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Antonio Antón

Cambios de la cultura del trabajo

Para la moderna civilización occidental el trabajo es la actividad fundamental del individuo: crea el valor y la riqueza, supone una relación con los demás, domina la naturaleza y es un deber social; es el medio principal de contribución y vinculación social. Estas ideas básicas son comunes a las corrientes cristianas, liberales y marxistas. La reforma protestante puso el acento en la vocación, en la profesión, en el trabajo metódico, e impulsó un gran cambio cultural y de mentalidad con respecto al trabajo, que se extiende como concepto abstracto en el siglo XVII y XVIII, siendo el instrumento principal para la revalorización de la nueva economía burguesa. Es la escuela británica, con Adam Smith a la cabeza, la que pone al trabajo en primer plano, para oponerlo a la propiedad como fuente de riqueza, es decir, para oponerlo a la aristocracia propietaria de la tierra. Se trataba de arrinconar tanto la ociosidad propietaria como el ‘orar’ cristiano frente al deber de ‘laborar’.

La doble función del trabajo

El trabajo tenía entonces un componente progresista frente al poder de la Iglesia y de los terratenientes, haciendo recaer sobre el esfuerzo propio la valorización de las personas y la creación de riqueza. Pero su función principal era la desposesión del campesinado y el freno al ocio, a la dedicación a la actividad religiosa o cultural de la población, sin las premuras del tiempo. Su objetivo central será el control del tiempo de los sectores populares por parte empresarial y su inversión en la naciente revolución industrial. El trabajo fue un medio de subsistencia para las nuevas clases populares, un salario como medio de garantizar unas rentas, un mecanismo de disciplinamiento y subordinación, y no un fin de los individuos deseosos de su autorrealización humana, como la ideología liberal pretendía hacer creer.

Marx retoma esa centralidad del trabajo y en sus Manuscritos habla de la importancia fundamental del trabajo y de la producción, aunque en un sentido amplio y genérico, tal como señala Paul Ricoeur (Ideología y utopía, Gedisa, Barcelona, 1999). Todavía con lenguaje hegeliano, estos conceptos tienen un sentido más antropológico que económico. La ‘producción’ no es estrictamente económica, sino el conjunto de la ‘actividad creadora’ del individuo; el trabajo será la acción generadora de ‘libertad contra la necesidad’. La diferenciación con Smith y los economistas burgueses vendrá porque esas funciones del trabajo se plantean, sobre todo, como potencialidad, en el terreno de lo ideal, de lo que debería ser, ya que el trabajo ‘real’ está alienado, enajenado. El trabajar no generaría individuos autónomos y libres, sino subordinados a la propiedad privada —al capital— y fragmentados por la división del trabajo. Posteriormente, Marx y en especial el marxismo darán al concepto producción y trabajo un contenido económico muy preciso, como actividad asociada al proceso de valorización del capital que genera plusvalía, principalmente en la industria.

Las versiones más economicistas incluso llegan a considerar ‘improductivo’ una parte del trabajo, el realizado en los servicios, el intelectual o el doméstico. En la tradición dominante de la izquierda y del marxismo las palabras trabajo y producción tendrán, fundamentalmente, un contenido económico y además positivo, alejado del componente más amplio y antropológico y más negativo, como el de la enajenación del primer marxismo. En la sociedad moderna se ha asumido, mayoritariamente, el pensamiento liberal de contemplar el trabajo, en esta sociedad, como fuente de realización humana; no obstante, en las últimas décadas va ganando terreno su papel instrumental como medio —el salario— de subsistencia y poder adquisitivo; incluso pierde relevancia el objetivo del nivel de satisfacción a conseguir mediante el trabajo y aumenta su importancia como medio de estatus, poder y consumo: se valora lo que proporciona el trabajo, pero no tanto el contenido mismo del trabajo.

Hoy día, entre la población, está muy acuñado el concepto ‘producción’ vinculado a la economía formal, y el ‘trabajo’ al trabajo asalariado, al empleo. Así, la utilización de esas palabras —producción o trabajo— para abarcar el conjunto de la acción humana tendría más inconvenientes que ventajas. Genera confusión al utilizar unos términos que, social y públicamente, se interpretan como estrictamente económicos, cuando se pretende revalorizar una acción al margen de la esfera económico-productiva, en sentido estricto.

Esa tentativa seguiría alimentando la importancia de la esfera económica y, en consecuencia, la prioridad del empleo actual como actividad fundamental. Se mantendría la separación y la jerarquización de una actividad más importante, la económica —el empleo— de las otras, el resto de las actividades, más secundarias y subordinadas a la primera, cuando se trata de romper esas barreras y jerarquizaciones. Subsumir hoy toda la acción humana al concepto producción o trabajo tendría ese sesgo economicista, de relativización de la actividad no remunerada y de estigmatización de las personas y actividades no vinculadas al mercado laboral.

Para revalorizar la función creadora o de relación social de la acción humana, y aunque se pudiera recuperar ese doble sentido de la palabra trabajo —liberador y alienante— del primer Marx, convendría utilizar dos conceptos diferentes. Así, trabajo definiría la actividad en el plano económico; una parte, la formal, es el empleo, trabajo asalariado, y otra parte es el trabajo no formal: doméstico, formativo, sumergido… Pero el resto de la acción humana sería ‘actividad’, a veces interrelacionada con el llamado trabajo no formal; conviene diferenciarlos conceptualmente, sobre todo, en la problemática de la relación de trabajo y ciudadanía donde, fundamentalmente, actividad sería acción o práctica ‘sociocultural’, dejando en otro plano el ‘ocio’.

Esta diferenciación nos situaría mejor para ampliar el campo de la ‘cultura’ y reducir el campo de la ‘economía’, para aumentar la llamada ‘actividad autónoma, social y cooperativa’ y reducir el trabajo asalariado y su lógica. En definitiva, se pueden distinguir los dos campos de acción humana, el trabajo —sobre todo el empleo— por un lado, y la ‘praxis’, la práctica sociocultural, por otro. Este segundo tipo de actividad recuperaría la tradición griega de praxis ciudadana, con un componente fundamentalmente ético y político, en un sentido amplio, es decir, de acción y participación pública.

La modernidad se ha asociado a esta cultura del trabajo que se está agrietando. Sería de interés revisar otra tradición cultural cuyos componentes principales nacieron en la polis griega. En esa tradición, lo principal como vínculo e identidad social eran los asuntos de la polis, la política entendida en sentido amplio, ya que abarcaba la actividad pública de tipo social y cultural; por otra parte, estaba el trabajo privado y que ocupaba una parte del tiempo, aunque, posteriormente, trataban de dejarlo para los esclavos. En la comunidad local de la Edad Media, también había cierto reconocimiento igualitario de las personas y un marco de relaciones locales comunitarias, pero en un orden social desigual basado en la división estamental y un orden moral bajo hegemonía eclesiástica. La economía, la disciplina laboral y la subordinación del trabajo no fueron los fundamentos de la sociedad hasta el siglo XVIII o el XIX, en algunos países europeos. El empleo y la sociedad salarial trajeron una nueva explotación y opresión, pero también supusieron una mejora con respecto a otros privilegios y subordinaciones, como la servidumbre o un tipo de dependencia femenina, proporcionando un nuevo estatus y cierta autonomía individual.

En las dos grandes corrientes mayoritarias de la modernidad, el socialismo y el liberalismo, se consolida la preferencia hacia la justificación del trabajo y la economía como elementos centrales, complementados por los derechos sociales y la ciudadanía, según los énfasis. La actitud frente al trabajo es un elemento clave de las sociedades modernas. La ética protestante y el liberalismo utilitarista promovieron la transformación en los siglos XVII y XVIII, de poner el trabajo y la economía en el centro de la vida y de la sociedad; la moral productivista se desarrolla sin freno desde entonces. También en la izquierda se abraza, mayoritariamente, esa actitud y pensamiento, aunque a veces se ponga el acento en la explotación del trabajo.

El deterioro de la cultura del trabajo

Sin embargo, hay que constatar que de forma paralela al liberalismo, y en parte conectado con él, se produce también un distanciamiento de la cultura del trabajo. Son minorías críticas e intelectuales de la propia burguesía ascendente que no necesitan trabajar al tener otras rentas; igualmente, hay sectores propietarios con doble moral, empleo y cultura del trabajo para sus obreros y la población en general, y actividades sociales, culturales y de ocio para los pudientes. Es un proceso de relativización del trabajo y revalorización de la propiedad acumulada y del consumo, al que se incorporan capas acomodadas, a lo largo del siglo XX.

En las propias clases medias ascendentes se desarrollará esa doble tendencia. Por un lado, las clases medias llamadas ‘trabajadoras’ por su dedicación dominante al empleo, en este caso cualificado, con mejores condiciones laborales y con ventajas posicionales; por otro lado, las clases medias para las que su posición social depende más de otras rentas de propiedad o herencia y de un estatus superior.

Igualmente, entre las clases trabajadoras, atendiendo a su relativa posición social de subordinación y desposesión relevante de otras rentas distintas a las derivadas del empleo (o sus complementos vinculados como las pensiones contributivas o prestaciones por desempleo), también se genera una disociación respecto del trabajo asalariado; así, junto con segmentos con una dedicación intensa y prolongada al empleo, más o menos precario, habrá segmentos masivos donde la vinculación al empleo es muy limitada y combinada con periodos prolongados de inactividad, subempleo o empleo a tiempo parcial y paro, aunque con dedicación a otras formas de actividad socioeconómica, incluida la actividad reproductiva, doméstica y de cuidados, así como la formativa y de acción sociocultural.

Por tanto, existe una mayor diversificación del tiempo de trabajo (formal e informal) en diferentes cómputos, semanal (incluido una fuerte reducción y/o concentración de la jornada laboral), anual y, sobre todo, del conjunto de la vida (entrada más tarde al mercado de trabajo y ampliación de la vida jubilada). El trabajo, aparte de su calidad, afecta de forma desigual en la experiencia vital, relacional, de estatus y de consumo de la población y a su triple componente: positivo (liberador, realizador personal, estatus…), negativo (alienante, explotador, precariedad…) e instrumental (medio de vida necesario, vínculo social…).

Al mismo tiempo, el extraordinario aumento de la productividad actual, la crítica ecologista, la crisis del empleo y el desarrollo del uso del tiempo en otras actividades culturales y de ocio está modificando, a gran escala, esa cultura del trabajo, tanto en las élites como en las generaciones jóvenes y en sectores de la población cuyo vínculo con el trabajo es muy parcial, afecta a una parte de su vida o de su tiempo o es inexistente. El trabajo ya no se valora como la realización de la esencia humana, como en el siglo XIX, sino como un mero instrumento para poder vivir. Por otra parte, se han desarrollado otros vínculos sociales y asociativos como la propia dinámica familiar, nacional o la misma ciudadanía, que junto a la nueva cultura del ocio han relativizado el lugar primordial del trabajo y la economía, forjando nuevas identidades sociales.

La idea de situar a la economía y al trabajo en primer plano, que avanzó con fuerza desde el siglo XVIII, es hegemónica en la sociedad actual desde hace poco más de dos siglos, con la generalización de la industrialización y el capitalismo. El movimiento en defensa de la ciudadanía y, en particular, de la ciudadanía social, ha supuesto un freno a ese economicismo y tiene un fuerte componente igualitario, pero casi siempre se ha expresado en un segundo plano y subordinada a las exigencias de la economía. La vinculación social colectiva se va desarticulando en beneficio del contrato individual, y la crisis del empleo puede tener efectos contradictorios, dejando en la vulnerabilidad y dependencia a las personas sin empleo. Además, la crisis de la sociedad salarial puede no llevar a la liberación y sí a la instauración de viejas subordinaciones sociales. Los elementos beneficiosos de relativizar lo económico dejan un importante hueco, pero éste puede permanecer vacío ante la ausencia de unas nuevas bases de sociabilidad, y ante esa eventualidad surge la preocupación colectiva y el temor a la desarticulación de la sociedad, al caos.

Las nuevas estrategias gerenciales en las empresas e instituciones económicas y sus políticas de recursos humanos y relaciones laborales apuntan al refuerzo de sus posiciones de dominación sobre la fuerza de trabajo, de control del incremento de su productividad, de subordinación a la estructura jerárquica empresarial y de sustitución del contrato laboral y el derecho del trabajo por el contrato mercantil, supuestamente libre, y la precarización del empleo. Y, como complemento del ámbito laboral, la pulsión por el consumo y el ocio mercantilizado, junto con la privatización, mercantilización y segmentación de los servicios públicos que formaban parte del gran contrato social derivado del pacto keynesiano de pleno empleo y Estado de bienestar.

La renovación del papel del trabajo

Ante los grandes cambios productivos, socioeconómicos y culturales, hay varias posiciones sobre la transformación de la función del empleo en este comienzo de siglo. Por un lado, se da la reacción neoconservadora que pone el acento en el refuerzo de la familia u otras instituciones y del propio Estado, junto a un nuevo autoritarismo. La posición dominante es la preponderancia de las necesidades del ‘mercado’, de mantener la sociedad salarial como base del orden social, pero reforzando las instituciones de control social ante su debilitamiento. En la izquierda la tendencia principal es volver los ojos hacia el empleo como mecanismo de relación social y ciudadanía.

Aquí, voy a detenerme en comentar algunas ideas renovadoras dentro de la izquierda que me parecen sugerentes como la de L. E. Alonso (Trabajo y ciudadanía social, Trotta, Madrid, 1999), y que vienen al caso de esta reflexión general sobre el papel del trabajo en esta modernidad tardía. Este autor expone una visión muy realista analizando la realidad social del trabajo fragmentada, la mentalidad postmoderna asociada y la ausencia de un gran sujeto o agente social transformador. Sin embargo, para analizar el papel o el valor del empleo, convendría distinguir los dos planos. El primero es el de la realidad previsible: el trabajo no puede ejercer la misma función que en el pasado, pero no hemos llegado a su fin; permanece como realidad material aunque haya cambiado sus características y, sobre todo, su función, su expresión social y la cultura asociadas a él. El segundo plano es el del deseo normativo y de valores: la posición ante esas tendencias mayoritarias; en particular, el debate sobre la idea de si el trabajo debiera reconstituirse, o en qué medida, como base para una mejor sociabilidad o identidad colectiva. Aquí aparecen nuevos elementos de reflexión.

Comparto, fundamentalmente, esos análisis de la realidad: hay unas tendencias sociales duraderas con una base socioeconómica, cultural y de identidad fragmentada y muy frágil e inestable para la mayoría de la población, y es necesario y deseable que el empleo sea más estable, su distribución más igualitaria y las condiciones laborales más satisfactorias. Pero, además, está la propuesta de reconstitución del papel del trabajo para que vuelva a ocupar un lugar central, y ahí pienso que se debe avanzar más en dos aspectos para definir más claramente lo planteado. Uno analítico: sobre el papel que realmente va a ocupar el trabajo, el futuro del trabajo efectivo, en la articulación de la sociedad; para ello habría que distinguir mejor las dos partes de empleo y no-empleo, diferenciar el campo de la producción y la economía, del campo de la cultura o la actividad social.

Ese autor sigue con la utilización de ese concepto ‘trabajo’, aunque incorporando lo extra mercantil, para definir a la actividad humana fundamental, cosa que, como comento en este texto, es algo problemática. El segundo aspecto es normativo: cómo avanzar en las propuestas sobre el papel específico que debiera cumplir el trabajo; Alonso lo considera ‘principal’, pero creo que habría que profundizar más sobre qué papel debiera desempeñar cada aspecto: el trabajo mercantil, el extra mercantil, la actividad; o sea, cómo ensanchar el campo de la cultura, de lo social, en detrimento de la hegemonía de la economía; ese es uno de los nudos gordianos en esta discusión. Todo esto nos llevaría a una nueva dosis de realismo sobre el agujero negro del uso del tiempo en el futuro, revisar nuestra tradición cultural de tender a su relleno con el mismo material —el trabajo—, aunque siendo conscientes de que el vacío genera inestabilidad, que la tendencia dominante es a llenarlo con más mercado y es difícil un relleno alternativo.

Desde mi punto de vista, es más sugerente la posición de la filósofa francesa Dominique Méda (El trabajo, un valor en peligro de extinción, Gedisa, Barcelona, 1998) de ‘desencantar’ y relativizar el trabajo —el empleo— asumiendo esa incertidumbre, con una doble condición: estar alerta frente a los peligros que comporta la reducción del papel del trabajo, y considerar que el debilitamiento de la cultura del trabajo también trae como consecuencia directa el desarrollo de la sociedad de servicios, con su utilitarismo y mercantilismo. El debilitamiento del contrato laboral lo hace retroceder como mecanismo regulativo, pero en beneficio del contrato mercantil, de compraventa de un determinado tiempo de trabajo; al final, en condiciones desiguales, no hay contrato sino imposición y lucha por la supervivencia.

Hay que ser conscientes de los efectos perniciosos de la precarización y de la crisis del empleo, así como de las dificultades para dar sentido colectivo a una nueva utilización del tiempo, sin por ello caer ni en la vuelta y embellecimiento del papel del trabajo, ni al optimismo de que la crisis de la sociedad salarial nos permite avanzar a una situación más solidaria y liberadora. En este comienzo de siglo, la situación está más cuajada de incertidumbres prácticas y teóricas y se deben plantear bien las preguntas e interrogantes, aunque no se pueda avanzar mucho en soluciones y sí, en cambio, en algunas respuestas parciales.

En conclusión, la cultura del trabajo, la fundamentación liberal de los derechos, del contrato social, ha constituido la principal corriente de la modernidad y tiene todavía una gran credibilidad; los viejos valores de libertad, igualdad y solidaridad todavía están vigentes, aunque a la defensiva; por otra parte, existe confusión y desorientación en sectores de la izquierda, por la crisis del anterior modelo de pacto keynesiano y del pleno empleo; todos esos elementos están puestos en cuestión y se están reestructurando por la globalización en esta sociedad mundializada, segmentada y precarizada.

En ese contexto sociocultural, uno de los problemas actuales sigue siendo la vieja aspiración progresista por una distribución más igualitaria del empleo —decente—, del conjunto del trabajo y de la riqueza, que ahora tienen una nueva dimensión, en particular una protección pública y la distribución de unas rentas sociales independientemente del empleo y basadas en la ciudadanía. Al mismo tiempo, la actual crisis socioeconómica y del Estado de bienestar, la situación de recorte de los derechos sociales y las nuevas funciones del trabajo y la actividad social están generando nuevas identidades sociales y corrientes culturales y otro marco para la acción por una nueva ciudadanía social. Todo ello requiere una renovación del pensamiento con un espíritu crítico.

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2023

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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