejor camino para hacer las paces es trabajar por la multipolaridad, la confianza mutua, el respeto a la soberanía, la cooperación y el apoyo mutuo entre estados para alcanzar una seguridad común y compartida. Y en sentido contrario, oponerse a las políticas unilaterales, militaristas, de confrontación y de pretensión de dominación hegemónica. Un camino hacia la convivencia que pretenda substituir las sociedades competitivas y patriarcales por otras donde prime la cooperación que reduzca las desigualdades de género y sociales. Ese es el mejor camino para construir la fraternidad y la paz.
[Fuente: Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, n.º 161 (mayo), FUHEM. Pere Ortega es analista en temas de desarme, economía militar, conflictos y cultura de paz, y miembro del Centre Delàs d’Estudis per la Pau]
Notas
- Rawls, John, (1979), Teoría de la justicia, Madrid, Fondo Cultura Económica ↑
- Kant, Emmanuel, (2002), Sobre la paz perpetua, Madrid, Alianza editorial ↑
- Solo por poner el ejemplo de la actual guerra en Ucrania. Cuando las alertas amenazaban que se podía producir la invasión de Ucrania por parte de Rusia, hubo posibilidades de encontrar una solución que la evitara, pues hubo reuniones entre Anthony Blinken, secretario de Estado de EE. UU. y Serguéi Lavrov, ministro de Exteriores de Rusia. En la mesa de negociación fueron rechazadas todas las propuestas de Rusia y algunas de ellas, como la que exigía que Ucrania se comprometiera a que desde su territorio no se amenazará a Rusia no entrando en la OTAN podía haber sido aceptada, pero no fue así. ↑
- Eisler, Riane, (2021), El cáliz y la espada, Madrid, Capitán Swing ↑
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