¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
José Luis Gordillo
Contra la distopía belicista
Según una encuesta llevada a cabo por Euroskopia, el 64% de austriacos, 60% de alemanes, 54% de griegos, 50% de italianos y el 41% de portugueses están a favor de un final negociado de la guerra entre Rusia y Ucrania/OTAN (porque, a estas alturas, debería estar claro para todo el mundo que esos son los bandos que se están enfrentando en el este de Europa, y además no desde hace un año, sino desde 2014), incluso si ello exige al gobierno de Kiev ceder parte de su territorio. Una expresión de esa corriente de opinión se pudo ver en los actos convocados a favor de la paz el 24 y 25 de febrero pasados en un centenar largo de ciudades y pueblos de Alemania, Italia, Francia, Bélgica, Portugal, Gran Bretaña, Polonia, Holanda, Austria y Croacia, entre otros. Los interesados pueden consultar la información en la página web de Europe for Peace. Esa posición coincide, en muchos aspectos, con las intenciones pacificadoras de Lula, el Papa Francisco o el gobierno chino.
Una opinión similar, según la misma encuesta, defendería también el 50% de los ciudadanos españoles. En este caso, los más favorables a dicha opción serían los votantes de Unidas Podemos y del PSOE (61% y 55% respectivamente), pero también estarían a favor de lo mismo el 46% de los votantes del PP, 44% de los votantes de Ciudadanos y 45% de los votantes de Vox. Bien es verdad que, según la misma encuesta, el 61% de los españoles se muestra favorable al apoyo militar occidental a Ucrania y eso, algunos de ellos, no lo ven incompatible con estar también a favor de una paz pactada. Estamos, pues, ante una cuestión que divide a la sociedad y cuartea de forma transversal el electorado de los principales partidos políticos. Algo de esa división se ha visto reflejado en las declaraciones divergentes de algunos miembros del gobierno de coalición, pero muy poco en el parlamento y muy poco en los principales medios de comunicación. Las opiniones favorables a un alto el fuego inmediato y a una paz pactada son muy minoritarias en ellos.
Por eso, el pasado 25 de febrero, con motivo del aniversario de la invasión rusa, se llevaron a cabo diversos actos públicos antibelicistas en una treintena de ciudades y pueblos de España. Los interesados pueden encontrar la información en la página web del Grupo Antimilitarista Tortuga. En casi todos ellos se exigió un alto el fuego inmediato y negociaciones de paz. Fue el primer intento de hacer visible la distancia existente sobre este asunto entre la pluralidad de la sociedad y la casi unanimidad del mundo oficial. La asistencia a ellos, que fueron convocados con medios artesanales por diversos colectivos pacifistas, antimilitaristas, ecologistas y libertarios, estuvo lejos de ser masiva; pero su importancia reside, en mi modesta opinión, en que pueden convertirse en la chispa que encienda un fuego que se puede extender en el futuro si la guerra se alarga. Una perspectiva que, junto al aumento de los conflictos laborales por la carestía de la vida provocada por las sanciones a Rusia, al parecer causa preocupación entre los gobernantes de la UE (según The New York Times, 3-3-2023). Como miembro de la entidad que en Barcelona convocó a unos de esos actos, quisiera mostrar lo razonable de esa posición criticando la distopía belicista contenida en los razonamientos de quienes rechazan esos planes y propuestas de paz.
Hay varios tipos de belicistas distópicos, pero lo que tienen en común todos ellos es considerar que su punto de vista es muy realista. En estas circunstancias, vienen a decir, lo único eficaz es recurrir a las armas, ya sea para echar a los rusos de Ucrania, ya sea para alcanzar una correlación de fuerzas más favorable al gobierno de Kiev en unas hipotéticas negociaciones futuras.
El carácter distópico del primer enfoque es bastante evidente. Da por supuesto que es militarmente posible infligir a Rusia, no la derrota parcial que según los medios de comunicación occidentales viene padeciendo ya desde los días posteriores al inicio de la invasión (lo cual haría factible, piensa uno, su aceptación de una propuesta seria de negociación debido a su fracaso y debilidad), sino una derrota total que comporte el colapso del actual Estado ruso. Estos belicistas creen posible, pues, resolver este conflicto en el tablero de la lógica isomórfica, que es aquella que se alimenta de la dinámica de acción-reacción-acción provocada por los combates y en la que la competición armamentística acaba siendo el factor fundamental para determinar su desenlace. Si ellos tienen tanques, nosotros también; si ellos tienen aviones, nosotros también; si ellos tienen misiles de largo alcance, nosotros también; y así sucesivamente.
Claro que, a partir de dicha lógica y al estar implicadas varias potencias nucleares (Rusia, EE. UU., Gran Bretaña, Francia), eso implica ir subiendo todos los peldaños exigidos por dicha competición hasta acercarse al cadalso final, esto es, al riesgo del suicidio colectivo. «¡Que se haga justicia, aunque perezca el mundo!», podría ser la frase que mejor sintetizaría este punto de vista. Esta distopía conduce a la madre de todas las distopías: si «perece el mundo», también perecerá Ucrania, los que viven en ella y la idea misma de justicia. Es la destrucción por la destrucción, sin que con ella se pueda alcanzar ningún fin político razonable. Manuel Sacristán lo sintetizó, hace ya cuatro décadas, con su habitual lucidez: «Con el logro de una capacidad destructiva total, la guerra ha perdido por completo cualquier función social y política. Esa es la raíz de la crisis conceptual de lo militar, […]» (en el prólogo al libro de Vicenç Fisas, Crisis del militarismo y militarización de la crisis, Fontamara, Barcelona, 1982, p. 10).
Hay, desde luego, belicistas informados que son muy conscientes de este problema. Por eso saben que toda comparación entre la guerra de Ucrania y cualquier guerra anterior a 1945 es desafortunada por anacrónica. Ni la guerra antifascista española de 1936-1939, ni la guerra contra el nazismo de 1939-1945, se llevaron a cabo en un contexto en el que existía la posibilidad del holocausto nuclear. Sin embargo, estos belicistas informados creen viable una vía militar intermedia que permita aplastar al otro bando sin llegar nunca al Armagedón. No obstante, esa es la parte más quimérica de su forma de razonar y la que les obliga a contarnos unos cuentos de la lechera inverosímiles. El más difícil de tragar es aquel que nos dice que la bomba atómica es un tigre de papel (la frase es de Mao Zedong y la pronunció un día que no fue precisamente su mejor día) porque los dirigentes que pueden decidir su uso son seres racionales que nunca, nunca, apretarán el botón. Es preciso, pues, confiar en su buen juicio porque seguro, seguro, que siempre se detendrán justo antes del instante fatídico. ¿Seguro? Esa confianza, antes que pensamiento racional, es pensamiento desiderativo en estado puro. Desde 1945, el planeta Tierra ha padecido más de dos mil explosiones atómicas, la inmensa mayoría en forma de «ensayos nucleares». Quienes los ordenaron, no dudaron en «apretar el botón».
Los que mandan de verdad en el mundo —no sus escribas, ni sus mayordomos— siempre afirman: «No os preocupéis, nosotros controlamos». El problema es que siempre lo dicen con los ojos vidriosos del adicto que dice que está a punto de dejar su adicción. Pregunto: ¿confían ustedes en Putin cuando dice «yo controlo, tío»? Digo yo que no deberían hacerlo, en especial si se han creído todo lo que han dicho sobre él los medios de comunicación occidentales durante el último año. ¿Confían ustedes en Biden, tal vez? Si lo hacen, les tengo una gran envidia, porque yo, aunque lo intento cada día, no consigo confiar en quien fuera vicepresidente con Obama en los tiempos de las brutales guerras de Afganistán, Iraq, Libia o Siria. La confianza en Biden sólo es creíble si uno ha consumido previamente grandes cantidades de propaganda bélica occidental, algo que no es recomendable por razones médicas.
Llegados a este punto, nuestro belicista distópico aunque informado tal vez rebaje el tono y acepte que nuestros temores están justificados. Pero la injusticia cometida es tan grande, piensa él, que de todos modos es preciso que la OTAN siga enviando armas para llegar al punto en que Kiev pueda negociar en mejores condiciones que ahora. Quien piense así nos debe una precisión ulterior: está obligado a explicarnos cuáles son, en su opinión, las condiciones concretas que le llevarán a decir: ahora sí, ahora ha llegado el momento de negociar la paz.
Mark Milley, presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor del Ejército de EE. UU., declaró el noviembre pasado, según informó entre otros El Mundo el 10-11-2022, que ni los rusos conseguirían dominar Ucrania, ni las fuerzas ucranianas conseguirían expulsar a los rusos de las zonas que ahora controlan. Eso es lo mismo que afirmar que la guerra de Ucrania ha entrado en una fase en la que los combates y las muertes se suceden, pero ninguno de los bandos puede avanzar o retroceder mucho. Por eso, decía este general estadounidense que también es uno de los que codirigen la guerra desde el lado de Kiev, habría que ir pensando en unas negociaciones de paz.
Ese estancamiento se puede superar, piensa el belicista inasequible al desaliento, gracias al envío de los tanques, de los aviones que deben proteger a los tanques y de los misiles de largo alcance que protegerán a los aviones que protegerán a los tanques. Eso, por cierto, es lo mismo que afirmar que Kiev sólo podrá resistir si así lo desean sus proveedores de armamento de la OTAN. Bien, pero ¿y si eso no sirve para superar el estancamiento?, ¿y si dentro de seis meses o un año las cosas están más o menos igual?, ¿para qué habrán servido entonces los muertos y la destrucción que provocarán en Ucrania las ofensivas y las contraofensivas de unos y de otros? Quienes apuestan ahora por la continuidad de la guerra quedan encadenados a los resultados prácticos de las acciones militares. Como muy bien ha explicado el filósofo alemán Jürgen Habermas, la continuidad de la guerra acabará enfrentando a los partidarios de seguir enviando armas a Kiev a «una disyuntiva desesperada: intervenir activamente en el conflicto o abandonar a Ucrania a su suerte para no desencadenar la Primera Guerra Mundial entre potencias con armas nucleares» (en «Un alegato a favor de las negociaciones de paz», El País, 19-2-2023). Para evitar llegar a ese callejón sin salida es mucho menos distópico iniciar ya las conversaciones de paz.
[Fuente: Público]
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2023