¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Manuel Monereo
China: empezó la cuenta atrás
China no amenaza a Estados Unidos. Nadie puede amenazar a EE. UU. […] China ha cometido, a ojos de EE. UU., un gran pecado: desarrollar su economía hasta el mismo tamaño que la de EE. UU.
Paul Keating, antiguo primer ministro de Australia (marzo de 2023)
La verdad de Taiwán está en Ucrania; la verdad de Ucrania está en Taiwán. No se trata de un juego de palabras ni de un acertijo. Ambos temas están dialécticamente relacionados y son parte de una estrategia global, con diferencias y similitudes. ¿Qué les da sentido?: la (contra)ofensiva norteamericana. Crisis de hegemonía y ofensiva norteamericana marcarán esta fase histórica. A los EE. UU. hay que tomárselos siempre en serio, estudiarlos minuciosamente y tomar nota de lo que dicen, de lo que hacen y de lo mucho que callan. Cuando Biden dijo que los EE. UU. han vuelto, significa que la gran potencia del norte no está dispuesta a admitir el cuestionamiento de su dominio y que defenderá su “orden” y sus “reglas” con uñas y dientes.
El factor tiempo es decisivo. El equipo dirigente organizado en torno a Biden vive dramáticamente la situación actual del mundo y teme la transición hacia un mundo multipolar. Las diferencias con Donald Trump tenían que ver con su incapacidad para definir una estrategia operativa a la altura de los desafíos de la época, con sus decisiones erráticas e incoherentes, con sus desprecios a los aliados y sus devaneos con Rusia. Hablaba mucho, hacía poco y no se enfrentaba con decisión a los problemas. Echarlo del poder se convirtió en una verdadera cruzada; lo consiguieron, empleando todos los medios disponibles a su alcance, todos los medios; terminará en la cárcel o algo peor. Biden y su equipo tenían prisa, mucha prisa. Los problemas se acumulaban; la sociedad norteamericana emitía señales de crisis; las fracturas sociales y territoriales eran cada vez más evidentes, la involución política y los conflictos identitarios ponían de manifiesto una guerra civil latente. Había que tomar la iniciativa y contraatacar antes de que fuese demasiado tarde.
La crisis sistémica del 2008 fue la señal de que las capas tectónicas que organizan las relaciones internacionales se estaban moviendo en dirección contraria a los intereses geopolíticos de los EE. UU. Una vez más, el epicentro de la crisis económica estaba en el “país indispensable” y fue China quien acabó rescatando a la economía internacional. Era el dato crucial que evidenciaba que el mundo estaba cambiando de base y que ya no se podía gobernar sin el imperio medio. En paralelo, Rusia reconstruía su economía, su tejido productivo, su eficiente complejo militar-industrial y, lo fundamental, recuperaba su centralidad en una Eurasia en proceso de reorganización. Irán había salido —con dificultades y problemas no menores— como la gran beneficiada de las guerras fracasadas de los EE. UU. en Afganistán, en Irak, en el Líbano, en Libia, Siria. Otros —India, Alemania, Indonesia, Turquía— miraban a la gran potencia emergente y buscaban acuerdos económicos ventajosos. Biden llegaba para romper esa dinámica, usando a fondo su control sobre las instituciones internacionales, el peso del dólar y, es lo decisivo, su clara superioridad político-militar.
Una gran potencia como EE. UU. por definición tiene capacidad para operar en diversos escenarios y con agendas múltiples. No hay nada más que leer los informes periódicos que realiza su Centro Nacional de Inteligencia para tomar nota de su conocimiento preciso de las tendencias de fondo que están gobernando esta transición geopolítica, del peligro que supone la consolidación de China como potencia rival económica, política y militar. La Administración norteamericana tiene desde hace años una estrategia —densa, compleja, múltiple— para frenarla, debilitarla y provocar una crisis en su núcleo dirigente. Le han dedicado mucho dinero, muchos esfuerzos organizativos, una tenaz y permanente intervención sobre élites críticas y una vigorosa y una sistemática estrategia comunicacional. El imperialismo colectivo de Occidente no descansa nunca; está siempre vigilante, máxime, cuando lo que está en juego es su hegemonía.
El modelo Ucrania se va a repetir, de una u otra forma, con Taiwán. Quien tiene el predominio en el sistema-mundo tiene el poder para definir las líneas de fractura y trabajar sobre ellas. De facto hay tres escenarios, interconectados entre sí, que expresan esta ofensiva norteamericana. El primero, Europa; línea de demarcación definida, al menos, desde el 2014 en Ucrania. El segundo, el Mar de China Meridional con Taiwán como línea de separación y de conflicto político-militar; y el tercero, en el África subsahariana con el Sahel como frente móvil que define territorios en disputa y lugar de enfrentamiento entre las grandes potencias.
Oriente Próximo vive un proceso de cambios acelerados, de redefinición radical de las alianzas internas y de sus tradicionales mecanismos de inserción en la economía internacional. Síntesis y resumen de estas mutaciones es el acuerdo entre Irán y Arabia Saudita gestionado por China. No voy a insistir sobre lo que esto significa, está delante de nuestros y ojos pone fin a una historia de control y de poder. Hay que tomar nota de dos aspectos especialmente significativos: la capacidad de China para forjar consensos y ofrecer salidas a viejos conflictos y, lo fundamental, lo mucho que ha avanzado —como realidad y proyecto— la multipolaridad percibida como oportunidad para liberarse de viejas ataduras con las potencias coloniales y como autonomía para definir políticas en función de los intereses nacionales de cada uno de los países. La guerra en Ucrania, el conflicto entre la OTAN y Rusia, no se ve de la misma forma en el Occidente colectivo que en el Sur global. ¿Qué es lo que hay de fondo? Que detrás de la crisis de hegemonía de EE. UU. existe algo más decisivo, de más trascendencia histórica: el fin del dominio político-militar y cultural de Occidente.
¿Por qué Taiwán? Básicamente, por tres razones: 1) Para China la reunificación con esta isla es un elemento definitivo -seguramente el más importante hoy- para superar un largo siglo de humillaciones y guerras civiles que estuvieron a punto de destruirla como Estado-Civilización; 2) China nunca podrá ser una gran potencia si no es capaz de controlar su Mediterráneo, es decir el mar de China (Meridional y Oriental); en su centro está Taiwán. 3) Esta isla es el eje de reorganización de la primera (y decisiva) línea de asedio y contención del poder naval chino y dispositivo, trampa para administrar el conflicto con el viejo imperio medio.
La estrategia, insisto, ha sido muy pensada y está en pleno desarrollo. Lo primero, fortalecer y estructurar un conjunto de alianzas político-militares que vayan progresivamente cercando a China. Lo están organizando por círculos concéntricos. El núcleo decisivo es el AUKUS, el acuerdo entre Australia, Gran Bretaña y EE. UU.: los anglosajones al mando y sin interferencias europeas. El círculo siguiente lo conforman los protectorados militares, Japón, Corea del Sur y, ahora más claramente, Filipinas. En un tercer nivel están un conjunto de países que, sin estar definidos, son claves para el posicionamiento final; en su centro están India, Indonesia y Malasia. EE. UU. está jugando fuerte militarizando la región, impulsando un rearme de grandes proporciones y nuclearizando, aún más, la zona. La entrega a Australia de B-52 y B-1 con armamento nuclear y el desarrollo conjunto de submarinos impulsados por energía nuclear evidencian un salto de calidad y la férrea determinación norteamericana.
Esta política de alianzas se concreta en lo que se ha llamado “estrategia de las cadenas de islas”. La primera involucra a Corea del Sur, Japón, Filipinas, Taiwán y Singapur. La segunda incluiría además de Japón, Islas Bonin, Las Marianas (EE. UU.), Guam y las Carolinas y habría una tercera mucho más amplia que partiría de las Aleutianas, Hawái y Oceanía. Como se puede observar, EE. UU. se toma en serio que el centro de gravedad del poder mundial se traslada a Oriente y que no está dispuesto a aceptar o a negociar el fin de su hegemonía en ese hemisferio. Se prepara para la guerra y la provocará si lo considera necesario. Esto exigirá tiempo, una eficaz política de alianzas, aislar económica y tecnológicamente a China e impulsar una estrategia comunicacional-cognitiva que criminalice ante el mundo a China y a su presidente.
Taiwán es la línea de fractura y de conflicto organizada por los EE. UU. Llevan muchos años trabajando en esta dirección. Lo primero ha sido impulsar el separatismo en la isla. El Partido Progresista Democrático (PPD) traduce políticamente un proyecto de “construcción nacional” que minimiza el peso de la tradición china, crea una «comunidad imaginaria» compleja que determina y hace necesario —es el objetivo— un país independiente. En segundo lugar, los países del AUKUS están fomentando aceleradamente el rearme de la isla formando a sus militares y forjando relaciones con otros ejércitos, destacadamente el japonés y el filipino. En tercer lugar, y de forma calculada, EE. UU. va integrando, de una u otra forma, a Taiwán en las relaciones económicas, políticas y diplomáticas internacionales. Su “estatus especial” se amplía y se desarrolla como si fuese realmente un país independiente.
Taiwán es un termostato estratégico gobernado por los EE. UU. Este tiene la capacidad para graduar la intensidad del conflicto; es decir, será más o menos grave según le interese. El juego de poder está definido. China (lo sabe la comunidad internacional) quiere una reunificación pacífica con la isla; ahora bien, irá a la guerra si Taiwán declara unilateralmente su independencia. La presidencia actual de la isla piensa y actúa como si Taiwán fuese ya un país independiente y, por tanto, no tienen por qué declararla. EE. UU. está en condiciones de gobernar el conflicto multiplicando la apuesta hasta llevarla al límite. ¿Eso qué significa? Incrementar sustancialmente la ayuda militar, desacoplar económicamente a Taiwán de China, dotarla de un armamento cada vez más sofisticado y potenciar su papel internacional como país independiente. Cuando el círculo se vaya cerrando, forzará a China a que opte entre aceptar su derrota estratégica o responder militarmente. Nunca hay que olvidarlo: por ahora, los EE. UU., el imperialismo colectivo de Occidente, tienen la supremacía político-militar e intentarán sacar ventaja de ello.
Esto, es bueno entenderlo, no solo depende de EE. UU. sino de una China que tiene fuerza, sabiduría histórica y una capacidad de trenzar alianzas en aumento. El factor tiempo, como siempre, será decisivo. EE. UU. no tiene tiempo que perder; China tiene un tiempo propio que le hace ganar proyección y autonomía estratégica cada día. Pronto todo un conjunto de políticos europeos, empezando por Pedro Sánchez, irán a hacerse la foto con Xi Jinping; es razonable. Sin embargo, no se debe de olvidar que el concepto estratégico de la OTAN aprobado en Madrid asume la política de EE. UU. contra China y convierte, de hecho, a la UE en un aliado subalterno de la Administración norteamericana.
[Fuente: Público]
30 /
3 /
2023