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José Enrique de Ayala

Un triste aniversario

Un año después de la invasión de Ucrania por el ejército ruso, lo que se suponía que iba a ser una operación militar limitada que forzaría a Kiev a capitular en algunas semanas, se ha convertido —gracias a la determinación de los ucranianos, a la ayuda que han recibido de Occidente y a los errores estratégicos y tácticos rusos— en una guerra en toda regla, de intensidad media alta, con enormes pérdidas humanas por ambos bandos, también de miles de civiles ucranianos, una destrucción que costará décadas y cientos de miles de millones reparar, y repercusiones negativas en todo el mundo, en forma de inflación, carencia de alimentos, problemas de suministros.

Guerra…

Las operaciones se han estancado, el frente permanece estable, con pequeñas variaciones. Se habla de una ofensiva rusa que, de ser cierta, debería llevarse a cabo ya, antes del deshielo, pero nadie ha visto aún las unidades o materiales que harían falta ¿Podría intentar el ejército ruso volver a atacar desde el norte, desde Bielorrusia, en dirección a la capital? Lo que está haciendo, por el momento, es concentrar sus esfuerzos —en coordinación con los secesionistas ucranianos y con los mercenarios de Wagner— en Bajmut y en otros puntos de la provincia de Donetsk, para conseguir su objetivo principal que es ocupar todo el Donbass, hasta ahora con poco éxito, gracias a la feroz resistencia de las tropas leales a Kiev.

La ofensiva ucraniana, también anunciada, se retrasará más, hasta finales de primavera o verano. Rusia ha fortificado sus posiciones y ya no serán pequeñas unidades las que rompan el frente, como pasó en septiembre en la provincia de Járkov, ahora hacen falta unidades acorazadas/mecanizadas con sus apoyos, y también… una superioridad aérea local. Los tanques principales de última generación prometidos a Ucrania tardarán aún meses en poder formar unidades operativas y, si finalmente recibe aviones de caza, su puesta en marcha tardará aún más. Pero será muy difícil que, con los materiales que hasta ahora se barajan, sea capaz Ucrania de llevar a cabo una operación decisiva que le lleve a una victoria final. Rusia tiene todavía mucha fuerza. Cualquiera de los dos bandos puede tener ganancias o pérdidas territoriales en un momento u otro, pero ninguno de los dos va a ganar. Ni tampoco a perder. El presidente de EE. UU., Joe Biden, dijo en Varsovia hace dos días: “Ucrania nunca será una victoria para Rusia”. Podría haber dicho: “Rusia será derrotada en Ucrania”, pero no lo dijo.

Nadie cree en una victoria total de Ucrania, que incluiría, según Kiev, la recuperación de Crimea y de todo el Donbass. Pero todos dicen que eso es lo que esperan y desean, y lo que tiene que pasar. En la conferencia de seguridad de Múnich, dirigentes de los principales países de la OTAN han hecho grandes declaraciones, según las cuales Ucrania vencerá, y promesas de que su apoyo será ilimitado en cantidad y calidad, y también eterno… mientras dure. Y mientras ese apoyo no obligue a Rusia a una escalada que, por supuesto, nadie quiere. En realidad, todo este apoyo, todas estas armas —tanques, misiles, tal vez aviones—, todo este gasto desmesurado, todas las víctimas, toda la destrucción, solo va a servir para prolongar la guerra, que terminará —antes o después— en una negociación.

Entonces, ¿a qué juegan los dirigentes occidentales? ¿Les mueven razones morales, la defensa del pueblo ucraniano avasallado por el oso ruso? Es difícil de creer cuando constatamos su posición y sus acciones ante otros pueblos avasallados: palestinos, yemeníes, saharauis, uigures. Aquí no se trata de sentimientos humanitarios o de ser adalides de la justicia, se trata de intereses geopolíticos. Es la ocasión de impedir que Rusia resurja como poder global. Una Rusia fuerte no interesa, no encaja en el nuevo orden mundial que se pretende de nuevo bipolar. Si no se aprovecha esta oportunidad —que el error estratégico de Vladímir Putin ha puesto en bandeja—, habría que contar con ella en el futuro, y puede ser un apoyo importante para China en su pugna con EE. UU., en los próximos años o décadas. Se juega a que Rusia se desgaste, se agote económica y militarmente, con la vaga esperanza de que se produzca un improbable cambio político en Moscú o, al menos, que cuando haya que sentarse a negociar no esté en condiciones de exigir mucho. La guerra debe ser larga.

Pero esta estrategia tiene muchos riesgos, sin contar con que mientras la guerra dure, siguen muriendo miles de ucranianos. La posibilidad de una escalada no está en absoluto excluida. En cualquier momento podría haber un error que enfrente a fuerzas rusas con las de algún país aliado, por ejemplo, en el aire. Por otra parte, si los dirigentes rusos se ven acorralados pueden preferir un enfrentamiento directo con la OTAN, incluso el empleo de armas nucleares, antes que una capitulación que sería su fin y, probablemente, el de la Federación de Rusia, tal como la conocemos ahora. Para ellos es una cuestión de supervivencia, como dijo Putin en su reciente informe sobre el estado de la nación.

Además, existe otro peligro, y es que Rusia finalmente se imponga, a pesar del esfuerzo occidental, recurriendo a mayores movilizaciones y acumulando más efectivos, y amenace al conjunto de Ucrania. Hay que recordar que Ucrania recibe material, pero no soldados ¿Qué haría entonces occidente?  Se ha ido demasiado lejos para resignarse sin más, pero enviar tropas supondría iniciar la Tercera Guerra Mundial ¿Queremos correr ese riesgo? Ciertamente, en las condiciones actuales es poco probable que esto suceda, pero a medio plazo no es imposible, sobre todo si Moscú cuenta con el apoyo de China, que hasta ahora se ha mostrado reticente a prestarlo. Pekín sigue afirmando que no enviará armas a Rusia, pero eso puede cambiar, y en todo caso sí que podría enviarle componentes de alta tecnología que Rusia necesita para renovar su armamento más sofisticado, y las empresas chinas fabrican en abundancia, lo que mejoría sustancialmente las expectativas de Moscú.

China desea la paz más que ninguno de los otros actores, sobre todo porque la guerra dificulta su principal estrategia, que es el comercio. Posiblemente esté planteando ya a Moscú la primera propuesta seria —aparte de algunos débiles intentos de Turquía— para detener la guerra y dar paso a una negociación, pero será difícil que este intento prospere si —como hemos dicho— nadie en el bando occidental quiere la paz todavía. Solo una fuerte presión de los ciudadanos europeos en favor de activar la vía diplomática —que no es en absoluto incompatible con seguir apoyando a Ucrania— podría cambiar las cosas. Pero los ciudadanos europeos están demasiado influidos por sus dirigentes y por los medios de comunicación, belicistas en su inmensa mayoría, y apoyan en buen número la continuación de la guerra.

… y paz

Hay muchos intereses que juegan a favor de la guerra, pero —sobre todo— al camino de la negociación se le vienen oponiendo reiteradamente cuatro argumentos, de los que tres pueden calificarse de falsos o artificiosos en mayor o menor medida, y uno es cierto y cruel. Obsérvese que no se habla aquí de argumentos que puedan justificar la posición de Rusia, ni mucho menos su criminal agresión, sino solo de la sustancia o verosimilitud de las razones que se alegan para rechazar la idea de negociar la paz.

El primero de estos argumentos, repetido ad nauseam por Zelensky, sus consejeros y seguidores, por razones obvias, consiste en que, si Rusia no perdiera de una manera lo suficientemente dramática la guerra en Ucrania, proyectaría después su ambición imperial -que no tendría límites- hacia otros países, poniendo incluso en peligro la seguridad y la democracia de los miembros de la OTAN o de la UE. Este planteamiento solo puede partir del desconocimiento —voluntario o no— de cómo se originó la guerra en Ucrania a partir de la revolución de Maidán, de la historia y la geografía étnica y política de Ucrania, y de lo que significa para Rusia. Muchos rusos consideran todavía que los tres grandes países eslavos: Bielorrusia, Ucrania y la propia Federación de Rusia, son una sola nación, descendiente de la Rus de Kiev, que se creó por tribus eslavas en el siglo IX.

Toda la zona oriental de lo que hoy es Ucrania perteneció durante siglos a la Rusia de los zares, y su población —descendiente de rusos— ha seguido hablando ruso, perteneciendo a la iglesia ortodoxa rusa y manteniendo sus relaciones con su antigua patria. Rusia intervino —al menos esa es su versión— para defender a esta parte de la población contra la rusofobia del régimen surgido del Maidán. No es descartable que algo similar pudiera pasar, aunque sin tanta carga emocional, en otros países que tienen provincias o regiones de mayoría rusa o rusófona que se han independizado de facto con la protección de Moscú: Transnistria en Moldavia y Osetia del Sur y Abjasia, en Georgia.

Pero lo más probable es que solo ocurra si estos países atacan e intentan recuperar por la fuerza el control de esas provincias, como sucedió en 2008 en Georgia, del mismo modo que si Kiev no hubiera atacado durante ocho años a las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Luhansk, es probable —solo probable— que la invasión de Ucrania no se hubiera producido. Pero en ningún caso Rusia haría la locura de atacar a un país de la OTAN, a no ser que se viera muy desesperada, porque eso significaría su destrucción.

La necesidad de no ceder en nada se quiere sustentar en la experiencia de los Acuerdos de Múnich, en 1938, cuando Francia y Reino Unido accedieron a que Hitler se anexionase el territorio checo de los sudetes -mayoritariamente alemán-, un acuerdo que, en lugar de llevar a la paz dio alas al dictador alemán para lanzar la agresión a Polonia que inició la II Guerra Mundial. Pero esgrimir esta comparación requiere también desconocer la historia o manipularla. Los Acuerdos de Múnich se produjeron sin que Alemania hubiera combatido, no tuvieron nada que ver con un acuerdo de paz, puesto que no había guerra. La Alemania nazi había emprendido un rearme espectacular y había dado señales, que cumplió ampliamente, de que la guerra era su solución y lo único que le podía proporcionar el Lebensraum y los recursos que necesitaba para ser una gran potencia. No parece que este sea el caso de Rusia, que tiene más territorio del que puede gestionar con su decreciente población y suficientes recursos naturales. En todo caso, Rusia sí que está ahora en guerra, y no le está yendo muy bien. Sus dirigentes han podido comprobar la resistencia ucraniana y —sobre todo— la determinación occidental. Ha sufrido enormes bajas, en personas y en equipos, y su economía se tambalea. Podríamos decir que le han visto las orejas al lobo, y las lecciones aprendidas podrían ser las contrarias de las que Hitler sacó de Múnich. Si no pueden con Ucrania, aunque consigan una paz aceptable, difícilmente se van a meter en aventuras mucho más arriesgadas.

El segundo argumento espurio es que es Ucrania, o mejor dicho el gobierno de Kiev, quien tiene que decidir cuándo negociar y en qué términos. Esto es puro cinismo. Ucrania no es libre. Es evidente que si ha resistido hasta ahora ha sido por el apoyo occidental en armas, municiones, asesoramiento, inteligencia y dinero, y que, si ese apoyo faltara, dejaría de resistir. Los mismos que la apoyan fijan las condiciones y, para ellos, los intereses de Ucrania son solo un elemento más dentro de los suyos propios. En marzo de 2022 las delegaciones ucranianas y rusas habían llegado a un principio de acuerdo en Estambul que había sido asumido por el mismo Zelensky, pero Kiev tuvo que levantarse de la mesa por indicación de Londres, aunque se pusiera como excusa la masacre de Bucha. Lógicamente Ucrania no va a querer la paz hasta que no recupere todo su territorio, incluida Crimea, es lo justo. Pero si sus valedores consideran que la guerra no tiene solución y que puede dar lugar a una escalada demasiado peligrosa, aceptará lo que estos le digan. Y no hay ninguna duda de que se lo dirán en su momento, a pesar de que ahora defiendan la soberanía de Kiev.

El tercero, también muy discutible, es que Rusia no quiere negociar. Como hemos dicho, Moscú negoció en Estambul y muchas veces han reiterado sus dirigentes su deseo de volver sobre aquellos acuerdos. Naturalmente, si se le dice que las condiciones son retirarse de todos los territorios, pagar reparaciones —que podrían ascender a cientos de miles de millones— y que sus dirigentes respondan penalmente, se les está empujando a seguir en la vía militar. En la Conferencia de Seguridad de Múnich, el presidente francés, Emmanuel Macron, dijo que ahora no es el momento de negociar. No dijo que Rusia no quisiera negociar, ni siquiera que occidente lo rechazase, solo que no era “el momento”; era mejor desgastar todo lo posible a Rusia, aunque sin “aplastarla”, para que acuda a la negociación, que al final todo el mundo sabe que llegará, lo más debilitada posible.

Pero mientras tanto sigue muriendo mucha gente, también civiles, también niños. Los dirigentes rusos no serían insensibles a la vía diplomática si entrevieran una salida digna, ellos saben que, a largo plazo, su potencial industrial-militar, que es lo que mantiene la guerra, no puede competir con el de los países occidentales, incluido EE. UU.. Saben, además, que una escalada incontrolada podría destruir Europa, pero también Rusia. El problema es que, después de todo lo que ha pasado, tienen que presentar a la población rusa algo que se parezca a una victoria, por mínima que sea, se juegan su supervivencia en ello.

Y aquí llegamos al cuarto argumento, el único real y cruel o, si se prefiere, el único que podría justificar la prolongación de la guerra. ¿Qué tendría que entregar Ucrania para que el Kremlin considerara que ha alcanzado una salida “digna”? En toda negociación, ambas partes tienen que ceder algo para llegar a un punto de encuentro mínimamente aceptable. Pero, en este caso, se trata de territorio, que es en su totalidad —política, legal y legítimamente— ucraniano. Es más que probable que un acuerdo de paz tuviera que incluir alguna pérdida territorial de Ucrania en favor de Rusia, esta es una realidad que hay que afrontar. Aunque solo fuera lo que Kiev no controlaba antes del 24 de febrero del año pasado, pero que según el discurso oficial sigue siendo objetivo militar para Ucrania. Naturalmente, que una agresión se salde con una ganancia territorial para el agresor es —en una primera lectura— inaceptable. No tanto porque pueda sentar un mal precedente para agresiones futuras en otros lugares, ya ha habido otros malos ejemplos anteriores: EE. UU.-México, China-Tíbet, Marruecos-Sáhara, y volverá a haberlos. La cuestión es que repugna a la moral y a la razón que el agredido tenga que sufrir, además, la pérdida de parte de su territorio.

Pero es necesario, por doloroso que sea, poner en los platos de la balanza las realidades. En uno, esa probable e injusta pérdida territorial. En el otro las decenas de miles de muertos, la destrucción del país, el dolor de tantas familias destrozadas u obligadas a dejar sus hogares. Y la posibilidad de que Ucrania pierda más de lo que ha perdido hasta ahora o de que la guerra se encone, se extienda, y escale hasta una conflagración mundial, incluso nuclear, que causaría daños inimaginables. Y, entonces, la balanza se desequilibra en favor de la paz. Nadie rechaza la ayuda a Ucrania. Incluso los sacrificios que haya que hacer para reconstruirla. Pero no le hacemos ningún favor empujándola a continuar o escalar la confrontación militar. Nuestro apoyo –imprescindible- no es incompatible con emprender con diligencia y determinación la vía diplomática en pos del fin de la guerra. Y cuanto antes se haga, mejor, porque esperar no servirá de nada, solo aumentará el sufrimiento.

[Fuente: elDiario.es]

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2023

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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