¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Izquierdo Escribano
Trabajadores y literas
Una de las regularidades estadísticas mejor aquilatadas en el estudio de las migraciones internacionales establece que los progresos en la integración son lentos, mientras que el retroceso se da con rapidez. Se construye con paciencia, pero se destruye de un solo golpe. En las crisis económicas se desandan velozmente los avances en las condiciones de vida que se alcanzan en los cada vez más breves períodos de bonanza. Por eso, en “cada salida de la crisis” la población foránea está un punto más atrás de lo que lo estaba antes. Los deterioros se miden en leguas, las mejoras en metros.
De modo que abrí los ojos como platos cuando el domingo 8 de enero leí en el diario El País, en primera página y a cuatro columnas, el siguiente reclamo: “Se buscan trabajadores extranjeros”. Ese mismo día, pero en una página interior, me tropecé con otro titular que clamaba, “hartos de que su mundo sea una litera”. Esta segunda noticia aludía a la situación de dos familias afganas que había solicitado refugio en España. Dos conceptos (inmigración y asilo) unidos por el principio de la integración. Mejor aún, dos realidades (trabajo y vidas en riesgo) que demandan su inclusión en la sociedad de acogida.
La noticia que ocupaba la primera plana estaba respaldada por tres páginas completas en la sección de economía y trabajo. En ellas se ofrecían gráficos que daban cuenta de las tasas vacantes y de desempleo en la UE y en España. El texto enmarcaba dos potentes fotografías, una de trabajadores en un invernadero de fresas en Alemania, y otra, de obreros sobre andamios en un edificio de la calle Bravo Murillo en Madrid. Por otra parte, la noticia que versaba sobre la situación de los refugiados afganos ocupaba la página 28 y se ilustraba con dos expresivos retratos, uno por familia, que capturaban la atmósfera que envuelve a estos huidos. ¿Quieren que les describa esa atmósfera? Lo haré, “han pedido, formalmente, regresar a su país”. Sin más literatura.
Desgranando los contenidos
Los dos reportajes ensamblan la tensión que siempre se produce entre datos de naturaleza estructural, es decir, aquellos que condicionan las opciones personales, y otros en los que lo que predomina es la “agencia”, a saber, las reacciones y conductas de los grupos e individuos implicados en esa trama de instituciones. En otras palabras, el pulso que siempre se libra entre los factores objetivos y las respuestas de los individuos.
Los factores de fondo que se subrayan se compendian en dos: el envejecimiento como causa principal de la falta de mano de obra, y las transformaciones que se suceden en la esfera laboral. Algunos de esos cambios en el mercado de trabajo han resultado acelerados por la pandemia. Así sucede con el impulso que ha recibido la digitalización laboral y, en el otro extremo, el abandono de los empleos en los servicios personales más penosos de realizar y peor pagados.
Los datos de estructura detallan que varios países europeos tienen tasas significativas de empleos sin cubrir (5% Bélgica y Países Bajos, un 4,5% Alemania y el 2,5% Francia) y que sus gobiernos han emprendido distintas acciones para cubrir esos huecos. El marco general en la UE, según Eurostat, es el de una tasa de paro baja (6%) y un 3% de ofertas de empleo sin cubrir. Esas vacantes se evidencian en una treintena de profesiones que van desde medicina y enfermería hasta soldadores y transportistas, desde ingenieros y analistas de sistemas hasta fontaneros y repartidores o trabajadores para cuidar de los mayores y para las actividades en la hostelería y restauración.
Las políticas que condicionan y limitan a los refugiados se resumen en ser cada vez más restrictivas (reducción de ayudas y de derechos); y más represivas, es decir, con más detenciones y deportaciones. Un sistema de acogida que discrimina según el país de nacimiento y los valores culturales del demandante y que somete al solicitante a una cadena de limitaciones y vejaciones para hacerse acreedor al título de ser un auténtico refugiado. Un sistema, en fin, que rebasa los períodos y fases que se estipulan en la normativa. Sirva como ejemplo el caso español en el que la fase de emergencia debe durar un mes y se prolonga más allá del medio año, saltando de hostales a albergues que ejercen como centros de acogida. Sin permiso de trabajo y sin dinero, la vida se gasta, como se describe en el reportaje, viviendo en una habitación con tres literas y un pasillo entre ellas.
Un apunte sobre el abuso de las proyecciones demográficas
La mejor manera de encarar el futuro es conocer el presente con el mayor detalle y profundidad. Las proyecciones demográficas a 50 años vista no pasan de ser un ejercicio técnico cargado de ideología. Castillos de naipes, fáciles de construir, pero frágiles de toda evidencia. Nadie en su sano juicio se atreve a asegurar cuál va a ser la hipótesis más probable en el curso de la mortalidad, la fecundidad o las migraciones a lo largo del próximo medio siglo. ¿Acaso las repercusiones en las tasas de reproducción y en las probabilidades de muerte, y por tanto en el cálculo de la esperanza de vida, que se están derivando de la pandemia del COVID-19 —o de la guerra en Europa y la violencia en Oriente Medio—, entraron en los cálculos de las proyecciones que se hicieron con el cambio de siglo? ¿Quién anticipó que tres millones de refugiados llegarían a la UE entre 2015 y 2016?
Nadie había previsto, en 2019, el exceso de mortalidad directa o indirectamente causado por el coronavirus, el nivel de la caída en la fecundidad o el grado de hundimiento de los flujos migratorios provocado por el cierre fronterizo y el confinamiento. Incluso en lo que se refiere a la rebaja de los flujos migratorios hubo grandes diferencias, pues aquellos compuestos por trabajadores cayeron con más intensidad que los flujos de familiares o de estudiantes. Y dentro de los flujos de mano de obra, disminuyeron menos los de trabajadores fronterizos, los de temporeros que recogían las cosechas o los integrados por profesionales de la salud que los de otras profesiones o los traslados de personal cualificado dentro de las grandes empresas. Queda claro que la migración es la menos previsible de las tres variables demográficas.
Argumentar que harán falta trabajadores en Europa porque la población que se halla en edad de trabajar es ahora del 70% y en 2070 ese porcentaje será del 54%, encierra demasiadas incógnitas. Y deducir de esas cifras relativas que las empresas necesitarán millones de trabajadores extranjeros es aún más incierto. Simplemente, no sabemos cuál será la tasa de dependencia ni la de actividad en fecha tan lejana. El cómputo actual se hace sobre una edad de jubilación que se está retrasando, un aumento en la esperanza de vida que se ha desacelerado con la pandemia, y un volumen de personas jubiladas que se está viendo mermado. Los argumentos, en fin, carecen de profundidad, porque nada se aventura sobre cuántas y qué empresas, hoy existentes, van a sobrevivir el próximo medio siglo, ni cuántas nacerán o se mudarán de país. Debemos distinguir entre los datos del presente y las proyecciones, así como entre la calidad de los argumentos y su profundidad.
Todo gobierno democrático está obligado a realizar dos cuentas. Una es la de las urgencias presentes de trabajadores para cubrir vacantes en el mercado de trabajo; y otra la de los medios objetivos y subjetivos disponibles para su acogida como el paso inicial para la integración. Más aún cuando se abusa de las proyecciones hasta convertirlas en oráculos de “necesidades” de trabajadores. Porque si hablamos de proyecciones demográficas a cincuenta años vista, la regularidad estadística mejor registrada es la de que no se acierta. Esa fue la conclusión de Nathan Keyfitz, un demógrafo canadiense, después de comparar un millar de proyecciones con las realidades que se propusieron anticipar.
Dos caras de la mudanza global: inmigrantes y refugiados
En realidad, se trata de dos caras del mismo fenómeno social, aunque los medios que forman la opinión pública las separen. Estamos hablando de los desplazamientos más o menos forzosos de las personas de un país a otro. En la migración por trabajo, la agencia (el hacer voluntario de los protagonistas) tiene un papel más relevante, mientras que en caso de huida precipitada lo más evidente para el actor es que no le queda otro remedio. En el movimiento laboral el calendario de la salida se puede planear, si bien el momento económico que atraviesa el país receptor condiciona el plazo para decidirse a emigrar. En cambio, en el caso de la fuga desesperada no hay margen de tiempo, ni se presenta una opción alternativa para los sujetos. Las personas que piden refugio son los migrantes más urgidos, pero migrantes, al fin y al cabo.
Otra de las tendencias, vale decir regularidades estadísticas, mejor establecidas en al ámbito de las migraciones internacionales es la de que tras el “adelantado” llega la familia. Es decir, que la pionera o el forastero viene acompañado de sus seres queridos, o tarda pocos años en reunir al grupo primario. Por tanto, trátese de refugiados, o de trabajadores más o menos cualificados, las distintas vías de entrada conducen a una misma sociedad. Dicho con toda claridad, el flujo de trabajo y el que pide protección para la vida se rigen por un mismo principio que es la integración en esa sociedad. Podemos imaginar vigas donde sólo hay virutas, pero las reyertas nominalistas (integración, acomodación, inserción, inclusión) no sirven para reducir las leguas a metros.
Conviene, pues, decirles a los gobiernos que, si no disponen de viviendas, plazas escolares y servicios de atención sanitaria, no busquen o atraigan trabajadores extranjeros. Porque, más bien antes que después, la forastera o el foráneo harán uso de ello. Lo mismo sucede con los perseguidos que, una vez llegados, necesitan cuanto antes trabajar, salir de los centros de acogida y empezar a vivir por su cuenta. Ni unos ni otros quieren ser una carga para el erario público, quieren poder decidir. Claro está que tanto unos como los otros requieren cierta ayuda inicial para aprender el idioma y poder comunicarse, pero esa fase es temporal, y breve, atendiendo a las circunstancias y habilidades de cada cual.
Toda política migratoria que no esté presidida por la integración social está coja y peca de ceguera institucional. No hay separación, salvo analítica, entre política de inmigración (regulación de flujos) y política para inmigrados (inserción social). Cabe añadir que esa idea rectora reza también para las demandas de trabajo. Pues con un empleo no se mantiene una familia inmigrante con hijos. El trabajo, por sí sólo, no evita la exclusión que tiene, como es sabido, variadas dimensiones. Los que están ocupados en uno de los varios nichos laborales donde se concentran, viven con un mayor o menor grado de privaciones residenciales, sanitarias o educativas, pero no les es dado alcanzar un nivel aceptable de integración y arraigo en la sociedad.
La discriminación, en el caso de los refugiados, arranca de su origen ambiguo. El sistema internacional se pensó para aquellos que “votaban con los pies” y que huían de los países socialistas y del comunismo, pero también para los que luchaban contra las dictaduras en otras partes del mundo. Ha acabado siendo un “escudo temporal” para proteger a los que defienden los valores occidentales frente a otras culturas. No hay más que ver las preferencias y cupos ofrecidos a los huidos de Ucrania, respecto de los perseguidos en Afganistán. La mayoría de los refugiados del Sur que piden protección acaban por dispersarse en las ciudades como refugiados urbanos e informales que se suman a los inmigrantes sin derechos, sin permiso laboral y dependientes del empleo sumergido. Esa desintegración personal incrementa la vulnerabilidad material y mental, pudiendo conducir al suicidio.
Para terminar…
La separación de estas dos noticias merece un análisis y una crítica. La búsqueda de trabajadores da la espalda a la gestión del acomodo de los refugiados. Es así como, a tenor de estas informaciones, gobiernos de distintos países acuden solícitos a la demanda de empresas, mientras que la Comisión Europea da su visto bueno sin desarrollar directivas o reglamentos para “no chocar con las sensibilidades nacionales y los períodos electorales”. No es este el modo más aconsejable de enfrentarse al auge del racismo en la mayoría de las sociedades de la UE.
Sin duda, la exclusión más severa que se les impone a los inmigrantes y refugiados es la privación de los plenos derechos democráticos. Un ejemplo lo constituye la democracia española que, desde su origen en 1977, es una democracia muy institucional y socialmente poco inclusiva. No se ha visto, por ejemplo, una foto en las escaleras de la Moncloa de ningún presidente del gobierno recibiendo a los representantes de los inmigrantes. La exclusión política es mayor que la que se experimenta en la vivienda o en el empleo. En España esa marginación política atañe a 5,5 millones de extranjeros, es decir, el 12% de los habitantes.
La integración empieza con la primera acogida y, cuando no se hace así, el proceso descarrila y —en cualquier caso— se resiente. Las políticas de mano de obra y las de refugiados son dos caras de la migración. Empiezan, continúan y terminan en la integración como ciudadanos. Todos necesitan trabajo y vivienda, y por ello a los solicitantes de asilo se les debe dar un permiso de trabajo mientras se resuelve su expediente de reconocimiento como refugiado. Todos necesitan formación para los mayores y para los descendientes. Todos pueden enfermar y requieren acceso formal a la sanidad pública. En fin, todos demandan consumir pero, por encima de todo, lo que más necesitan es poder decidir.
Claro que no es esto lo que se viene haciendo en la mayoría de las sociedades de la UE. Y, precisamente por eso, las integraciones son multiculturales. La última de las regularidades estadísticas, que nos dejan como enseñanza tanto la crisis de 2008 como la de 2020, es que las comunidades inmigrantes han salido de estas catástrofes globales más excluidas de la sociedad de acogida, pero más replegadas sobre sí mismas.
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2023