La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Santiago Álvarez Cantalapiedra
Factor demográfico y crisis ecosocial
El mundo ha superado recientemente la cifra de 8.000 millones de seres humanos. Hace apenas dos siglos había 1.000 millones de personas sobre la faz de la tierra, que en promedio vivían 35 años; hoy, no solo somos ocho veces más, sino que vivimos el doble. El impulso demográfico más intenso se ha producido en los últimos 50 años, cuando la población mundial pasó de 4.000 millones en 1974 a 8.000 millones en 2022, mientras la esperanza de vida mundial se incrementaba en ese mismo periodo en 13 años. Por otro lado, esa población está geográficamente distribuida de manera muy desigual y con dinámicas demográficas muy dispares, por lo que el envejecimiento y el declive demográfico empiezan a ser un hecho en gran parte del mundo (la mitad de la población mundial vive ya en países donde la fecundidad está por debajo del nivel de reemplazo de 2,1 hijos por mujer),[1] mientras que en otras zonas —África, principalmente— la juventud y el crecimiento demográfico seguirán siendo la norma durante años.
Además, la población mundial se ha hecho urbana. Desde el año 2007, por primera vez en la historia de la humanidad, viven más personas en las ciudades que en el campo simbolizando el abandono de lo que la especie humana fue desde su aparición: una especie formada por cazadores, recolectores y productores de alimentos.
En consecuencia, en el transcurso de dos generaciones hemos “llenado el mundo” y en apenas una el “hábitat humano ha pasado a ser urbano”. Eso ha comportado un impacto ecológico colosal al reflejar la aceleración de la ruptura metabólica que se venía fraguando desde la revolución industrial y que nos ha conducido a la situación de extralimitación en que nos encontramos. Así pues, la dinámica demográfica no puede disociarse del tipo de intercambio con la naturaleza que la civilización industrial capitalista impuso hace doscientos años como tampoco cabe obviar, en el contexto de extralimitación y destrucción en el que estamos, que la demografía representa un factor para tener en cuenta en la actual crisis ecosocial.
El peso de la demografía
La importancia de la demografía se deja ver en la evolución social, económica, geopolítica y ecológica del mundo. Más de la mitad de la población mundial vive en el continente asiático, particularmente en la franja que va desde el sur al este (que incluye Pakistán, India, Bangladesh, China, Vietnam, Tailandia, Myanmar, Indonesia y las islas Filipinas), y hacia allí se está desplazando el centro de gravedad económico, político y cultural que está armando el poder global al inicio de este siglo.
Pero el dinamismo demográfico se sitúa, según las proyecciones, en África, el único continente donde aún hay más población rural que urbana. Se estima que la población del continente se duplicará en menos de treinta años (alcanzando la cifra de 2.500 millones en el año 2050), por lo que para entonces más de una cuarta parte de la humanidad será africana. El crecimiento poblacional de África es dos veces el del Sureste asiático y casi tres veces el de América Latina, y lo que impulsa esa dinámica es el hecho de que en la mayoría de los países africanos alrededor del 70% de su población sea menor de 30 años.
Esto contrasta fuertemente con la situación del resto del mundo, donde la población autóctona envejece aceleradamente. España y la UE representan casos paradigmáticos. Según los datos más recientes del INE, la población de España aumentó en 182.141 personas durante la primera mitad del año 2022 y se situó en 47.615.034 habitantes, pero ese crecimiento se debió a un saldo migratorio positivo de 258.547 personas, que compensó con creces un saldo vegetativo negativo de 75.409 personas. Las previsiones de que se reduzca la población española en las próximas décadas, al tiempo que se incrementa su edad promedio, hacen que se hable de la dinámica demográfica como un reto de primer orden cuyos efectos se sentirán en los patrones de consumo y de ahorro, en la evolución de la fuerza laboral y en la eficacia del sistema de bienestar social al implicar un incremento significativo del gasto público en pensiones, sanidad y servicios sociales. Al problema del envejecimiento se suma además el de la distribución geográfica, de manera que las zonas más envejecidas coinciden además con las más despobladas. España es un reflejo de lo que está sucediendo en el resto de la UE: sin la migración, la población europea se habría reducido en medio millón durante el año 2019, dado que los nacimientos representaron 4,2 millones frente a los 4,7 millones de decesos.
Brecha demográfica
Esta disparidad de dinámicas entre países y continentes está provocando cambios profundos en el mundo que conocemos, creando la mayor brecha demográfica de la historia. Por un lado, los viejos países centrales del capitalismo global, que han concentrado el poder mundial durante los últimos siglos, se están convirtiendo en las sociedades más avejentadas del planeta. Por contraste, en las naciones más pobres y menos poderosas (la periferia más subordinada del capitalismo mundial) es donde reside hoy la mayor parte de la población joven. Esta división será un factor clave que impulsará las relaciones políticas, económicas y culturales durante las próximas décadas, alterando no solo la importancia económica de los países y los flujos del comercio internacional, sino también casi todos los órdenes de la vida como la creatividad y la innovación tecnológica, el papel y peso de las distintas religiones, la diversidad social y los patrones migratorios.
¿El siglo de las migraciones?
Podría pensarse que las brechas y desequilibrios demográficos impulsarán indefectiblemente los procesos migratorios. Los países centrales del capitalismo más añejo encontrarían en la inmigración la solución a sus problemas, mientras que la población joven de los países pobres hallaría fuera de sus fronteras las oportunidades que no tiene en sus lugares de nacimiento.[2] El asunto, sin embargo, no es tan simple ni automático como aparenta, pero ayuda a situar la cuestión migratoria como «piedra de toque para discriminar entre opciones emancipatorias y regresivas». Dentro de las posturas regresivas, algunos contemplan la migración como una tabla de salvación, mientras que otros ven en el mismo fenómeno la peor de las amenazas.[3] Las opciones emancipatorias, alejadas de esta visión instrumental de las migraciones como oportunidad o amenaza, ponen de manifiesto que lo que se trasluce de todo ello no es sino el intento de los viejos centros capitalistas de aferrarse a un modo de vida imperial que la crisis ecosocial nos revela que solo puede mantenerse a fuerza de profundizar en el ecocidio y el genocidio. Volveremos sobre ello más adelante, pues lo que ahora interesa es enmendar alguna distorsión importante en torno a cómo se suelen contemplar los procesos migratorios.
Para empezar, no hay una invasión derivada de un supuesto crecimiento desbordado de las migraciones internacionales. Se estima que el número de migrantes internacionales (personas que viven en un país del que no son ciudadanos) alcanzó una cifra alrededor de los 272 millones en 2019. Un porcentaje de la población que oscila entre el 3 y el 3,5% de la población mundial y que se ha mantenido sin grandes variaciones a lo largo de las últimas décadas, pues —como sostienen los premios Nobel Barnejee y Duflo— «en el año 2017, la proporción de migrantes internacionales en relación con la población mundial era casi la misma que en 1960 o 1990: el 3%». Muy lejos de los porcentajes de la gran migración europea de finales del XIX y principios del XX: con un 6%. Por otro lado, las desigualdades y brechas económicas por sí solas no resultan suficientes para explicar el movimiento transfronterizo de personas. Si la migración solo respondiera a la desigualdad de ingresos, sería difícil explicar por qué los migrantes no eligen sistemáticamente a los países más ricos o por qué los niveles de migración difieren entre países con niveles similares de ingresos. Tampoco lograría explicar por qué algunos migrantes regresan a sus países de origen aun cuando las diferencias de ingresos entre el origen y el destino se siguen manteniendo. Los modelos migratorios que se basan únicamente en las disparidades económicas no logran capturar las diferencias más amplias en los marcos sociales, políticos e institucionales y el hecho de que son los conflictos y la violencia los que obligan a las personas a abandonar sus países, al igual que, cada vez más, los eventos climáticos extremos y la degradación ecológica que sobre su territorio provoca el modo de vida de la civilización industrial capitalista.
Teniendo esto presente, conviene volver a las cifras de las migraciones internacionales. Si bien se ha resaltado que estamos lejos de encontrarnos ante un fenómeno masivo y que la evolución ha sido relativamente estable en la última mitad del siglo XX, también es cierto que desde el inicio del tercer milenio el volumen de migrantes internacionales se ha incrementado en más de un 50% (unos 108 millones en términos absolutos), pasando de 173 millones en el año 2000 (con una población mundial de 6.145 millones) hasta los 281 millones en 2020 (sobre una población mundial de 7.900). Así pues, se puede concluir que durante las dos primeras décadas del nuevo siglo el ritmo de incremento de los migrantes (un 38,4%) ha sido significativo y superior al de la población (22,2%).
Detrás de este nuevo impulso es muy probable que se encuentre el importante aumento en el número de personas desplazadas por la fuerza en todo el mundo. Según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) durante el año pasado el desplazamiento forzado superó los cien millones de personas. Hay que observar la evolución reciente: el desplazamiento forzado alcanzó en el año 2014 una magnitud que no se había registrado desde la Segunda Guerra Mundial. De los 59,5 millones de desplazados por la fuerza en el mundo en esas fechas, 19,5 eran refugiados y 1,8 solicitantes de asilo (el resto —38,2 millones— desplazados internos). Desde entonces no ha dejado de crecer hasta alcanzar los 100 millones mencionados.
La mayor parte de esas personas huyen de la violencia generalizada o de la violación de los derechos humanos (proceden de zonas de conflicto como Ucrania, Siria, Irak, Somalia, Sudán del Sur, la República Democrática del Congo, Eritrea o Palestina), pero los organismos internacionales advierten de que el incremento de la diáspora global en el futuro se deberá sobre todo a la expulsión de la población de sus territorios como consecuencia de la destrucción de los hábitats donde viven (y eso tiene que ver directamente con la crisis ecológica y, concretamente, con los efectos del cambio climático). La violencia derivada de los conflictos y la expulsión asociada a la destrucción de los hábitats no son factores que actúen aisladamente, sino que se retroalimentan entre sí construyendo un entramado que incide sobre la población en una misma dirección.
Crisis ecosocial, expulsiones y demografía
La degradación de los hábitats y los impactos catastróficos de los eventos climáticos extremos actúan como potentes elementos expulsores de población e importantes factores de desestabilización. Entremezclados con otras crisis y conflictos preexistentes, constituyen un cóctel explosivo, especialmente en ese conjunto de estados económica y políticamente maltratados a lo largo de la historia del capitalismo que se extiende en torno al ecuador del planeta y donde el cambio climático comienza a golpear más fuerte por su importante dependencia de la agricultura y la pesca. Son, por otra parte, los países con mayor dinamismo demográfico y que sufren en mayor medida los daños de un modo de vida imperial que tiene a las mujeres, a la naturaleza y a los pueblos del Sur como colonias.
Desafíos
La arena exterior hacia la que trasladaba geográfica y temporalmente sus contradicciones el capitalismo ha ido desapareciendo a medida que se ha hecho global. La válvula de escape de las presiones que la civilización industrial capitalista somete a la biosfera está a punto de saltar por los aires por la convergencia de tendencias que conducen al desastre. El modo de vida imperante, que tantos privilegios concentra en una parte de la humanidad a costa de dañar la dignidad y supervivencia de la otra parte, necesita urgentemente ser desenmascarado y desmontado al mostrarse profundamente incompatible con altos niveles de población (y persistencia de otras especies) en un contexto de extralimitación.
No parece que podamos orillar por más tiempo la necesidad de racionalizar y regular conscientemente las relaciones sociales y los intercambios con la naturaleza. La regulación consciente de las relaciones humanas debería incluir también los aspectos demográficos, tanto en lo que se refiere al volumen de población como a los flujos migratorios, y hacerlo con criterios de justicia (social, ecológica y de género) para que no se convierta en una estrategia que persiga preservar un modo de vida que solo puede mantenerse descartando a una parte de la humanidad y al resto de especies.
Sin dejar de prestar atención preferente al modo de producción y consumo, preguntándonos acerca de qué producir, cómo hacerlo y con qué criterios distributivos, que siguen siendo las cuestiones centrales y esenciales, debemos abordar también con las máximas cautelas y en toda su complejidad los asuntos demográficos. Máximas cautelas porque, como recuerda el pensamiento feminista, el control de la población suele interpretarse, en el marco del capitalismo patriarcal, como una instrumentalización tecnocrática del cuerpo y la fertilidad de las mujeres. La “población” son seres humanos y no una “variable” susceptible de ser manejada tecnocráticamente. Pero hay ciertas evidencias, que surgen de la fuerte relación entre las tasas de disminución de la fertilidad y el aumento de la autonomía de las mujeres a través de la educación y el acceso a los servicios de salud reproductiva, que deben ser potenciadas y completadas con otras medidas que persigan aumentar el control efectivo de las mujeres sobre sus propias vidas. Por otro lado, el control poblacional se hace aún más complejo y necesitado de regulaciones bioéticas desde el momento en que hemos desarrollado una biotecnología capaz de controlar sin cortapisas la evolución biológica de la especie humana.
Algo parecido cabría decir de la regulación de los flujos migratorios. La instrumentalización de las migraciones procedentes del Sur para resolver los problemas de las sociedades avejentadas del Norte global no servirá más que para legitimar las enormes injusticias y desigualdades existentes. Es preciso revisar el ordenamiento jurídico internacional para reconocer derechos a la naturaleza y las nuevas realidades sociales que surgen del deterioro ecológico. Un primer paso puede ser ampliar el concepto jurídico de refugiado: «Las razones que pueden aducir quienes se encuentran en una situación de riesgo real de daño irreparable para su vida y dignidad por motivos medioambientales son equiparables a los motivos contemplados por la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 para otorgar refugio a las personas que huyen de la violencia o de la persecución» («Migraciones y fronteras en un marco de justicia global», Tiempos de Transiciones, 2021). Necesitamos por tanto un nuevo enfoque con que contemplar las migraciones y la política migratoria basado en el deber de acogida asociado al grado de la responsabilidad contraída históricamente por siglos de colonialismo, desposesión y destrucción.
[Fuente: Público. Santiago Álvarez Cantalapiedra es director de la Revista Papeles (FUHEM)]
- La proyección más reciente, publicada en el año 2020 por el Instituto de Métricas y Evaluaciones de Salud (IHME) de la Universidad de Washington, señala que para finales de este siglo 183 de los 195 países del mundo tendrán una tasa de fertilidad por debajo del nivel de reemplazo. Stein Emil Vollset, Emily Goren, Chun-Wei Yuan, Jackie Cao, Amanda E Smith et al.: «Fertility, mortality, migration, and population scenarios for 195 countries and territories from 2017 to 2100: a forecasting analysis for the Global Burden of Disease Study», The Lancet, Vol. 396, 17 de octubre 2020, pp. 1285-1306 (puede consultarse en The Lancet). ↑
- Desde una perspectiva meramente instrumental (y acorde con la más pura lógica descarnada de los intereses económicos vigentes), las respuestas al declive demográfico no pasarían únicamente por potenciar la inmigración. También cabría contemplar políticas en favor de las oportunidades a la población más joven y políticas de adaptación a una sociedad con mayor presencia de personas mayores. Las primeras —adoptando un prisma pronatalista (y sin una necesaria conexión con la justicia social y de género)— abordarían los problemas de precariedad juvenil, emancipación tardía y cambio cultural en relación con los modelos de familia, abogando por mayores ayudas públicas a las mujeres en edad fértil y la remoción de los obstáculos a la conciliación de la vida laboral con la familiar y a la corresponsabilidad en la crianza. Las segundas, orientadas a la potenciación de los mayores defenderían que, dada la mayor longevidad de la población, habría que aprovechar la experiencia y el aprendizaje acumulado a lo largo de toda una vida incentivando la permanencia en el mercado laboral de las personas mayores a través de fórmulas flexibles de envejecimiento activo basadas en la voluntariedad. ↑
- Aquí se situarían las supercherías conspirativas de la extrema derecha convergentes en la idea del «gran reemplazo», según la cual se estaría favoreciendo la sustitución de la población autóctona por población extranjera a través de la inmigración masiva, con lo que la «cultura e identidad» de los primeros se encontraría ante el riesgo de desaparecer por el dinamismo demográfico del foráneo. Se trata de posiciones sin ningún fundamento que se asientan en visiones raciales y culturales supremacistas. ↑
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