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Ernest Cañada y Nuria Alabao

Los cuerpos rotos de los empleos feminizados II: trabajadoras del hogar y los cuidados

Esta serie comenzó con un artículo sobre las enfermedades producidas por los trabajos feminizados, en concreto sobre las condiciones de las camareras de piso. Una respuesta que se ha repetido en redes para deslegitimar esta perspectiva ha sido la de señalar insistentemente que los hombres también tienen enfermedades laborales e incluso que mueren más por accidentes laborales. Pero pensar el trabajo desde una perspectiva de género no implica negar otras realidades de la explotación, sino iluminar algunos aspectos que a menudo quedan opacados. Por ejemplo, el ámbito de los cuidados, a diferencia de otros, no se percibe como un trabajo duro o capaz de someter el cuerpo a una presión que conduzca a la enfermedad. De eso estamos hablando, y no solo nosotros, lo acaba de señalar el Tribunal Supremo en una sentencia donde afirma que en el Real Decreto dedicado a “Enfermedades provocadas por posturas forzadas y movimientos repetitivos en el trabajo” se produce discriminación por razón de género. La regulación recoge trabajos ejercidos mayormente por hombres —como pintores, escayolistas o mecánicos—, pero no otras profesiones feminizadas como las ligadas al sector sanitario y sociosanitario o la limpieza. Todas estas profesiones y otras muchas, sean ejercidas por hombres o mujeres pertenecientes a los estratos sociales más bajos, machacan el cuerpo y están relacionadas con la explotación que sufren los y las trabajadoras. El camino para combatirlo es también el mismo: la organización y la lucha colectiva. Las trabajadoras domésticas —cerca de 600.000— organizadas a través de muchos colectivos en España, ofrecen un buen ejemplo de estas luchas en un sector donde son especialmente difíciles: no hay presencia sindical en el lugar de trabajo, tampoco hay patronal, trabajan aisladas y la excusa de que el trabajo se desarrolla en la intimidad del hogar impide el control de las condiciones laborales.

Trabajo doméstico, trabajo migrante

El trabajo doméstico supone el pago de un salario por una actividad —la de reproducción social, “del hogar”— que la división sexual del trabajo había asignado tradicionalmente a las mujeres y que, por tanto, está muy desvalorizada socialmente. Hoy, una vez incorporadas la mayoría de las mujeres al mercado laboral, la solución europea —y especialmente española— a la falta de servicios socializados de cuidados ha sido la contratación de migrantes. Es decir, mujeres sometidas a un marco legal que las mantiene como mano de obra barata, y que hasta hace poco las había excluido de derechos fundamentales. La reciente reforma —el Decreto Ley 16/2022 para la mejora de las condiciones de trabajo y de Seguridad Social de las personas trabajadoras al servicio del hogar— ha mejorado algunos aspectos importantes: derecho a paro o a no ser despedida sin justificación con una indemnización irrisoria —doce días por año—. Pero aun así, todavía no se ha conseguido una equiparación total en derechos a los de cualquier otro sector. Este marco posibilita unas condiciones de trabajo que acaban enfermando a muchas mujeres. En las trabajadoras internas, la soledad y la tristeza imponen un sufrimiento psíquico que puede tener graves consecuencias. La infelicidad no cuenta como enfermedad profesional, pero también es una consecuencia de los trabajos más precarios y explotados, y enferma.

Una buena parte de ellas se encuentra además en una situación administrativa irregular, por lo que están sometidas a abusos y una constante vulneración de derechos, especialmente quienes trabajan como internas. (El reciente caso de una exconcejala del PP denunciada por su empleada mexicana, a la que quitó el pasaporte y no pagaba salario, apenas puede ocultar su nombre: trata doméstica. Hay muchos ejemplos en el sector.) A pesar de que para muchas mujeres sin papeles el trabajo doméstico es la única manera que encuentran de tener un empleo —o una vivienda— que les permita iniciar su estancia en España, suele convertirse en una situación asfixiante, de la que la mayoría querrían huir. “Hay veces que me angustia mucho estar encerrada. Me deprimo, me da mucha tristeza”, dice Cristina, procedente de Ecuador. Una cuestión que se repite en las declaraciones de la mayoría de las trabajadoras, como muestran los distintos testimonios recogidos en el libro Cuidadoras. Y los bajos salarios no compensan tanto sacrificio: “Empecé trabajando por 600 euros por estar interna 24 horas. Y luego no es que me fueron subiendo, sino que cuando tuve los papeles empecé a ganar 750”, cuenta Marina de Honduras.

Las condiciones habituales son de enorme carga de trabajo en jornadas muy extensas, y no solo les pasa a las internas, aunque para ellas muchas veces ni siquiera se cumple el día de descanso. “Una persona empieza a trabajar a las siete de la mañana y son las doce de la noche y aún estás fregando platos”, asegura Aurora, de origen brasileño. En el caso de las trabajadoras externas, un problema añadido son los horarios partidos o intermitentes, en función de las necesidades de las personas atendidas, así como el tiempo de transporte entre una y otra casa, lo cual dificulta la conciliación con otras actividades, ya sean amistades o familia. “Muchas veces llego a mi casa a las once de la noche y me tengo que levantar a las seis de la mañana para ir a trabajar. A veces pienso que este trabajo está muy mal pagado, muy mal pagado por el servicio que hacemos. Es que ya no es cuidar a sus hijos, es hacer de cocinera, de costurera, la compra. Es todo, todo, todo. De enfermera para sus hijos, de todo, todo. Hacer el aseo a sus niños, cocinarles para el fin de semana. Limpiar cada día todo. El baño diario, toda la casa a diario”, explica Paz, trabajadora española.

Otro problema añadido son las malas condiciones en las que estas mujeres tienen que vivir y desempeñar su trabajo o el no disponer de un equipamiento en condiciones para desempeñar su trabajo, lo que las somete a mayores riesgos laborales. Isabel, de origen chileno, denuncia que las familias empleadoras no tienen en cuenta las necesidades específicas de sus tareas. “Son contadas las casas donde he tenido guantes para poder hacer una higiene”. Esto supone que trabajar en estas condiciones implique poner en riesgo su salud o que ellas mismas tengan que asumir el coste de los materiales necesarios, algo que en cualquier otro empleo parecería inadmisible pero que aquí se ha normalizado.

Los problemas de salud físicos más habituales en este contexto tienen que ver con la carga de pesos sin equipos adecuados —por ejemplo, para movilizar a adultos dependientes—, la repetición de movimientos, las posibles caídas o la muy común —y de graves consecuencias— intoxicación por productos químicos de limpieza. La nueva reforma incluye por fin a las trabajadoras del hogar en la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, aunque esto por sí solo no supone un gran cambio, ya que la inspección de trabajo no puede entrar en los hogares. La norma establece el derecho a recibir protección eficaz de la seguridad y salud laboral especialmente en el ámbito de la prevención de la violencia contra las mujeres. Pero como explica Isabel Otxoa, de la Asociación de Trabajadoras del Hogar Bizkaia Etxebarrukoak, es difícil entender la jerarquización de los ámbitos de protección que pone por delante la violencia sexual frente a otras vulneraciones. “Pueden ser igualmente lesivas física y mentalmente la falta de descanso, de privacidad del alojamiento, ausencia de vida social, insuficiente reconocimiento moral y salarial, y carencia de formación y medios para realizar el trabajo”, señala Otxoa.

Pero no son solo las enfermedades laborales, el cuerpo se resiente y la vida fuera del trabajo, también. “Me noto machacada físicamente, llego a casa muchas veces con ganas nada más que de acostarme, muchas veces me llaman: ¡venga sal! ¡Salimos el fin de semana! Pero es que no puedo con mi alma, necesito descansar el fin de semana. Es un trabajo físico muy exigente. Luego para volver a mi casa tengo dos horas más de transporte. Dos horas de ir y dos horas para volver. Yo con este trabajo dispongo de muy poco tiempo para dedicarme a otras actividades que me llenen y que me hagan crecer un poco como persona”, explica Paz.

La tristeza enferma

Las condiciones y el trato que reciben puede variar enormemente según sea la familia con la que están. “A veces recibimos humillaciones, porque hay familias —yo creo que una mayoría— que piensan que tener a una empleada del hogar es tener a una criada como antiguamente, que estamos para todo, para todo”, explica Paz. Esto puede hacer que las quejas se concentren en la falta de contrato, los bajos salarios o la falta de derechos derivados del actual marco legal, o ahonden en una serie de problemas cotidianos que pueden hacer su vida muy complicada.

En algunos domicilios, y en especial cuando las trabajadoras son internas, el acoso sexual, el abuso de poder o las humillaciones pueden convertirse en una realidad cotidiana. Desde las asociaciones de trabajadoras también se reportan numerosas situaciones de acoso sexual, en especial de internas. En ocasiones hay trabajadoras que describen también relaciones de maltrato verbal, con insultos y humillaciones, que puede adquirir un carácter racista.

Algunas trabajadoras cuentan que las obligaban a comer alimentos en mal estado o en cantidad insuficiente. “Entonces tendemos a ganar peso, por el estrés de no salir de la casa, y porque por la poca comida que nos dan se tiende a comprar bollería para aliviar el hambre”, dice Judith, de origen boliviano. Por una vía u otra, la cuestión de la alimentación de las trabajadoras del hogar internas acaba convirtiéndose en un tema crítico.

El cuidado a personas mayores en el hogar supone también enfrentar de forma regular la relación con el sufrimiento y la muerte, que implica una fuerte carga emocional en su quehacer cotidiano. “Yo trabajo por dinero, porque tengo necesidad —explica Mariana—, pero me dedico mucho, pongo todo mi corazón, toda mi alma. Pero nunca se está contento. Lo levantas de la cama y lo ves sufriendo, llorando, con dolor, sin dormir. Compartes todo con él”.

Para las trabajadoras, el fallecimiento de las personas que atienden supone dos tipos de problemas. Por una parte, tienen que asumir la pérdida de personas con las que en ocasiones entablan una relación de afecto, a las que han podido cuidar por años. “Psicológicamente intento separar el trabajo del cariño, que esto es trabajo, pero hay días que me entra por pensar si se muere la yayi, y es difícil. No sé si para todo el mundo, pero es difícil, porque te encariñas”, relata Mirna. Pero a su vez, este fallecimiento supone también la pérdida de su empleo. Al fallecer la persona después de años de dedicación, se encuentran en paro con una indemnización de un solo mes de salario, independientemente de su antigüedad. Además, sus salarios son muy bajos, y como tienen que hacer frente a las necesidades de sus familias en sus países de origen, su capacidad de ahorro es limitada. Esta situación las aboca a que inmediatamente después del fallecimiento de la persona a la que están cuidando tengan que buscar un nuevo empleo, sin tiempo para pasar el duelo. “Afecta, no se soporta –dice Aurora–, pero tenemos que seguir trabajando, enseguida tenemos que irnos para otra casa. Eso me sucedió con el último que se fue, que fue muy seguido de otro, dos muertes en poco tiempo. Entonces pasé un mes sin buscar trabajo, no podía”.

Cadenas globales de cuidados

Además, muchas tienen a su familia lejos porque vinieron a trabajar para conseguir recursos para mantener o mejorar la vida de sus hijos. A la situación de criar a los hijos de otros —cuya relación siempre estará mediada por la necesidad de los padres de esta ayuda—, se suma la tristeza de tener a los propios fuera. A pesar del enorme esfuerzo y sacrificio, la distancia y el tiempo pueden jugar en su contra y dificultar o tensionar estas relaciones con sus seres queridos; pasan a ser “la mujer que manda dinero”, ni mamá ni nada, mujer-dinero. Y esto es muy duro de sobrellevar. O, por el contrario, a sus hijos les cuesta entender los sacrificios que han hecho y que les reclaman no haber estado presentes a lo largo de su vida. Incluso cuando logran traerlos, sus condiciones de trabajo, con las largas jornadas, a las que se suma el agotamiento físico y las condiciones de vida precarias, provocan que no puedan dedicarles suficiente tiempo. Estas dificultades de relación con los hijos, logren traerlos o no, redundan en una mayor sensación de soledad y sufrimiento.

La emigración y la incorporación a una nueva sociedad sin redes familiares o de amistad suficientes, sumadas a un trabajo que es muy aislado, y más si se realiza como interna, generan un problema añadido para estas trabajadoras: la soledad. Así, Mariana explica: “A mí me gustaría irme con mis hijos, pero mis hijos ahora son grandes. Entonces también estoy sola, es muy dura la soledad, no tienes con quién comer, con quién hablar”. Cuando el trabajo ocupa la mayor parte de la vida, es casi inevitable sufrir consecuencias negativas para la salud y muy difícil conseguir el tiempo —una baja, por ejemplo— o la atención necesaria para cuidarse a una misma. Para las trabajadoras domésticas siempre hay necesidades de otros que se han de cubrir. La falta de tiempo o recursos para llenar de sentido la vida más allá del trabajo, la lejanía de los seres queridos, a veces el maltrato que sufren, la explotación, y unas nuevas relaciones que a veces parecen familiares, pero que en realidad están mediadas por la necesidad de un salario pueden generar mucho sufrimiento psíquico y hacer peligrar la salud mental. “Es triste porque si no estás feliz tampoco puedes tener buena salud”, dice Jamileth, de origen nicaragüense. De ahí la necesidad de construir nuevos lazos de confianza, apoyo, o familias elegidas que se generan en distintos espacios de organización de las mismas trabajadoras. Organizarse también es estar juntas frente a la soledad. El potente movimiento asociativo de las trabajadoras del hogar es también eso, reconstrucción de lazos de solidaridad y cuidado de las que cuidan.

[Fuente: Ctxt]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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