¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Castigo sin venganza
María Moliner define ‘castigar’ como infligir un daño a alguien que ha cometido un delito o falta o que ha ofendido o causado algún daño a quien le castiga; y define ‘vengar’ como causar daño a una persona como respuesta a otro [daño] o a un agravio recibido de ella.
Como se puede ver, castigar y vengar están conceptual y lingüísticamente relacionados, y los filósofos políticos han desarrollado interesantes disquisiciones teoréticas acerca de su identidad o su distinción. Sin embargo, a efectos de lo que se pretende discutir aquí, se hablará de “castigo” en el sentido de pena o sanción pública, institucional, y de “venganza” en el de daño inferido o deseado por parte de personas particulares, no públicas, como réplica a otro daño infligido.
El Estado, los estados, se han arrogado un derecho exclusivo a castigar y al mismo tiempo excluyen que los particulares tengan el mismo derecho en relación con una serie de descripciones de hecho (delitos) públicas. Con ello, al parecer, se intenta evitar un burbujeo social de daños infligidos como respuesta a otros daños infligidos entre personas particulares. Y El Estado define con toda la precisión de que es capaz en el derecho moderno los daños que afectan al bien público, que sufre el orden público además de sufrirlos los particulares afectados.
Los poderes no representativos, tanto los que lo eran en el pasado cuanto los que han dejado de serlo, inventaron una sangrienta y retorcida panoplia de daños y tormentos a quienes eran tenidos por delincuentes o sacrílegos, algunos de los cuales subsisten todavía hoy en medio mundo. Incluida la pena de muerte (a veces por medios atroces). La penalidad se atenuó —se racionalizó, como suele decirse— a partir de la obra de Beccaria, en el siglo XVIII, ya orientada hacia el sistema representativo.
En cualquier caso, hay un catálogo de delitos, un catálogo de castigos públicos o penas. Todavía hoy, cuando en los países de la UE se ha eliminado la pena capital, cabe preguntarse y preguntar, sin embargo, acerca de los límites de las sociedades, y por tanto de los Estados, para imponer castigos (no otra cosa son las llamadas penas) a quienes lesionan bienes colectivos al producir daños a bienes públicos o privados.
En España no existe la cadena perpetua, pero su prohibición ha sido soslayada con la invención de la cadena perpetua revisable. Esto es: se ha producido una tendencia al agravamiento del sistema penal. Cabe preguntarse por qué.
Y la respuesta es fácil: España ha sufrido un largo período de terrorismo de matiz nacionalista y, por si esto no fuera poco, también ha sufrido ataques terroristas de cariz fundamentalista islamista. Y, sobre todo a propósito de los atentados de ETA, se fue creando una definición de “víctimas del terrorismo” que se extendía desde las víctimas directas a una indeterminada serie de parientes, amigos y amigos políticos de las víctimas, organizados en asociaciones reconocidas y a veces promovidas por el Estado o por partidos políticos.
En este clima antiterrorista legítimo han nacido —no dudo en emplear la palabra— excesos. Aunque aquel terrorismo ha finalizado, determinados episodios se conmemoran anualmente, como replicando y manteniendo el victimismo. Las víctimas indirectas se han constituido en grupo de presión, en lobby, que no sólo ha logrado éxitos que causarían el sonrojo de Beccaria, como la llamada doctrina Parot sobre el cumplimiento de penas por terrorismo, que no solo desfiguran el derecho penal común, ya muy regresivo, sino que significan un endurecimiento de las penas en nuestro país.
Las víctimas del terrorismo, en su inmensa mayoría víctimas indirectas, no están del todo solas en eso. En ocasiones han surgido peticiones de incremento represivo por casos de violencia de género y por parte de la ultraderecha. Sin embargo, resulta ejemplar que desde el interior del movimiento feminista haya renacido el concepto y la petición de una justicia no punitivista, que es todo lo contrario de la sed de venganza.
Hay que preguntarse si tras las peticiones de agravación de las penas impuestas a los delincuentes por parte del Estado —muy frecuentes entre particulares agraviados— hay un impulso no ya al castigo, sino a la venganza. Al Estado se le reconoce un derecho a castigar, en nombre de las necesidades colectivas de seguridad; pero no se le reconoce un derecho a la venganza —por mucho que a veces algunos estados hayan transgredido esta norma con el pretexto de la guerra, cometiendo impunes crímenes contra la humanidad, como ocurrió con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre el Japón y los bombardeos de saturación británicos sobre decenas y decenas de ciudades alemanas—. La venganza es extraña al derecho penal, que ya impone, adicionalmente a los castigos principales, obligaciones de reparación o indemnizaciones a las víctimas.
Creo que el feminismo debe reflexionar sobre la categoría social central en que se integra, que no es otra que la estructura del patriarcado. Es preciso entender que los pasos adelante justos de las mujeres en el camino hacia la no discriminación por géneros y tendencias ha de ser recorrido también por los hombres, y que para ello es necesario luchar igualmente contra los mecanismos e instituciones sociales que crean en ellos (y en ellas) los papeles de género patriarcalistas. La Iglesia católica es una de esas instituciones con su ejemplo de preterición de las mujeres o con sus fórmulas matrimoniales tradicionales, que en estos pagos educan por ósmosis social a los no católicos y a los no creyentes. La escuela es otra de ellas (como decía Marx, el educador ha de ser educado a su vez), y los poderes públicos deben ser estimulados a cortar por lo sano las manifestaciones escolares de sexismo no solo del alumnado sino el profesoral. La industria juguetera también reproduce la desigualdad de género. E igualmente las familias, principales reproductoras de ideología. Un verdadero movimiento antipatriarcalista tiene que estar basado en alianzas inteligentes. El demonio de los celos, muy potente causa principal de las agresiones a mujeres, no puede ser combatido solo con el derecho penal, y menos aún con un derecho penal sensible a las pretensiones de venganza. El ideal de una justicia no punitivista ha surgido en los medios del movimiento feminista, y la sociedad en su conjunto reconocerá algún día que eso es uno de sus méritos.
Volvemos así a la cuestión de los castigos. La punición pública se ha incrementado en algunos casos y se ha modificado en el período constitucional. Merece la pena detenerse a reflexionar sobre el carácter de las penas de prisión. Pues son claramente desmesuradas. Una condena a diez años de cárcel, por ejemplo, impone la pérdida no solo de la libertad sino de las experiencias vitales individuales que pueden conducir al fortalecimiento del lado social de la personalidad. Ese tipo de penas, superiores a diez años, le cambian la vida a cualquier persona. Deberían estar reservadas a delitos gravísimos reiterados contra las personas, con un tope inferior a los quince años, y me paso de largo. Los delitos cometidos en estados de obnubilación —concepto más débil que el de trastorno mental transitorio— deberían ser tratados psiquiátrica o psicológicamente y las penas reducidas y orientadas a la educación en las creencias sociales compartidas y en el dominio de las pasiones. Para los delitos económicos graves las penas deberían estar proporcionadas a las dimensiones del delito y a la ubicación social del delincuente, siendo más altas las penas impuestas a quienes gozan de elevadas posiciones en la pirámide social.
Por último, para los delitos menores se debería recurrir a castigos que no impliquen un encarcelamiento penitenciario, sino a medios como el arresto domiciliario, el confinamiento, el destierro y sobre todo a los servicios comunitarios, cuyo catálogo debería ser público y no indeterminado. Todavía no tenemos una administración de justicia en la que esto último deba quedar a criterio de los jueces.
Además, se debería acabar con dos lacras del sistema penal: las penas “que no se cumplen” y las penas acordadas con la acusación pública (de influencia norteamericana, esto es, del peor derecho penal de un sistema representativo). Se trata de volver a limpiar el sistema penitenciario, de librarlo de lo vindicativo y sobre todo, en la medida de lo posible, de humanizarlo.
24 /
1 /
2023