La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Nuria Alabao
Una agenda propia para el feminismo de las de abajo
Dos de los logros feministas más recientes en el ámbito institucional han sido la ley de paridad, que fija por ley el tanto por ciento de mujeres que tienen que estar en determinados puestos de poder —como consejos de administración, gobiernos y listas electorales—, y la ley del ‘sí es sí’. Aunque esta nueva norma tenga una parte de reparación y asistencia a las víctimas, no podemos olvidar que también se está utilizando para reforzar el Código Penal: incluye nuevos delitos como el acoso callejero, medidas cautelares más duras y dificulta el acceso a beneficios penitenciarios como el tercer grado. Y aunque parece que en principio no era su objetivo, al final está consolidando también penas más altas; tanto el PSOE como Podemos han acabado confluyendo aquí. Este es el resultado final de una ley que se ha justificado por las movilizaciones feministas de estos años.
En las últimas dos décadas, el derecho penal sexual ha pasado a ser uno de los principales campos de experimentación del populismo penal: cada reforma endurece sistemáticamente las respuestas y las aproxima peligrosamente a los derechos penales excepcionales de los delitos de terrorismo, como señalan muchos juristas. Esta parece que no va a ser la excepción en un país que tiene una de las poblaciones carcelarias más numerosas de Europa mientras mantiene índices de criminalidad muy bajos. De manera que, bajo la bandera de la lucha contra la violencia machista, se está legitimando y reforzando el sistema de encarcelamiento, policial y represivo. También se ha defendido esta norma desde el feminismo de base —que se autodenomina “antipunitivo”— ya que contiene una parte asistencial. Sin embargo, nada impedía aprobar las medidas de asistencia —que necesitan presupuesto para implementarse— sin el penal —de aplicación automática y en principio más “barato”, aunque en definitiva implique la ampliación indirecta del presupuesto para sostener la pata represiva del Estado. En realidad, las cárceles y las fuerzas de seguridad del Estado salen caras si se piensa en todo el dinero que se deja de invertir en derechos sociales —también para las mujeres—. Además, tenemos pendiente una reflexión sobre por qué se tendría que condicionar el acceso a algunos de estos derechos que deberían ser universales —vivienda, renta, etc.— al hecho de ser categorizada primero como víctima.
Se dice que la nueva ley de Libertad Sexual está redactada para “proteger a las mujeres”, pero ¿a qué mujeres? Las que piensan en el sistema penal como una solución son las que tienen una experiencia del Estado como protector antes que opresor. No pertenecen a grupos que han sido categorizados como prescindibles, indignos de protección o no ciudadanos. Muchas de las “víctimas” —este también es un estatuto al que no pueden acceder todas— no se sentirán protegidas por esta ley porque no encajan en los estándares de la clase media blanca. Son las que se encuentran en la base de la pirámide social: las migrantes sin papeles, las trabajadoras sexuales, las mujeres trans o las gitanas pobres, y muchas otras que tienen hijos, compañeros o amigos en prisión —o han sido ellas mismas encarceladas—. Es decir, muchísimas mujeres pobres ni tienen fe en la justicia, ni pueden pagarse una buena abogada, ni la policía representa para ellas una imagen de seguridad. Algunas además dependen económicamente de los hombres que las han agredido o comparten hijos con ellos y por eso no denuncian, como ya expliqué en este artículo. Otras tampoco pueden hacerlo, aunque hayan sufrido violencias por miedo a ser expulsadas del país. Los CIES están llenos de mujeres afectadas por estas violencias a las que se suma la violencia que ejercen sobre ellas las instituciones del Estado. Apelar al sistema criminal, reforzarlo, legitimarlo, tiene impactos en las personas más desfavorecidas —racializadas y migrantes— y en las que están más abajo en general. Es una cuestión de clase, como explica Alison Phipps. Los principales problemas de estas mujeres son no tener papeles, no tener vivienda, no tener trabajo ni dinero, y otros muchos asociados con la pobreza y la falta de recursos. Muchas de ellas dicen que haber sufrido violencia sexual solo es uno más de esos problemas, probablemente no el más importante, como explica por ejemplo Laura Macaya en sus charlas a partir de su experiencia atendiendo a mujeres de barrios marginales como El Raval de Barcelona. Quizás esta óptica es difícil de entender para las que no tienen que enfrentarse a estos problemas.
El aumento de penas, los nuevos delitos, las dificultades para excarcelar o sustituir penas de reclusión, pueden acabar perjudicando a estas mujeres y a su entorno, y a los que ya están en el punto de mira. Por ejemplo, sorprendentemente la nueva ley castiga más a los menores, con una pena mínima de reclusión de un año, ¿a quién van a acabar encerrando, a un alumno de Nuestra Señora del Pilar donde estudia la jet-set o a un niño marroquí que migra solo y que únicamente por eso ya es sospechoso? ¿A qué sujetos se va a aplicar el acoso callejero y cómo se puede utilizar ese delito para reafirmar el control del espacio público? (Aunque se haya insistido en que se llame a todo agresión, hay que recordar que podemos estar hablando de conductas de muy diversa gravedad.) Las leyes penales no impactan sobre todos por igual. Con la excusa de proteger a las mujeres se puede acabar legitimado la violencia contra comunidades marginalizadas, como explica Phipps.
No podemos mirar para otro lado ante cuestiones como la brutalidad policial, la violencia sexual endémica en las prisiones o el racismo sistémico que se materializa en las cárceles, ni pensar que vale todo para “proteger” a las mujeres blancas de clase media de la amenaza sexual. Así, la ley de paridad y la del ‘solo sí es sí’ tienen algo en común: han sido redactadas bajo la óptica que da pertenecer a una determinada capa social privilegiada.
Además, no hay que olvidar que en la violencia contra las mujeres se entrecruzan tanto el patriarcado como el capitalismo y el colonialismo. A partir de elementos como la raza o el género, el capitalismo divide y estratifica a las poblaciones para poder explotarlas mejor, sobre todo en el ámbito del trabajo. La violencia sexual sirve para sujetar a las mujeres a esta posición subordinada. Sin embargo, se suele enfrentar esta cuestión únicamente desde el marco de los comportamientos individuales de determinados hombres “malos” a los que hay que castigar penalmente. Normalmente no se habla de cómo la desposesión capitalista y sus consecuencias sociales —desempleo, problemas de salud mental, explotación, etc.— están vinculadas con la reproducción de esa violencia, como explica Phipps. Además, el sistema penal y carcelario es una herramienta de control —para enfrentar las consecuencias del empobrecimiento o para frenar las propias luchas de transformación— y de reproducción de la violencia estructural. En realidad, la prisión es una escuela de violadores, un espacio donde se reafirman los peores aspectos de la masculinidad y el machismo, y donde cuantos más años se pasan más difícil es la reinserción, y por tanto aumenta la posibilidad de reincidencia. Acabar con la violencia tiene que ver, pues, con apuntar más lejos: con desarmar este orden de dominación, con cambios culturales y estructurales, y por tanto con la lucha por la justicia social, no penal. Así que poner el acento en este tipo de leyes no solo no va a acabar con la violencia sexual, sino que con ello podemos estar apuntalando este régimen de desigualdad. La violencia sexual es terror; también lo puede ser la forma en que se aborda y controla, dice Phipps, sobre todo si acaba, como en este caso, en una subida de penas.
¿Repensar nuestras prioridades?
El feminismo no debería quedar atrapado en la cuestión sexual cuando no hay una mirada de clase, como expliqué con más profundidad en este artículo. Centrar nuestras luchas en la cuestión de la violencia, si no forman parte de un proceso de transformación más amplio, nos enreda en debates que nos despotencian. Además, como hemos visto, estas luchas pueden acabar siendo instrumentalizadas para la aprobación de leyes que van en contra de nuestros objetivos. Tenemos, pues, un reto enorme a la hora de imaginar líneas políticas y propuestas que se desmarquen frontalmente del clima punitivista imperante y de las lógicas que se han infiltrado entre nosotras mismas. Un objetivo prioritario debería ser la mejora de la autonomía económica de las mujeres —sobre todo de las que más lo necesitan—, ya que aquí convergen la lucha contra las violencias y contra la opresión. Mejorar esta autonomía posibilita tener más posibilidades de huir de la situación de violencia o enfrentarla con mayor capacidad, y también aumenta las posibilidades de organizarnos y de impulsar nuestras luchas contra la propia violencia del sistema. Por tanto, tendríamos que apuntar a las políticas de vivienda, de redistribución de renta, de ampliación de la democracia e incluso por la protección de los derechos civiles —la lucha contra la Ley Mordaza, sin ir más lejos—.
El feminismo antipunitivo pone el foco en eliminar aquello que causa violencia y busca alternativas al modelo existente, acordando y fortaleciendo otras formas de comprender y practicar la justicia. La justicia transformativa no es únicamente reparar el daño que la violencia ha causado a la víctima, sino influir sobre las condiciones (materiales y simbólicas, culturales, sociales, políticas, económicas…) que han posibilitado la violencia misma, con el fin de transformarlas. Aquí entraría la propia cárcel y la cultura del castigo, pero también las condiciones de vida.
Hacerse con el capital político del feminismo e instrumentalizarlo para sus propios fines, como hace el feminismo institucional, es más difícil si está construido en términos materiales: no queremos cuotas en consejos de administración, sino acabar con las diferencias radicales de salario y condiciones entre los distintos trabajos, y también terminar, como fin último, con el trabajo asalariado y la propiedad privada. Solo desde este “feminismo situado” y desde los conflictos concretos —en el sindicalismo social, en las luchas de vivienda, en las luchas laborales, etc.— podremos preservar nuestra autonomía como movimiento, dejar de trabajar para el feminismo institucional y de adoptar su agenda como propia —en tiempos de precampaña electoral—. Aunque el debate sobre el consentimiento y su significado ha sido importante para el cambio cultural, cuando se lleva al terreno de la ley penal, en realidad estamos discutiendo un tecnicismo legal —si tiene que haber dos tipos penales como antes o uno solo donde la pena se module a partir de los agravantes como ahora—, porque por más que se repita la propaganda, la ley no invierte la carga de la prueba —por suerte, ya que esto subvertiría todo el sistema de garantías procesales— y seguiremos teniendo que demostrar la agresión. Por tanto, ¿debería ser la discusión de tecnicismos legales del sistema penal una prioridad del feminismo de transformación? ¿Tenemos que ignorar las subidas de penas que se están produciendo o trabajar por acabar con las cárceles? ¿Hay que salir a la calle a defender una ley penal en vez de manifestarnos a favor de una ley de vivienda más garantista justo cuando esta se está negociando? ¿Hay que privilegiar la violencia sexual por encima de otras violencias como la de ser desahuciada o de que te quiten a tus hijos por no tener casa o con quién dejarlos cuando trabajas? ¿Cuál es nuestra agenda y cuáles son nuestras prioridades?
[Fuente: Ctxt]
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