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Daniel J. García López, Federico Fernández-Crehuet y Rubén Pérez Trujillano

En memoria de Mariano Maresca

Estamos, pues, embarcados, y en la balsa de la Medusa la tarea es infinita y extenuante: hay que averiguar y aprender la naturaleza de las cosas, las leyes de la vida, siempre a costa del propio dolor.
Mariano Maresca, Argumentos morales, La Isleta del Moro (2004)

Mariano Maresca García-Esteller nació el 1 de octubre de 1945 en Almería y falleció en Granada el 9 de enero de 2023. Un periódico local mal informado —o demasiado bien informado— ha dado la noticia de la muerte de este “poeta” que fue profesor de la Universidad de Granada durante casi medio siglo.

Es relativamente fácil repasar su obra escrita. Apenas tres monografías —la de Clarín, la de Pasolini, la de crítica literaria—, un puñado de artículos en revistas académicas y algún que otro capítulo vertido en obras colectivas, parte de ellas coordinadas por él mismo. Sumemos varias columnas periodísticas sobre temas culturales, de las que un libro recopila una muestra deliciosa. Un reguero de textos serpentea a lo largo de suplementos literarios, prólogos y otras especies ingratas a la academia. Hay quien podría contar algunos poemas inéditos —por no decir secretos— y una correspondencia exquisita. Sin duda, convendría agregar la fundación y dirección de varias revistas culturales, como Olvidos de Granada, La Fábrica del Sur o, ya en el siglo XXI, [olvidos.es. Tal es la producción bibliográfica del conocido profesor de filosofía del derecho. En sentido estricto, poco de cuanto se ha dicho guarda relación directa con la disciplina de la que Mariano Maresca impartió clases.

A simple vista, se antoja un balance bastante tímido; no tanto en términos cuantitativos como bajo el prisma académico, que es casi lo mismo pero no lo es. Lo cual merece un apunte. Mariano pertenecía a aquella generación de profesores universitarios que aún podía ejercer el derecho a estudiar e investigar sin presiones de productividad incompatibles con un cultivo intelectual —valga la redundancia— paciente, riguroso y honesto. Aunque tampoco generalicemos: era aquella una generación que, con frecuencia, hizo de la anterior divisa un privilegio poco decoroso. Sobran los ejemplos de profesores prácticamente retirados tan pronto como se colocaron en la universidad —y, ya lo saben, algunos entraban muy jóvenes por aquellos tiempos no tan lejanos—.

Mariano supo aprovechar ese marco para crecerse y dar lo mejor de sí. No publicaba más que lo suficiente, es decir, lo consistente. Asumió su trabajo con libertad y desembarazado de jerarquías e hipotecas. Eso, que constituye un oxímoron en el mundo capitalista, era plausible e incluso consustancial al ámbito académico, al menos según lo entendía Mariano, a quien —precisamente por este motivo— no faltaban razones para restar seriedad a la universidad que conoció. Además, transmitió mucho más de lo que refleja el listado de referencias bibliográficas porque, en definitiva, ¿la labor de un profesor, la función de un intelectual, no se basa en enseñar, en iluminar, en compartir? ¿O consiste acaso en producir “méritos” a mansalva y arrojar las horas a la burocracia más obscena? Lo que pretendo decir es que, probablemente, sería imposible —o casi imposible— que Mariano superase en la actualidad las baremaciones y peritajes existentes en el sistema universitario español. Desconozco si eso juega a su favor, pero va a la contra de quienes permanecemos en la universidad, de quienes permanecemos en la vida.

Antes que profesor, era un intelectual despierto y versado en todo tipo de artes y letras. Mariano fue una de las mejores mentes de su generación y de la nuestra. Destacó como agitador de conciencias y vocaciones. La efervescencia cultural, literaria y artística de la ciudad —eso que tanto envanece— se ha debido a él en gran medida. Cuesta fantasear acerca de cómo habrían sido los años ochenta y noventa sin las conferencias de Gil de Biedma, Althusser, José Agustín Goytisolo o Vázquez Montalbán. O sin el Rimado de ciudad, aquel devaneo rockero del poeta Luis García Montero con TNT y Magic a instancias de Mariano. Sería impensable que Granada empezara a sacudirse la roña franquista si no se hubiera celebrado el homenaje a García Lorca el “5 a las 5” en 1976. El movimiento poético de “la otra sentimentalidad”, que ha marcado un punto de inflexión en la historia de la literatura, sería algo muy distinto en ausencia de Mariano. Seguramente, la doctrina del “uso alternativo del Derecho”, de raíces italianas, no habría injertado cabalmente su sentido democrático y emancipador en tierras españolas si Mariano no hubiera traducido a Pietro Barcellona o a Pietro Ingrao. El retrato del Partido Comunista de España —que Mariano abandonó pronto— sería mucho más monótono y plomizo si no hubiera militado en sus filas. El movimiento granadino de la indignación —que vivimos juntos— también habría presentado un rostro muy distinto y, desde luego, más torpeza, sin el aliento de Mariano. La Facultad de Derecho de la ciudad nazarí, en fin, sería más árida si no hubiera sembrado en ella siquiera algo de su espíritu.

Mariano Maresca sabía que el conocimiento, la cultura y la ciencia, así como los placeres que son capaces de provocar, no radican necesariamente en la universidad. De ahí que su figura se intuya entre bambalinas cuando aquella erupción tiene lugar, que se lea su nombre con letra menuda y trazo firme o que, en ocasiones, tenga que ser arrancada a la invisibilidad por algún testimonio sincero. A una inteligencia deslumbrante, en suma, se le juntó una capacidad de iniciativa y proyección desbordante, inasequible para la mayoría aunque inspiradora para todos. Y es por eso que, mientras que resulta sencillo enumerar su producción escrita, es difícil —muy difícil— comunicar el significado del paso de Mariano a menos que nos conformemos con trasladar unas cuantas anécdotas emocionadas y unos cuantos episodios memorables. Dudo que alguien pueda medir el calibre de los servicios prestados por Mariano a la cultura y a la sociedad. Mucho menos podría hacerlo la universidad, que no vería en ello nada más que una querella vergonzante.

De pronto, todo se detuvo. Mariano pasó muchos años víctima de una terrible dolencia. Demasiados. José Sánchez Montes rodó un documental sobre aquella experiencia cuando nadie sabía que lo peor estaba por llegar. Era doloroso enfrentarse a la verdad de su enfermedad. Fue ésta la que impuso la despedida prematura de la tenacidad de su análisis, de su fino sentido del humor y de la luminosidad de su verbo. Será difícil comprender ahora que también careceremos de la lucidez permanente y primigenia de Mariano, ésa que nunca le faltó, pues hasta en los momentos en que la salud se le mostró más esquiva supo enseñar cuáles eran las cosas que importan. Un abrazo. Una sonrisa. Una caricia. Una espera. Esos puntos cardinales que también aprendimos con él y que ya son solo palabras.

Hoy lo que duele —y dolerá— es ese vacío. Y duele también —y dolerá— la pesada certeza de que, al menos por lo que concierne a la universidad, será imposible un genio semejante. La primera es una herida veladamente narcisista, pero qué será de cuantos quisimos a Mariano y lo admiramos es, por un instante, una tragedia irrelevante. Lo peor no es que el pasado quede atrás inevitablemente, sino que una mínima recreación sea inimaginable a partir de ahora. Lo más triste, la desgracia que trasciende por igual la pérdida de Mariano y nuestra propia fragilidad por fin desnuda, reside en saber que la institución académica hará todo lo posible por privar a la posteridad de un Mariano Maresca. Cuánto cuesta creer que otros gozarán la dicha de tenerle cerca; aquella fortuna que, ya que se nos escapa, querríamos socializar para siempre.

Se me dirá que somos muchos quienes lo recordaremos con nostalgia e impotencia, y es verdad. De algún modo, Mariano seguirá siendo el heraldo de la copa vacía. ¿No es eso aterrador?

***

A quienes nos dedicamos a la profesión universitaria nos suelen valorar según nuestros méritos curriculares, especialmente publicaciones. ¿Cómo valorar a esos profesores que te regalan una idea o acuden a tu herida para acompañar el dolor? No hay ranking que mida lo infinito de la ternura o la palabra hilada. No hay concurso a cátedra en una Facultad de Derecho que requiera conocer un plano de una película de Pasolini o un fragmento de Chirbes o de Clarín. Son esas cosas que se aprenden no para vanagloria de currículums e imposturas académicas, sino para salvar esa distancia de unas decenas de centímetros que separan dos tazas de café —sin azúcar— o el primer whisky con agua. Hay semblanzas académicas que requieren de un horno de leña, que se hacen a fuego lento, para aprender que compartir el pan es lo que nos hace compañeros.

Una de las grandes diferencias entre el animal y el ser humano es que el primero tiene una voz (un ladrido, por ejemplo), mientras que el segundo nace privado de lenguaje. En la infancia, ese espacio de falta de lenguaje (eso es precisamente lo que significa in fans), es al mismo tiempo el espacio de la potencia del lenguaje. Es la posibilidad de decir. En la infancia acontece, entonces, la experiencia de la decibilidad. No tanto en aquello que signifique tal o cual cosa, sino en el hecho mismo de la posibilidad de decir. Y la infancia no tiene que corresponder con una edad determinada, a los inicios de la vida, por ejemplo. La infancia es toda experiencia en la que se experimenta un lenguaje. Como en la fábula de Esopo cuando el padre moribundo comunica a sus hijos que hay un tesoro guardado entre las viñas. Por mucho que excavaron, ya muerto el padre, nada material encontraron, más allá que la cosecha fuera excelente. Nada material encontraron porque lo que aquel padre había guardado fue la experiencia de la agricultura.

En cierta medida, esta fábula podría haberse localizado en Granada, entre La Tertulia y el Botánico. O en aquel libro del que tanto hablaste, cediéndonos así un lenguaje. Tu experiencia. Incluso cuando las cuerdas vocales quedaban trastabilladas porque tu cerebro estaba cansado de tanto ictus. Incluso en ese momento, había una calle en Nápoles que lograbas describir al detalle y entender así la razón por la que una esquina es sinónimo de Gambrinus solo después de una luz metalizada de Caravaggio.

Y esta experiencia de lo decible no tiene sentido sin la sensación casi infantil de la lectura. Habitar la lectura. Porque leer quizás sea más civilizado que escribir: al mirarnos al espejo de la lectura, caemos en la cuenta de la extrañeza, de aquel otro que somos mirándonos. ¡Cuántos espejos nos has prestado! Luego, con la experiencia del salto que conlleva la escritura del espejo ante el que uno se ve y se lee, ese salto nos prepara para la experiencia en la que ya estamos siendo otros, tanto otros como el crujir de tus ojos con todas aquellas cosas que nos hiciste cómplices de ver.

No sabría decir si quienes nos consideramos tu familia intelectual hemos dedicado más tiempo del debido a excavar en la viña. Aun así, como en la fábula de Esopo, la cosecha ha sido buena. Hoy todas las palabras comienzan con tu nombre. Hasta pronto, Mariano Maresca, hasta pronto, maestro.

***

Mariano fue mi director de tesis doctoral. Y, paradójicamente, lo estrictamente universitario pocas veces tuvo un peso relevante en nuestras conversaciones o nuestras preocupaciones. Porque Mariano estaba por encima de cualquier saber institucionalizado y no tomaba muy en serio sus liturgias y celebraciones.

Así que mientras otros se obsesionaban con publicar sobre el último estornudo de Habermas, sobre aquella otra corriente tan novedosa, él me hablaba con devoción de las novelas de Patricia Highsmith o de Andrea Camillieri. Sin embargo, no descuidó mi formación, siempre haciendo recomendaciones que servirían para una vida académica y no para el minuto del acuciante artículo pendiente. Politeia de Platón flaqueada por los textos de Jean-Pierre Vernant y Giorgio Colli. La ética y política de Aristóteles, el Leviathan, el Asalto a la razón de Lukács y todo ello aderezado con la lectura obligatoria de la historia de la filosofía del Chatelet. Solo se sabe lo que se escribe, decía parafraseando a Goethe, así que gracias a él, tengo mi vida llena de cuadernos con acotaciones, notas, críticas y referencias bibliográficas de todas aquellas lecturas.

De la mesa de su despacho se elevaban montañas de publicaciones que no eran monografías al uso, sino revistas de cine, catálogos de arte —“tráeme el de Bacon ya que estás en Viena”, así me enteraba yo de las exposiciones que había casi debajo de casa—, Le Monde Diplomatique, las galeradas encuadernadas en azul turquesa de la última novela de Almudena Grandes. Comentábamos la última película que yo había visto en Berlín en una sala de culto muy alternativa y que él conocía, desde hacía veinte años, y, además, había entendido mucho mejor que yo. “¿Qué oyes?” “Vangelis”. “No está mal para estudiar, pero déjame ese aparatito que te grabe algo”. Y el iPod se llenaba de la música de John Coltrane… Mariano nunca fue un director de tesis ni un maestro al uso, era un catalizador de emociones, un indicador en una arista cimera desde la que todo se divisa, un marinero bizarro encaramado a una guindola mirando más allá del horizonte y susurrando a voces lo que divisaba.

Después de la tesis, el contacto se hizo aún más intenso… Pasé a ser el “compañero del metal”, como me solía llamar. Incluso aún más cercano fue el trato en aquellos años que coincidimos en la Universidad de Granada. Comíamos juntos a diario, hablábamos de política, literatura o cine en las mesas del “Botánico”, en cuyos manteles Mariano dibujaba cualquier cosa o me regalaba un esquema de historia del pensamiento que ponía muy a las claras que el Estado se había construido sobre categorías iusprivatistas. Estábamos allí flotando en una burbuja de palabras hasta que lo cerraban o hasta que, en no pocas ocasiones, nos echaban a la calle… todo ello regado con algún whisky de más… o quizá, visto con perspectiva, de menos, porque me tendría que haber quedado allí para siempre con el tiempo detenido. ¡Habría sido una excelente opción vital!

La noche anterior a su primer accidente cerebral habíamos estado hasta las tantas en el Bohemia tras un seminario sobre Ayala. Recuerdo perfectamente o, mejor dicho, rehago mis recuerdos perfectamente, cuando después de aquella enfermedad a Mariano le costaba tanto hablar, le resultaba casi imposible nombrar las cosas más sencillas… Fue un momento de enorme injusticia poética (por mutar la expresión). Constituyó un feísimo ejercicio de egoísmo por mi parte pensar que, de la noche a la mañana, la relación maestro discípulo se había finiquitado, y yo me sentía tan huérfano, tan rodeado de ruido, que deseaba que siguiera enseñándome, que siguiera hablándome, que siguiera llenando mi mochila de libros, mi iPod de música o mis noches de películas… Me costaba trabajo ponerme en su piel, darme cuenta de que ahora lo relevante para él era cada rayo de sol que parecía traspasar su traslúcida piel o la simple sonrisa de sus allegados…

El parco e insatisfactorio consuelo al supuesto sinsentido de los últimos años de Mariano fue para mí —y quiero pensar que también para él— la afectividad, los sentimientos, el cariño Ver cómo se enfadaba cuando no te podía decir algo y te miraba abriendo los ojos en un gesto de sorpresa casi infantil, los abrazos y besos de bienvenida cuando se bajaba del taxi, la espera paciente a que te dijera algo, los saludos casi reverenciales que le regalaban los antiguos alumnos y compañeros… o simplemente el silencio compartido.

El desahogo que me queda, uno delgado por no decir famélico, es que si de alguna forma yo fui hijo académico de Mariano, un hijo díscolo y con una genética intelectual mucho menos dotada, hoy andan por ahí sus nietos, a los que él conoció y también trató con cariño. La herencia intelectual y personal que nos ha legado es poco tangible, elusiva, subversiva, carente de peso, pero a pesar de ello, o precisamente por estas razones, es la más notable que nos puede ceder.

Compañero descansa en paz, tu memoria nos acompaña.

[Daniel J. García López, Federico Fernández-Crehuet y Rubén Pérez Trujillano son profesores de filosofía del derecho de la Universidad de Granada]

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2023

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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