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Albert Recio Andreu

Empleos, salarios, reformas y sindicatos

Cuaderno pandémico: 17

I. El empleo tras la reforma laboral

La evolución del empleo en los últimos dos años es, sin duda, uno de los mejores balances que puede exponer el Gobierno. Y en particular el área de Trabajo, con su impulso a la reforma laboral. Una mejora tanto en términos cuantitativos (creación de absoluta de empleo) como cualitativos (reducción substancial del empleo temporal). Entre el cuarto trimestre de 2020 y el cuarto de 2022 se han creado 1,11 millones de empleos netos. El crecimiento de empleos estables ha superado los 2 millones y, en contrapartida, se han reducido 886.000 empleos temporales. La tasa de temporalidad se ha reducido en un 6,7% (del 24% al 17,9%). Por tanto, el impacto de la reforma laboral no ha destruido empleo y se ha mostrado eficaz en la reducción de la temporalidad. Los aterradores presagios de la derecha se han manifestado falsos, meras retóricas de la reacción, argumentarios para tratar de impedir la reforma. Aunque, dado la complejidad de los análisis económicos, siempre pueden sugerir que sin la reforma las cosas hubieran ido mejor. Si uno se empeña en negar los hechos, siempre hay economistas dispuestos a modelar los argumentos para que casen con lo que su cliente quiere.

Este va a ser el punto más fuerte sobre el que se va a apoyar Yolanda Díaz para promover su candidatura electoral. Es un dato que tiene un enorme valor para su propia base social, para los sindicatos. No quiero ser aguafiestas, yo también celebro la mejora del empleo y sus condiciones. Pero, analizando los datos disponibles con más detalle, hay algunos puntos negros que merece la pena subrayar.

La primera cuestión es la de la propia calidad de los empleos fijos. En la reforma se establece que estos pueden tomar la forma de empleos “normales” y la de fijos discontinuos. Personas cuyo empleo efectivo sólo se produce cuando aumentan las necesidades de la empresa y quedan a la espera cuando baja la actividad. No equivalen a empleos temporales, aunque se les parezca. Un contrato de fijo discontinuo, por ejemplo en hostelería, donde la actividad es estacional, supone que la persona implicada tendrá derecho a volver a la empresa cuando vuelva la actividad, que su empleo sea estable cada temporada y no esté al albur de la voluntad del empresario de contratarla o no, que puede acumular derechos de antigüedad en el caso de que existan, que tiene posibilidades de promoción. Contratada como temporal, todos estos derechos desaparecen y cada temporada se está pendiente de la voluntad de la empresa a la hora de recuperar el empleo. La diferencia de grado es importante.

Pero hay también importantes diferencias entre las condiciones de los empleados fijos y las de los fijos discontinuos. Los primeros gozan de una estabilidad de ingresos que no tienen los discontinuos. Los ingresos de estos últimos dependen crucialmente de la duración de su contratación efectiva. No es lo mismo ser un empleado discontinuo de diez meses (que es el tipo de duración que se observa por ejemplo en las empresas de catering escolar) que serlo por tres meses (lo que puede ocurrir en un restaurante de temporada). La cuestión no es baladí. Según los datos de rentas a partir de la información fiscal, casi un 25% de personas asalariadas (sin tener en cuenta las que se han jubilado) no alcanza a ganar el monto del salario mínimo anual. Ello es así porque una parte de la población está atrapada en empleos de temporada (que habitualmente coinciden con empleos de bajos salarios). No es casualidad que en los estudios de rentas locales sean las poblaciones turísticas, donde proliferan estos empleos, las que presenten índices más elevados de pobreza. En resumen, los empleos fijos discontinuos mejoran los derechos y las condiciones de empleo de los trabajadores temporales, pero no eliminan parte de la precariedad. No son equivalentes a los empleos temporales, como ahora argumenta la derecha, pero tampoco equivalen a empleos estables normales. Y el problema es que, tal como el INE ofrece actualmente los datos, no es posible ver cuál es su peso. Mejorar la información constituye una exigencia fundamental para hacer una diagnosis buena.

La segunda cuestión que debería preocupar es analizar qué hay detrás de la creación de empleo, cuáles han sido las dinámicas que han generado la actual recuperación. No todos los empleos son iguales en salarios, condiciones, etc. Ni la sociedad y la economía evolucionan igual según sean las actividades que crecen. Y, cuando analizamos la estructura sectorial del empleo, aparece otra cuestión preocupante.

Casi la mitad del empleo nuevo se concentra en el sector de hostelería y restauración, en parte como un efecto-rebote del parón experimentado en la pandemia. Un sector donde proliferan los empleos de duración limitada, los bajos salarios y las malas condiciones de empleo (especialmente en jornada). Le siguen en importancia el transporte, la información y comunicaciones y el sector de actividades artísticas y recreativas (muy asociado a la evolución del turismo). En términos relativos, son estos cuatro sectores y las inmobiliarias los que han experimentado crecimientos del empleo por encima de la media. El crecimiento del sector “otros servicios” es idéntico al crecimiento medio del empleo (6,1%). El resto de los sectores muestra crecimientos más modestos, entre el 4,8% de la Administración Pública y el 1% de la construcción (y en medio se sitúan, por este orden, educación, sanidad y servicios sociales, industria manufacturera, servicios auxiliares, comercio, actividades profesionales, científicas y técnicas) y se destruyen empleos en agricultura, ganadería, silvicultura y pesca, industrias extractivas, energía, agua y saneamiento, actividades financieras y empleo en hogares.

Lo que sugiere este cuadro es que estamos lejos de experimentar un cambio estructural profundo: el auge del empleo está asociado fundamentalmente a la recuperación del turismo, el sector que ya era el gran motor de la expansión prepandemia. Incluso se ralentiza el crecimiento del empleo en actividades como educación, sanidad y servicios sociales, que antes de la pandemia experimentaban una fuerte expansión y que durante la pandemia mostraron su importancia estratégica.

La persistencia del motor turístico es preocupante en muchos aspectos: su elevada vulnerabilidad, sus impactos ambientales y sociales, su asociación con el capitalismo más rentista, sus condiciones laborales… La recuperación del turismo era esperable por las propias características de la crisis de la COVID, pero no tanto la insistencia con que las clases dirigentes presionan ahora por su continuidad y sobre todo su aceptación acrítica por parte de las élites políticas (en mi ciudad, el PSC es el “partido del turismo”, y viendo lo que hacen alcaldes como el de Vigo tiendo a pensar que no se trata sólo de una cuestión local). Sin cambio de modelo, sin diversificación de actividades y una orientación clara de reconversión en clave ecológica, no es posible pensar que el país vaya a ser capaz de hacer frente a la variedad de tensiones que pueden desencadenarse los próximos años. Los éxitos de hoy, sobre todo si se leen sin capacidad autocrítica, pueden sentar las bases de los desastres del mañana.

En resumen, hay dos cuestiones a destacar:

En primer lugar, la reforma laboral sí ha tenido éxito en aquello que podía influir: en reducir la discrecionalidad empresarial en la contratación y en fomentar condiciones más dignas de empleo. Pero no puede esperarse que, por sí misma, sea capaz de transformar todas las condiciones que influyen en el modelo laboral. Hay sin duda otros campos en los que el cambio de las regulaciones laborales puede añadir mejoras. Especialmente aquellos que la reforma esquivó en aras del pacto con las patronales: ampliar la vigencia de los convenios sectoriales, eliminar la posibilidad de crear representaciones laborales ad hoc y reforzar la necesidad de negociación de cambios en las condiciones laborales. Así como avances en términos de democracia económica. Pero hay otros aspectos que deben abordarse por otras vías. La enorme variabilidad y flexibilidad del empleo (que mantiene altos niveles de temporalidad en forma de eventuales y fijos discontinuos) es el producto de modelos de gestión de la economía y de especialización productiva que exigen cambiar otras muchas cosas: regulaciones del mercado de productos y servicios, de los derechos de propiedad y de las políticas económicas. Porque muchos de los graves problemas de desigualdades y devastación ambiental a los que nos enfrentamos tienen que ver con esto. Y la izquierda no puede encastillarse en defender el éxito de sus propuestas y olvidar sus límites y la necesidad de discutir otras áreas.

Y, en segundo lugar, el modelo económico español está lejos de una transformación radical. Los programas next generation más bien parecen diseñados para mantener las rentas de los sectores que han liderado el actual modelo de desarrollo que en propiciar una transformación real capaz de reducir drásticamente las desigualdades y de hacer frente a los problemas que plantean las tensiones en el campo del clima, la energía, el cambio demográfico, los problemas hídricos, la crisis de biodiversidad y la vulnerabilidad exterior. Son muchos problemas y ninguno tiene soluciones inmediatas. Para muestra, la nueva batalla en torno al agua en el sudeste español. Hay que tener una visión global, una modestia en la capacidad de cambio a corto plazo y tenacidad para ir aplicando medidas que cambien la situación. Porque lo que realmente se necesita es una movilización social capaz de entender y hacer frente a la situación. Y lo que sobra es presentar los éxitos, por meritorios que sean, e ignorar las carencias.

II. Precios, salarios y respuestas sindicales

La inflación de los últimos meses vuelve a poner la cuestión salarial y la distribución de la renta en primera línea del debate social. Aunque la información estadística sobre salarios siempre es bastante deficiente, con los datos existentes existen pocas dudas de que en los últimos meses el alza de los precios ha sido claramente superior a la de los salarios. Algo que también se constata cuando se analiza el peso de los salarios en el PIB (que han descendido en menos de 2 años del 49,9% al 46,6%) y los indicadores del índice Gini que ofrece el detallado trabajo de Oxfam en el que me baso (se puede consultar en https://www.oxfamintermon.org/es/publicacion/davos-2023-sobra-mes-final-sueldo) y que muestra un nuevo repunte de la desigualdad. El análisis de Oxfam muestra como la inflación actual está provocada por el aumento de los márgenes empresariales. Básicamente por un conflicto distributivo originado por el capital (aunque en sus inicios tuviera influencia el aumento de los precios energéticos y los cuellos de botella generados en la economía global). La ventaja, para las empresas, de un proceso inflacionario generalizado es que pueden justificar sus ajustes particulares de precios por el “alza de los costes” sin necesidad de probarlo. A menos que tuviéramos estudios detallados de la fijación de precios en sectores clave, no hay manera de especificar la responsabilidad de cada cual. Y por ello creo que crear algún tipo de organismo, comisión, centro de estudios orientado a esta actividad sería de extrema utilidad. El estudio de Oxfam también indica que el impacto negativo de las alzas de precios ha sido mayor para las rentas bajas en la medida que los mayores aumentos se detectan en alimentación, vivienda y gastos de casa y bebidas. Solo las alzas de hostelería y restauración afectan más a las rentas altas. Hay buenas experiencias que han moderado las alzas de la energía (con la aplicación de un tope al gas eléctrico) y los transportes (con la bonificación de parte de su coste, especialmente para los usuarios que más utilizan el transporte público). Pero en conjunto la inflación sigue siendo una variante de la lucha de clases distributiva en la que los sectores empresariales y los rentistas siguen ganando la batalla.

Frente a esta situación se echa en falta alguna propuesta de movilización y claridad en los objetivos. Los sindicatos tienen en ello un papel fundamental. Y hasta ahora no se percibe esta contundencia ni esta claridad. Antes del verano, los líderes sindicales anunciaban un otoño caliente que no hemos podido percibir. Quizás porque lo que la ocasión demandaba era una propuesta de acción general que nunca se planteó, posiblemente por el miedo a que se viera como un ataque al Gobierno de coalición y un apoyo a las aspiraciones electorales de la derecha. Se anunció una lucha de guerrillas en los convenios colectivos, que tampoco ha tenido lugar, posiblemente porque el miedo de la gente, sus necesidades monetarias, no ayuda a promover un espíritu de combate. Todo ello es preocupante, sobre todo porque difumina la imagen, ya deteriorada, de los sindicatos como escudos frente al capital. Y esta preocupación se viene incrementando con la propuesta de CC.OO. (que es mi sindicato) de vincular las alzas salariales a “los excesos de márgenes de beneficio” (Unai Sordo, “Propuesta para alcanzar un acuerdo salarial”, El País, 18 de enero de 2023).

Explico por qué esto me parece preocupante, aunque en otras cuestiones coincida con su análisis y aunque se pueda sospechar que esta propuesta tenga un cierto componente de boutade (puesto que los empresarios dicen que no pueden subir salarios, analicemos la situación de cada uno y forcemos a pagar a los que han aumentado beneficios). Como provocación puede valer, pero como propuesta salarial es peligrosa. En primer lugar, porque sabemos que las mayores devaluaciones del poder adquisitivo se producen en los sectores de ingresos más bajos, los que están empleados en los sectores más irregulares y con salarios más bajos. Posiblemente, en las empresas que lucen márgenes más pequeños. En segundo lugar, porque las estructuras empresariales son enormemente complejas y jerarquizadas: las empresas grandes utilizan su red de subcontratas para abaratar costes y, por tanto, la productividad “aparente” (el valor monetario de cada empresa dividida por su volumen de plantilla) depende en gran medida del lugar que ocupa en la jerarquía empresarial. Y, en tercer lugar, porque los precios incluyen el “poder de mercado” de cada empresa dentro de un mundo dominado por mecanismos oligopólicos y por competencia imperfecta). Fijar los salarios en función de cada empresa es reforzar las desigualdades salariales y empeorar la situación, absoluta y relativa, de los que ya están peor. Es romper cualquier propuesta de solidaridad de clase y, en el peor de los casos, reforzar el vínculo que a veces une a los trabajadores de empresas monopolísticas con su propia empresa.

Un planteamiento alternativo debe orientarse tanto a reducir las desigualdades como a generar una nueva visión social sobre la distribución de la renta.

A corto plazo es preciso minimizar el impacto negativo de la inflación sobre las rentas más bajas, para las que la inflación provoca un deterioro insoportable en sus condiciones de vida. Pero para ello hace falta un planteamiento general que contemple aumentos de renta en los sectores más deteriorados (aumento del salario mínimo y mecanismos de transferencia de rentas), que proponga una escala salarial que tanto garantice mínimos salariales decentes como castigue los obscenos salarios que se conceden los altos directivos, orientado a promover un modelo social y laboral más igualitario y cooperativo, y que incluya mecanismos de limitación de las rentas abusivas y parasitarias. Es un objetivo ambicioso y difícil de desarrollar, pero absolutamente básico si se quiere salir del marasmo social a que nos ha conducido décadas de políticas neoliberales. Y también necesario para ayudar a que la población pueda identificar la naturaleza de sus problemas económicos y para impulsar una dinámica social transformadora. Ello exige transformar inercias y modular resistencias. Los sindicatos son, en sí mismos, organizaciones complejas, con afiliados y organizaciones de base (especialmente en las grandes empresas) con intereses particulares, con gabinetes técnicos demasiadas veces imbuidos por las mismas ideologías que pretenden combatir y por luchas internas por el poder. Y por ello, más que la crítica descalificativa, lo que es más necesario es promover un debate que nos saque de este nuevo atolladero.

III. Un matiz

Esta nota contiene dos críticas directas a gente con la que comparto muchas cosas: al excesivo triunfalismo respecto a la reforma laboral por conducir al olvido de cuestiones clave; y al despiste y falta de claridad sindical al abordar la lucha contra la inflación. Criticar sólo tiene sentido si se hace con ánimo de mejorar, de encontrar salidas y compartirlas. Y por ello sugiero, más allá de las críticas concretas, que lo que hace falta son estructuras organizativas menos cerradas en sí mismas y más debate e investigación para hallar salidas. Porque lo que sigue importando es la continuidad de problemas estructurales en el empleo, la estructura económica (incluyendo las cuestiones ecológicas) y la distribución de la renta.

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2023

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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